domingo, 17 de octubre de 2021

LA CAMPANA DE LA ALMUDAINA, DRAMA ORIGINAL DE DON JUAN PALOU Y COLL.

LA

CAMPANA DE LA ALMUDAINA,

DRAMA ORIGINAL DE

DON JUAN PALOU Y COLL.

I.

Isla dorada llaman a Mallorca sus naturales, y bien pudieran llamarla Isla de oro. Una sonrisa de Dios la hizo brotar llena de hermosura en medio de las aguas del Mediterráneo. La cobija con amor un cielo de azul claro, la orean aires puros y deleitables y sus entrañas dadivosas pagan con usura la solicitud del hombre.
En las cumbres de sus montañas altísimas crecen el romero, el boj, el tomillo, el lentisco, el brezo, el enebro y la alhucema, cual si quisiesen aromatizar de cerca el trono del Señor: más abajo se asientan y fortalecen espesos bosques de pinos y encinas; en las laderas los olivares hacen ostentación de su fruto bendecido, y en las faldas mil viñas, huertas y jardines lujosamente desplegan su pomposa ufanía. El marinero percibe desde lejos el olor suavísimo de los limoneros y naranjales que piadosas le traen las auras del mar. Corren por todas partes las aguas, ora sueltas y libres entre olmos y álamos blancos, ora aprisionadas en multitud de acequias toscas vestidas de yedra y musgo. El caserío de pueblos y aldeas, tan pronto se encarama desparramándose por los riscos y pendientes, cual bandada de palomas que hacen alto, como se ajunta y recoge en hondos valles a manera de ovejas que se apiñan a los gritos del pastor. El frecuente contraste que forman las magnificencias del cultivo con los horrores más sublimes de la naturaleza salvaje, da a los paisajes de la isla un carácter maravilloso de originalidad.
¿Qué mucho que trinen ruiseñores en un vergel tan floreciente y deleitoso?
¿Qué mucho que en tan poético país haya poetas de valía?

Rigurosa justicia es, y nada más, dar entre ellos el asiento de preferencia a uno de los restauradores más beneméritos del habla lemosina, Mariano Aguiló, que ha versificado siempre en este antiguo y glorioso idioma, en menoscabo de la extendida celebridad que merece, pero con singular provecho de sus propias concepciones. Digno rival, a veces, de Tomas Moore, deslumbra con la esplendidez de su fantasía exuberante, otras parece inspirado por la musa de Schiller; tal es la profunda intención de su lirismo y la magistral sobriedad que en sus baladas históricas y tradicionales resplandece. Quien haya leído Esperanza, Una visita a los muertos, El entendimiento y el amor, A un ciprés, A Dios, D. Alfonso de Castelnegro y las poquísimas composiciones poéticas que ha dado a luz aquel escritor, no encontrará ciertamente sobrado nuestro elogio. - José María Quadrado, que goza de indisputable nombradía en España como apologista católico, historiador y publicista, es entrañablemente patético en El último Rey de Mallorca, ideal y levantado en Aspiración, y revela gran fuerza dramática en Armadans y Españols. Los verdaderos amantes de las letras patrias deploran que ingenio de tanto valer no cultive la poesía con ahínco y constancia. - Tomás Aguiló, aleccionado tempranamente en la dura escuela del desengaño, toma por inspiración su quejumbroso aburrimiento y traduce en estrofas la flojedad y cansancio de su alma. Unas veces se entusiasma con las pueriles ilusiones de un amor petrarquista, otras imita con notable acierto, y no pocas se encumbra a muy altas esferas, circunstancia inconcebible en quien tiene a Renjifo por maestro. Paciente joyero del ritmo, infatigable buscón de consonantes difíciles y más disertador que poeta, ha sabido llorar con todas las reglas del arte y enardecerse sin soltar nunca las andaderas gramaticales. Debemos añadir, sin embargo, a fuer de justos, que algunas de sus Rimas varias y sus Baladas mallorquinas son joyas de subido quilate y felicísimas excepciones de la soñolienta monotonía que por lo general distingue sus composiciones. - Miguel Victoriano Amer no ha necesitado más que rimar los latidos de su corazón para encontrar en los ajenos dulce y tierna consonancia. Con dos alas de oro se eleva su musa a las regiones de luz; con la caridad y la esperanza. Sencillo, apacible, resignado, sus versos son, por decirlo así, la respiración tranquila de su alma. ¡Feliz quien la tiene tan hermosa con Miguel Victoriano! ¡Feliz quien, como él, no sabe cantar sin mirar el cielo, ni mirar el cielo sin cantar! - Las poesías de Gerónimo Rosselló se caracterizan por lo delicadas y primorosas. En sus Hojas y flores hay sonetos de admirable contextura, romances lindísimos, odas de robusta entonación y elegías llenas de sentimiento.
- Victoria Peña y Joaquín Fiol debieran dedicarse con empeño a la poesía. Dotada la una de bastante imaginación y de exquisita sensibilidad el otro, la modestia excesiva de sus pretensiones literarias les impide utilizar debidamente dotes de tan alto precio.

No hace mucho tiempo que el menos conocido de los poetas baleáricos era Don Juan Palou. Los celadores de la literatura mallorquina no se habían dignado extenderle pasaporte para el Parnaso. Su nombre era el de un simple mortal para aquellos semidioses. Ahora todos le conceden un puesto de honor en su olimpo. Ahora el deslumbrante resplandor de su gloria eclipsa las demás. Las nieblas del desdén y de la duda se han disipado. El drama de Palou se pasea triunfalmente por todos los teatros de España, con la tranquila seguridad del que ha hecho prisionera a la victoria. ¿Por qué La Campana de la Almudaina ha obtenido un éxito tan asombroso y universal?

Aparte de las dotes extraordinarias que lo avaloran, debe a circunstancias especialísimas la unanimidad, sin ejemplo, con que ha sido aplaudida. Para señalarlas no se necesita ser un fenómeno de sagacidad; basta conocer superficialmente los vicios radicales de que adolece la escuela dramática de más reciente boga (voga en el original) en el teatro español, y las necesidades estéticas que el público sentía cuando se puso en escena La Campana de la Almudaina.

El drama romántico se inauguró en España con una obra memorable que, siendo producto del espíritu más irresistible de imitación que en la literatura europea modernamente se ha enseñoreado, conserva un sello profundo de nacionalidad. Concepción tan original y grandiosa ha tenido una prole bastarda, en mengua de la escena española, nodriza de las demás en épocas de gloriosa recordación. Los mancomunados esfuerzos de la cultura social y del buen gusto lograron arrojar al crimen del teatro que cedió completamente el puesto al vicio cuya indulgente condición y dorado libertinaje le rodean siempre de simpatías. Más tarde, temeroso el drama de que su negra reputación la malquistase para siempre con la gente sesuda, determinó formalmente moralizar su conducta hasta entonces escandalosa, llevando a todo trance en la boca virtud y buena doctrina. Por fin, dando un paso más, ha lavado sus iniquidades con una confesión general en regla, ha entrado seriamente en negociaciones con Dios, y de sirena pecaminosa, se ha convertido en misionero apostólico.

Desde entonces su devoción edifica, fervor religioso le hace acreedor, en concepto de muchos, a la borla de doctor seráfico. ¡Oh milagros de la gracia! Algunos ascetas de quevedos y guante blanco, aspirando sin duda a los honores póstumos de la beatificación, ocupan nuestro teatro, y no está lejano el día en que veremos poner en escena Los diez mandamientos de la ley de Dios y Los cinco de la Iglesia, Los soliloquios de San Agustín, y El Flos Sanctorum por añadidura. ¿Y quién sabe si tendremos la fortuna de ver a la entrada de los teatros españoles una pila de agua bendita y de ganar, asistiendo a ellos, indulgencia plenaria?

Lejos, muy lejos estamos de ridiculizar la reacción saludable que ha sido la causa primordial de nuestro drama religioso; lo que conceptuamos absurdo es la forma

que actualmente se da a un impulso tan bello y regenerador. Cualidad esencial de las composiciones teatrales es la acción, no la oratoria. La moral debe brotar espontáneamente de la acción dramática, o mejor, flotar en ella como una celeste aureola. En las producciones a que aludimos acontece lo contrario. Su acción es nula o desaparece en un océano de disertaciones en verso asonantado, campanudas, huecas, interminables; y su moraleja o quod erat probandum, cuando no de falsa, peca de enojosamente trivial y se prepara, se anuncia, se discute, se motiva con impertinentísima minuciosidad. Por otra parte, ¿cuántas máximas heterodojas, cuántos desvaríos, cuántas blasfemias pueden escaparse a escritores de sospechosa piedad, cuya fé es puramente question d‘ argent, cuya bandera religiosa es una bandera mercantil!

Cansado el público español de no oír en el teatro más que sermones en romance destartalado, discreteo lírico, diálogos sempiternos y sentenciosas majaderías; mal hallado también desde mucho tiempo con las fechorías del melodrama que sólo acertaba a producirle ataques nerviosos; y sediento de verdaderas emociones, no pudo menos de acoger con frenético entusiasmo la obra de Palou que tan cumplidamente llenaba sus deseos. Acontecíale a este público, el más desorientado y acomodaticio de Europa, lo que a un catador que detesta tanto los licores azucarados y flojos que su mala estrella le depara, como las bebidas alcohólicas que sólo convienen a groseros y estragados paladares. El drama de Palou ha sido para él un vino generoso de exquisito sabor y fortaleza, igualmente distinto de los licorcillos ruines que despachan los flamantes evangelizadores del teatro, como de las repugnantes pociones melodramáticas.

Indicada esta circunstancia extrínseca que tan poderosamente ha contribuido al éxito extraordinario de La Campana de la Almudaina, examinemos ahora sus cualidades intrínsecas hasta donde alcance nuestro juicio inexperto y bisoño.

Palou, con no menos atrevimiento que fortuna, ha fundido en la producción que

nos ocupa, la historia, en el crisol de su poderosa fantasía, trasformándola a su antojo. Si tal ejemplo se generalizase, no sólo quedaría bruscamente anulado el drama histórico y rota la cadena de sus legitimas tradiciones, sino que popularizaríanse ideas falsas de las edades que fueron, acrecentándose más y más la desapoderada anarquía que reina en la actual escena española. Sin hablar de aquellos sublimes Ezequieles del arte, Shakespeare, Goëthe, Schiller y otros genios inmortales, cuyas creaciones son más verdaderas que la historia misma; Corneille, Racine y Voltaire que ajustaron sus concepciones imperecederas a principios convencionales y a una etiqueta dramática, ceremoniosa y glacial; Victorio Alfieri, que hizo cómplices a los tiempos pasados de su pasión demagógica у de su odio elocuente contra todas las tiranías; hasta los mismos melodramaturgos que han sido y son los falsificadores más descarados de la historia, nunca han variado radicalmente los sucesos ni creádolos a su sabor, por más que hayan desfigurado los caracteres que intentaban retratar. Palou, cuya alteza de juicio raya tan alto como su ilustración, no desconoce seguramente cuán perniciosa sería esta libertad, aunque con su drama la haya, en cierto modo, autorizado. Fútil de todo punto sería la excusa de que La Campana no lleva el título de drama histórico, pues, sabido es que: le nom ne fait rien a la chose.

En compensación de este defecto radical, la obra de Palou tiene un valor dramático a todas luces subido. Su cualidad predominante es aquella fuerza avara de sí misma que suele constituir el sello característico de la verdadera potencia intelectual. Tan genuina robustez artísticamente moderada por cierto instinto secreto y maravilloso, se armoniza en este drama con una delicadeza suave de sentir sobre manera exquisita. ¡Consorcio admirable que recuerda aquel panal de miel que encontró el más fuerte de los hebreos en la boca del león! En La Campana los caracteres se desarrollan con vigorosa espontaneidad, estalla el diálogo con reconcentrada energía, la palabra hierve sin soltar el freno a su expansivo impulso, y la acción camina con paso firme y seguro a su originalísimo desenlace. Imponderable es su mérito psicológico; si se atiende a la doble y complicada lucha que traban entre sí pasiones llevadas a su apogeo de exaltación y sentimientos intensísimos. Para aquilatar dote de tanta valía basta analizar ligeramente las dos grandes figuras fundamentales del drama: Doña Constanza y el gobernador Centellas. El carácter de la primera nos parece trazado con maestría y es sin duda uno de los más bellos que se han visto en la escena.

Hay un amor de amores inmenso, profundo, inagotable como las entrañas de la divina misericordia; esencia suya son la ternura y la fortaleza; lágrimas, abnegación y sacrificio perenne lo nutren, y también misteriosas venturas y alegrías inefables; todos los idiomas lo apellidan santo, y su símbolo inmortal está en el cielo.
¡Bendito sea el amor de madre! Este sentimiento llevado a su grado superlativo de tensión, señorea despóticamente el alma de la reina viuda. Su Jaime es a un tiempo para ella recuerdo vivo de su desventurado esposo y esperanza de la dinastía cuyas glorias y blasones cubre el luto con su gasa funeral. El ardiente deseo de contemplar a su hijo sentado algún día en el trono ensangrentado de sus mayores, infunde a Doña Constanza, sin igual heroísmo y bizarría, y da a su sentimiento maternal el portentoso alcance y tenacidad de la pasión. En este bellísimo carácter entran como elementos constitutivos su amor de madre, su orgullo de reina, su ambición de reina y de madre, y la ternura que siente por Isabel, hija adoptiva suya.

Centellas tiene el corazón labrado al fuego de una lealtad indomable. Pero el amor que le inspira una hija largos años buscada con afán, y cuyo inesperado encuentro coincide con el peligro terrible, inminente de perderla, si su lealtad no entra en vergonzosas capitulaciones, hace bambolear su berroqueño corazón con tremendas sacudidas. Por otra parte una irresistible simpatía mezclada de gratitud le atrae involuntariamente hacia Doña Constanza.

Esta, lucha a brazo partido con la voluntad del gobernador. Ora sagaz y astuta, ora radiante de centelladora energía, busca afanosamente en el corazón del aragonés la misma poderosa cuerda que en el suyo propio vibra, para socavar los cimientos de su constancia y poner su planta victoriosa sobre el cuello de su obstinada lealtad. ¡Qué sublime terror, cuando los dos llegan a tener pendientes las vidas de sus hijos idolatrados de la vibración de aquella campana cuya cuerda pasa alternativamente a sus manos crispadas!

El instinto de madre hace ver a Doña Constanza que, enardeciendo hasta el frenesí el cariño paternal de Centellas con la amenaza terrible de asesinarla él mismo si toca la campana, le vencerá sin remedio. Por esto da el golpe de gracia a la moribunda lealtad de Centellas gritando con voz aterradora:

¿No quieres? ¿No?

¡Pues bien, tocarela yo!
Movimiento de suprema exaltación, grito más de victoria que de lucha. Ninguna intención tiene de tocar aquella campana cuyo tañido llevaría la muerte al seno de su hijo. Lo único que quiere es acabar de una vez su triunfo haciendo estallar a pedazos el corazón de Centellas, bajo la presión de la más horrorosa angustia.

Sobre manera lógico nos parece este bellísimo carácter, circunstancia de incalculable mérito si se atiende a lo que suben en él de punto las pasiones que lo forman y animan. No brilla esta preciosa cualidad en el carácter de Centellas. ¿Cómo se comprende que este milagro de lealtad se crea irresponsable del crimen de traición que pesa sobre él en concepto de su soberano, por el abrazo de una hija que antes se conceptuaba capaz de sacrificar en el ara de su honor? Recuérdese aquel arranque salido del fondo de sus entrañas:

¡Si por azar

en ser traidor yo soñara,

la existencia me arrancara

por no volverlo a soñar.

::::::::::::::

Mas ved:

(Vuélvese de improviso y dice señalando el cuadro de mujer de la izquierda.)

Si ella respirara

y el fruto de nuestro amor,

en holocausto a mi honor,

conmigo las inmolara.

Estos rasgos, unidos a otros muchos, quedan desmentidos altamente con su conducta final. Por demás intenta justificarse con la frívola excusa formulada en estos versos:

Yo a mi rey no soy traidor:

¡mi rey es traidor a mí!
¿Qué noble de aquella época, en la que el monarca siempre tenía razón, hubiera juzgado la conducta de su soberano de potencia a potencia como lo hace el espejo de lealtad Centellas, que tan alto ha hecho sonar en el drama la suya?
Sentimos que haya escapado a la certera sagacidad de Palou, que, vista la frescura con que el gobernador se disculpa de lo que debía forzosamente ser en concepto suyo el mayor de los atentados posibles, las bellas expresiones con que blasona de su acrisolada fidelidad, se rebajaban al nivel de fanfarronadas. Los demás caracteres son de insignificante o nula importancia, menos el simpático Tornamira que en un sólo rasgo da a conocer su hidalga condición. Dice así: TORN. ¿Y le habéis curado? (a Centellas.)
CONST. ¡Sí! Y esta tarde a Palma torna.
TORN. ¿Y podrá reñir?

Qué hábito de sentir limpiamente, qué nobleza revela esta pregunta:
¿Y podrá reñir?

Un lirismo sobrio y de gran valía enaltece a La Campana. Recuérdese la admirable comparación del sol que dora las nubes que quieren tapar su luz, los versos en que pinta Doña Constanza el cariño que profesa a Isabel, y los ardorosos arranques de amor filial de Don Jaime.

Lunares nacidos de las mismas cualidades que en La Campana resplandecen, hacen resaltar con más viveza las perfecciones que la adornan. El lenguaje peca algunas veces de incorrecto y de poco castizo. La robustez y energía del estilo rayan a menudo en aspereza.

Palou ha pasado en un sólo día de la oscuridad a la luz, encontrándose de súbito frente a frente al sol de su gloria que ni aurora ha tenido. España ha saludado al joven dramaturgo con hurras de universal admiración y aplauso.
Mallorca, sacudiendo sus hábitos de vida material, ha dado el tierno espectáculo de una madre cariñosa que llorando de gozo ciñe las sienes de un hijo amado con la corona de laurel que le granjearon sus triunfos. Desde el fondo de nuestro corazón enviamos la enhorabuena más entrañable a la Isla dorada que tan hermosamente ha galardonado las fatigas de uno de sus hijos que más la honran!
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A D. LEANDRO FERNÁNDEZ DE MORATÍN... EN EL OTRO MUNDO.

A D. LEANDRO FERNÁNDEZ DE MORATÍN...

EN EL OTRO MUNDO.

Mi estimado amigo y dueño: Desde que tuvo V. la humorada de emigrar al otro mundo, dejando, vamos al decir, a sus numerosos apasionados con la miel hiblea del sabrosísimo trato de V. en la boca, dio en la flor de tornarse olvidadizo, y si te vi no me acuerdo


Mi estimado amigo y dueño: Desde que tuvo V. la humorada de emigrar al otro mundo, dejando, vamos al decir, a sus numerosos apasionados con la miel hiblea del sabrosísimo trato de V. en la boca, dio en la flor de tornarse olvidadizo, y si te vi no me acuerdo. ¡Cáspita con el Sr. D. Leandro! ¡No haber caído en enviar por acá alguno de sus manes, un pedacito de sombra funeral, o siquiera unas simples expresiones con cualquier mochuelo desocupado! En fin, ¿qué le haremos?
¡Cosas de difuntos! En cambio los amigos de V. a cada momento hacemos memoria del que sabía cautivar los corazones con las nobles prendas del suyo, del que lograba deleitar siempre, pariterque monendo, con su buen seso y peregrina instrucción.

Anteanoche, sin ir más lejos, nos hallábamos reunidos en casa del P. Romero (aquel capuchino que en 1814 vivió con usted en Barcelona, calle d‘ en Patrixol, posada) (*),
(*) Allí vivió efectivamente Moratín por este tiempo, según consta en una carta autógrafa del mismo, que posee un distinguido literato de Sevilla, publicada en la Revista de literatura, ciencias y artes de la misma ciudad. - N. del A.

este exclaustrado, D. Félix de Cantalicio (¡tan alma de Dios como siempre!) y este humilde criado de V., y estuvimos hablando largamente de V. entre jugada y jugada de tresillo. Nuestro don Félix, que nunca leía ningún papel de su estimado Moratín, (¿se acuerda V.? ¡qué tiempos aquellos!) sin tomar antes medio cucurucho de rapé, y sin exclamar concluida su lectura: ¡Optime, optime, optime!; no pudo contener las lágrimas al recordar a V. a quien sigue llamando: Dimidium animæ meæ. El tono como pronunció anteanoche el buen D. Félix esta frase de hondo cariño que Horacio Flacco (editio expurgata) dirige en una de sus odas a su caro Virgilio, nos hizo prorrumpir a los tres en un tierno y fervoroso anima ejus requiescat in pace, que acabó de conmovernos profundamente y de soltar la rienda al llanto que sentíamos brotar de nuestros corazones.

La conversación acerca de V. vino a propósito de una catilinaria que D. Félix enjarretó con la piltrafa de pulmón que le queda (¡el pobrecito está de asma, que no puede resollar!) contra el estado bochornoso a que se halla reducido en su concepto el teatro español. Como no habrá usted echado en olvido, D. Félix fue en su mocedad alumno de las musas, y tiene sobra de juicio para todo. ¡Vamos, que sus dos autos sacramentales y su sermón panegírico-doctrinal de S. Ignacio son cosa de gusto! (salvo el parecer sine apellatione de V. que para esto de poner en su punto el mérito o demérito de las composiciones literarias se pinta sólo.)
Ad rem ergo, como decíamos en los escolapios. D. Félix se ha empestillado en que la Talía española se halla in extremis, o como quien dice, con el alma entre los dientes. ¡Ah! (decía anteanoche dando sendas manotadas encima de sus escuálidos muslos y echando cohetes por sus ojos llenos de vida.) ¡Qué falta hace por acá nuestro don Leandro! ¿Quién sino el inmortal autor de la Comedia nueva podría exterminar con la tizona de su guerrera y terrible sátira a tanto moderno Eleuterio Crispin de Andorra como invade ¡bendito Dios! la patria escena?...
Si él resucitase y enristrara otra vez su valiente péñola, 
¿La caterva de pedantes
A dónde fuera a parar? Aunque yo no soy, como V. sabe, de corpore studii, se me antoja que nuestro amigo tiene razón de sobra en el presente caso. Lo cierto es, D. Leandro de mi alma, que nunca como ahora ha sido tan verdadero aquel evangelio chico de que no hay español sin drama, y así anda ello, es decir... no anda. Mozalbete conozco que así sabe lo que significa composición dramática, como yo el idioma de los patagones, y no embargante, monopoliza todos los esquinazos de la monarquía con los anuncios de sus dramas, comedias, disparates cómicos, juguetes líricos, a propósitos (vocablillo de moda entre estos infelices), arreglos del francés, ¡esa gallica gens, D. Leandro, me tiene frito!), los pone en escena sin temor de Dios ni del diablo y... se los aplauden; sí, como V. oye, se los aplauden. Ahora bien: lo que yo digo Sr. D. Leandro ¿qué es más hacedero y socorrido? ¿escribir un buen drama o machacar esparto? No hay duda que lo segundo. Atqui para machacar lo susodicho se necesita un aprendizaje más o menos costoso, según los puntos que calce el machacador; ergo, venid acá, dramaturguillos de aguachirle, pecadores empedernidos (y no me dirijo a nadie personaliter), ergo, repito, ¿no se necesitará haber hecho un largo, rudo y penosísimo aprendizaje para escribir una comedia, una tragedia, un drama et altera similia que, según el simple instinto literario aconseja, son obras de las más difíciles, complicadas, importantes y exquisitas del intelecto?

Pero ¡Santa Bárbara gloriosa! ¿Quién me ha metido a mí a predicador? ¿Dónde están mis licencias? ¿Soy yo más que un pobre lego? No parece sino que soy algún vista de aduanas del Parnaso o algún señor inspector de policía literaria ¡Dios de bondad! Ni siquiera soy zarzuelista. ¿He estudiado por ventura más filosofía que la de Guevara, ni más humanidades que la retórica del maestro Granada y mi cachillo de Hermosilla, ni más gramática que la de Antonio Nebrija? ¡Lindo equipaje para un crítico! Otro sí, de sopista pasé a sacristán y de sacristán a... sacristán, puesto que hoy día de la fecha lo soy todavía de las Calatravas. ¡Lucida carrera para censor de ajenas literaturas! No es esto decir que la desprecie. Por bien empleada la doy, por excelente, por de mucha honra si al cielo me conduce; preciso es confesar, sin embargo, que no es la más a propósito para escupir en un corro con la gente de pluma, y menos para echarles sermones y apedrearles a argumentos. Además, señor Moratín, censurar a los literatos de la época actual ofrece dos inconvenientes, gravísimo el uno y muy atendible el otro: pues a lo divino, se peca contra la caridad; y a lo profano, se expone el más pintado a una paliza clásica que le estropee para toda su vida. Porque ha de saber V. que los autores fueron, son y serán siempre los mismos, es decir, costales de vanidad y adoradores fanáticos de sí propios. Perdóneme Dios si peco, pero lo cierto es que no tienen aguante. Si les mima V., si les adula, si les hace la corte, le miran a V. como a un esclavo uncido al carro de sus triunfos, como a un turiferario servil, como a un ilota sin importancia; si pone usted su divinidad en tela de juicio, si sólo dobla V. ante ellos una rodilla, si les regatea el incienso a que se juzgan acreedores, ¡pobre de V.! Le hunden a V. los sarcasmos, le apabullan a ultrajes, le apellidan bárbaro, imbécil, pedante, y sobre todo le cuelgan a V. el terrible calificativo, el sambenito degradante, el nombre de ¡envidioso!!

Si levanta V. bandera negra, si trata de probar al público el poco o ningún mérito del falso ídolo, si censura, aunque fundadamente, sus obras, entonces... entonces viene lo de la paliza. Ejemplo al canto. Dos meses y siete días hace que consultado por un autor, y no de los de punta, sobre una comedia de costumbres, suya, intitulada, por más señas, La ninfa y los tres trabucos, le puse algunos reparos llenos de buena fé y lealtad y no desnudos de razón: me miró de arriba abajo, se sonrió desdeñosamente, embuchó su manuscrito y se marchó sin despedirse.
Al día siguiente supe que entre sus correligionarios y admiradores me había adjetivado con la más inaudita crueldad. Como la carne es flaca y la soberbia tiene su trono en el centro del corazón humano, me incomodé como pecador que soy, y, topándole por casualidad una tarde, tuve el poco tino de afearle su proceder y de avinagrar con exceso las razones que anteriormente me indujeron a censurar su malhadada producción. Resultado: sesenta reales que me cuesta la cura del palo mayúsculo, con el cual por poco me destapa los sesos, a razón de cincuenta reales al médico por cinco visitas, y diez al boticario por friegas. ¿Qué tal? ¿Quid tibi videtur?... ¿Es esto aceptable? ¿Es decoroso? ¿Es literario?... ¿Y si le envían a V. un cartel de desafío, y si le pasan de claro en claro, y si le incendian de un pistoletazo? ¡Perdónales, Señor! Parce illis.

Volviendo a los dramaturgos, sepa usted que hay algunos, cosa rica. V. se chuparía los dedos saboreando sus bellas, pero por desgracia escasísimas producciones. De día en día van enmudeciendo. ¿Y por qué? preguntan todos. ¿Por qué, D. Leandro? Porque nunca se han oído cantar ruiseñores junto a un charco henchido de ranas vocingleras, porque nunca se ha visto a la púdica virgen tomar parte en los festines y algazaras de las mujeres de mal vivir. Sat est: intelligenti pauca.

¡Ah! Sr. Moratín de mis entrañas! Vea usted de resucitar y venirse por acá tan campante y frescote como fue V. en sus buenos tiempos, y afile bien antes la hoja de su vibrante espada, porque le prevengo que los pedantillos de la era presente son más difíciles de derrotar que Concha, Moncín, Trigueros, Comella, D. Bruno, Salanova, etc., etc., a quienes hizo V. gigote tan a su sabor, con aplauso de propios y extraños. Si no, pronto las diversiones españolas quedarán reducidas a la ópera nacional, vulgo zarzuela (¿sabe V. qué es zarzuela?... ¿no?... pues yo tampoco),
a los bailes de candil, con su correspondiente bronquis, a las ferias, a las funciones de toros (estas cátedras de moral de cada día más en boga) y a los atropellos de coches. ¡Si al menos el gobierno adoptase el pugilato de los herejes! ¡Si al menos fomentase las riñas de gallos, (en términos cultos se llaman círculos gallísticos)!... Por Dios, D. Leandro, resucite V. y, por lo que pueda tronar, tráigase V. unos cuantos millones de arrobas de sentido común (mens sana) y sobre todo de eso que usábamos antiguamente que, si mal no recuerdo, llevaba el nombre de vergüenza, pues acá tiempo hace que no gastamos estas cosas y, ¡si supiese V. cuánta falta nos hacen!...

Adiós, carísimo e inolvidable D. Leandro. Me repito su más seguro servidor y amigo Q. S. M. B. - Juan Mazorsa, sacristán. - Es copia.

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FERNÁN CABALLERO.

FERNÁN CABALLERO.

Fernán Caballero, Cecilia Böhl de Faber


Formular un juicio acabado de Fernán Caballero, y aquilatar definitivamente sus altas dotes literarias, no es cosa de fácil logro para quien, como nosotros, sólo puede contar con un criterio inseguro. Venturosamente, escritores nacionales de incontestable respetabilidad y bien asentada nombradía, unas veces con los encarecimientos del entusiasmo, otras con el sesudo lenguaje de una crítica razonada, han venido a confirmar la estimación y aplauso que el público ha dispensado siempre a las producciones del esclarecido novelista. Y, para que la celebridad de nuestro Fernán (Fernan en el original) reuniese todas las condiciones de legitimidad apetecibles, ese nombre modestamente sencillo, por un privilegio otorgado a muy pocas lumbreras de la literatura española contemporánea, ha traspuesto la valla de los Pirineos, y la Europa inteligente le rinde ya el homenaje de su admiración y simpatía. Las obras de Fernán se hallan traducidas en francés, en alemán y en bohemio, y periódicos extranjeros tan importantes como el diario inglés Chamber‘s llenan sus columnas con lisonjeras apreciaciones del hechicero narrador. El tan elegante como profundo Carlos de Mazade, a quien las letras patrias del siglo presente son deudoras de investigaciones llenas de atinada sagacidad; Antonio de Latour, erudito apasionado e incansable, literato ameno y variado como un artista, minucioso y paciente como un anticuario; y, por fin, el barón Fernando Wolf, sabio portentoso y benemérito patriarca de la crítica europea; jueces de tan notoria competencia, en fin, han hecho al autor de La Gaviota toda la justicia que debía esperarse de la alteza de su criterio y de la sinceridad de sus intenciones. (Ver la chaika de Chéjov)

No se ocultará, pues, al buen juicio del Sr. D. Luis María Samper que, para justipreciar el complicado mérito de un escritor que, como
Fernán Caballero, ha recibido la doble sanción del encomio popular y de la autoridad científica más encumbrada, no conviene proceder de ligero ni cavalièrement, como dicen nuestros vecinos de allende. En nuestro humilde sentir, de este defecto adolecen los párrafos críticos que ha dedicado el Sr. Samper al más eminente novelador de España. De otro modo, ¿cómo se concibe que una persona dotada del recto sentido literario que suponemos a dicho señor, haya calificado a Fernán Caballero de romancista mediocre, arrancándole la palma gloriosa de la novela nacional contemporánea de costumbres que propios y extraños le conceden?

Son tan vagas las razones en que funda el Sr. Samper su peregrina aserción, que no es socorrida tarea el refutarlas de una manera cabal y satisfactoria. Lo más natural, pues, en este caso es indicar las dotes de novelista superior que reúne Fernán Caballero.

Una de las cualidades que más resplandecen en sus novelas, es sin duda aquella condición esencialísima de toda producción del arte, y especialmente del género escogido por Fernán para dar a luz los tesoros de su alma, a saber: verdad.
En tanto la tienen los caracteres que ha pintado, en cuanto son, casi todos, retratos de personajes reales y verdaderos, embellecidos con aquella aureola ideal, animados por aquel soplo creador, que es uno de los atributos más indelebles del genio. Fernán, lo mismo que Cervantes, Goldsmith, Dickens, y Balzac cuando no metafisiquea, no ha necesitado para dar vida inmortal a los caracteres que ha delineado tan primorosamente, hacer esfuerzos colosales de imaginación ni extraordinarios tours de force; con aquel tacto exquisito que escoge los tipos sociales que merecen los honores del pincel, ha condensado y puesto de relieve los rasgos de las fisonomías morales que intentaba reproducir, con sobriedad de colorido, con fuerza, con briosa y gráfica energía. Y ¿qué diremos de la verdad maravillosa que brilla en las situaciones, ya sublimes, ya tiernas, ora sencillas, ora complicadas, y siempre lógicas y naturales, a que da lugar el juego variado de los caracteres pintados por Fernán?

Fácil y grato nos sería aglomerar ejemplos que patentizasen hasta qué punto posee el autor de La Gaviota y de Clemencia tan preciosas cualidades; pero nos lo impiden los angostos límites que hemos fijado a esta rectificación. Por otra parte, ya que el Sr. Samper el único ejemplo que ha citado en apoyo de su intento, ha sido La Gaviota, cuyo desenlace tacha de completamente ilógico, nos ceñiremos a esta originalísima novela, como prueba relevante de la verdad y lógica con que sabe trazar sus caracteres nuestro gran pintor de costumbres.

Marisalada es una organización eminentemente vulgar; dando a la palabra vulgaridad la acepción que le dan las naturalezas exquisitas y delicadas, esto es, una ruindad en el pensar y sentir, espontánea, vigorosa, incurable. Esencialmente refractaria a todo lo noble, poético y elevado, lejos de adquirir con sus hábitos de vida agreste y montaraz un sello de salvaje grandeza, lo único que adquiere es un carácter duro, voluntarioso y díscolo. Ama su casa como el pájaro su nido, porque le sirve de albergue, no por ser la morada de su padre, que la adora. Cuando el buen Stein, corazón de oro de ley, alma tierna, melancólica y suave como una melodía de Schubert, tomando la vulgaridad crónica de Marisalada por ingenua sencillez, se esfuerza en pintarle las puras fruiciones de un amor poéticamente honrado, las bruscas contestaciones de ella hacen el efecto de una salida de tono, de una rechinante inarmonía. Los dulces sonidos de la flauta con que Stein entretiene sus ocios, nunca hacen venir lágrimas a los ojos de La Gaviota, ni llenan su alma de sublime tristeza; tan sólo la sorprenden y hechizan, como a las serpientes de la Luisiana, causándole un placer confuso y maquinal. Luego que su portentosa voz y su gran talento musical llegan a trasformarla en una prima donna, los aplausos frenéticos del público entusiasmado y el fetichismo de sus adoradores no alcanzan a darle orgullo artístico; únicamente le dan un poco de plebeya vanidad. Tan indiferente al amor de cabeza del duque como al amor de corazón del desventurado Stein, sólo puede ser sensible al amor material de un torero. Como todas las mujeres de su estofa, ninguna belleza moral hace mella en el grosero corazón de Marisalada, que no sabe rendirse sin degradarse. Necesita una voluntad de bronce que la tiranice brutalmente, y una hermosura corpórea en todo el lujo de su vitalidad y energía. Estas circunstancias concurren en Pepe Vera.
Es lo que se llama en España un real mozo: robusto, bien plantado, hermoso y valiente, trata a sus queridas con el cariño, tan parecido al desprecio, de un sultán de calañés. He aquí el bello ideal de Marisalada. Por un castigo eminentemente justo, pues sigue de cerca a su alevosía conyugal, La Gaviota pierde el órgano maravilloso de su voz, y el enjambre de sus cortesanos y admiradores la abandona, como huyen los pájaros del árbol seco y caído. ¿Qué debiera haber hecho entonces la hija de Santaló en la opinión del Sr. Samper? ¿Clavarse un puñal en el pecho como una mujer apasionada, ella que tiene impresiones y no sentimientos? Prescindiendo de lo inmoral y manoseado de semejante recurso, el suicidio poquísimas veces da la explicación lógica de un carácter; no desata el nudo, lo rompe. ¿Debía entrar en una casa de corrección como una Dama de las Camelias sin camelias, que, cansada de dar la carne al diablo, da los huesos a Dios? Pero Marisalada, aunque pecadora, estaba muy lejos de merecer un encierro que sólo conviene a las mujeres de mundo arrepentidas. ¿Debía buscar la paz de su corazón en las dulzuras del misticismo y en las prácticas de una devoción triste pero consoladora, como la pobre Dolores? Considérese cuán antinatural hubiera sido que una alma hosca y fiera, que un corazón frío y seco, hubieran entrado suavemente en una vía de penitencia, de lágrimas, de oración, de espiritualismo. Marisalada podía como todo el mundo llegar a ser una buena cristiana, pero una devota, simpática y dulce, no grosera, no supersticiosa, nunca podía serlo sin echar a perder completamente todas las condiciones de su carácter especial. Pero Fernán Caballero con ese instinto admirable que le caracteriza, ha casado a su heroína con el barbero de Villamar, Ramón Pérez. De esta manera la hija de Santaló consigue lo único en que piensa una mujer de su calaña, cuando se halla en su caso: buscar quien la mantenga; pero al propio tiempo tiene a su lado un castigo sempiterno y providencial en Ramón Pérez, que la hiere sin cesar en sus recuerdos de lujo, en su vanidad, en su hermosura marchita y hasta en la susceptibilidad de sus instintos musicales, que han sobrevivido, como un sarcasmo, a la pérdida irreparable de su voz prodigiosa.

No nos detendremos en reseñar menudamente las demás dotes de novelista superior que concurren en Fernán Caballero.

Recuerde el Sr. Samper aquellas descripciones inimitables en las cuales la naturaleza habla y siente; aquellos diálogos ya profundos, ya airosos, llenos de chispa, de vivacidad de colorido; aquel estilo siempre original, siempre ingenioso; llano sin prosaísmo, elevado y elocuente sin pompa hueca, sin declamatoria exageración. Si tal vez la escasez de intriga ha hecho al Sr. Samper negar el mérito sobresaliente de Fernán como novelista, este crítico sabe mejor que nosotros que El Quijote, no pocas novelas de Fielding y Richardson, muchas de Walter Scott, I Promesi Sposi de Manzoni, casi todas las de Bulwer, Dickens y Jules Sandeau, y por lo general todas las que son estudios fisiológicos o históricos, carecen de acción, o, si la tienen, es sencilla, tenue, casi nula; y nadie niega a estos ilustres escritores el primer lugar en el género novelesco.

En cuanto a la intención general de las obras de Fernán Caballero, está muy lejos de ser hija de ningún espíritu de secta político-literaria como asegura el señor
D. Luis María. La intención bien clara de estas inmarcesibles producciones ha sido el reproducir exactamente y con escrupulosa fidelidad la verdadera fisonomía del pueblo español, antes de que el prurito nivelador del siglo la haga desaparecer por completo; así como un retratista se apresura a trasladar al lienzo las queridas facciones de un amigo, antes que la muerte las borre para siempre.

Creeríamos lastimar la dignidad de Fernán Caballero vindicándole de la manía neo-católica que le echa en cara el señor Samper. El catolicismo de Fernán, como inspirado directamente por el Evangelio y la Iglesia, no es nuevo (neo) ni viejo; es eterno, como hijo de aquél que dijo: Ego sum veritas. (yo soy la verdad)

Concluiremos refutando dos aserciones del Sr. Samper, igualmente injustas, aunque de menos importancia.
Las digresiones doctrinales de Fernán Caballero en sus novelas no pueden tildarse justamente de sermones, como se le antoja decirlo al Sr. Samper. Esta palabra aplicada en sentido indirecto, como lo hace dicho señor, no puede indicar más que inoportunidad o pesadez. Las digresiones doctrinales de nuestro autor no son inoportunas, porque unas veces sirven de clave para explicar ciertos caracteres, como en los preciosísimos consejos que da el Abad a Clemencia (en la novela de este nombre), granos de divina semilla que, fructificando en el corazón de esta joven encantadora, llegan a hacerla un modelo acabado de alta discreción, poética sabiduría y nunca desmentida delicadeza de sentimientos; otras son desahogos naturalísimos y lógicos del autor, autorizados por todos los novelistas conocidos, y especialmente por el gran padre de la novela moderna, Cervantes.
No son pesados, ni por su extensión, pues casi todos son excesivamente cortos, ni por su vulgaridad, puesto que son de una originalidad marcadísima, y en ellos habla más un sentimiento ilustrado y puro que una fría, tiesa y encopetada razón.

Respecto al exagerado antiextranjerismo de que el Sr. Samper acusa de paso a Fernán Caballero, a propósito de La Gaviota (en donde precisamente el autor personifica, ridiculizándolo, el españolismo exagerado en el general Santa María), sólo advertiremos a dicho señor una cosa muy sencilla, pero concluyente. Fernán Caballero, según tenemos entendido, ha tenido ocasión de tratar a muchos extranjeros, y ha viajado lo bastante para conocer las extravagancias y preocupaciones de las demás naciones y sus buenas dotes. He aquí por qué en sus novelas ha puesto en ridículo aquellas, respetando siempre estas (*).
Además, si alguna vez hubiese hecho un poco fuertes las tintas de sus figuras cómicas del extranjero, muy natural es perdonarlo en la pluma más, verdaderamente española de la literatura nacional.

(*) Un crítico extranjero, más justo que el señor Samper, el concienzudo Latour, dice, a propósito de esto: «Fernán Caballero quiere apasionadamente a España, y la prefiere a todos los países del mundo; pero la pinta bastante bella, para no tener necesidad de realzarla calumniando a los demás; y, si en sus obras introduce franceses o ingleses, sus retratos, alguna vez poco favorecidos, muy raras veces son caricaturas.- N. del A.

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