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martes, 21 de septiembre de 2021

RAIMUNDO LULIO, II.

II.

Expuestos y bosquejados en resumen los hechos principales de la vida de Raimundo Lulio, séanos lícito, antes de entrar en el examen de sus obras poéticas, pagar el tributo de admiración que es debido a sus virtudes, y que se merece la utilidad que el mundo ha reportado de su celo, de su laboriosidad у de su ciencia: tributo que es de tanta más justicia, cuanto ha sido tenaz la insistencia con que se atacara su doctrina por sistemáticos y violentos adversarios, y con que se ha herido su grande reputación por enconados detractores. Así como la fama de sus virtudes vuela más alta que el espíritu depresor de irascibles enemigos; las saludables máximas, los elevados preceptos de la moral más pura, y el sentimiento evangélico más acendrado que a raudales brotan de sus numerosas obras, le ponen a cubierto de los tiros que la maledicencia y la pasión de escuela, bañados no pocas veces en el veneno de la calumnia, han querido dirigirle.
No acudiremos para vindicar a Lulio de las diatribas de sus perseguidores a los elocuentes testimonios de sus coetáneos, a la deferencia con que le trataron no pocos príncipes, al respecto que infundió a los sabios, y a la veneración que inspiró a los pueblos, sino al trasunto de su corazón que donde quiera encontramos en las páginas de sus inmortales libros, al reflejo de aquella alma grande que llevaba por compañeras a la fé para creer en sus artículos y vencer a las tentaciones y a la ignorancia; a la esperanza para confiar en la fuerza y ayuda del Omnipotente; a la caridad para poderlo todo y todo vencerlo; a la justicia para verse obligado a dirigirse siempre a Dios; a la prudencia para conocer y menospreciar al mundo caduco y engañoso y anhelar la bienaventuranza eterna; a la fortaleza para dar aliento al corazón en sus penalidades y trabajos, y a la templanza para hacerla señora de su apetito (1). (1) Blanquerna, libro 1.° capítulo 8.

En efecto, la fé resplandeció viva e incontrastable en el espíritu de Raimundo; ella estuvo a prueba no sólo de las riquezas, de los honores y de todas las seducciones del mundo que en más de una ocasión le ofrecieron por precio vil de su apostasía, sino de los más crudos tormentos y afrentas con que fue perseguida su invencible firmeza. A la exaltación de la fé católica hizo el sacrificio de su vida entera; por ella abandonó los bienes de la fortuna que le era próspera, hizo las peregrinaciones más dilatadas y penosas, pasó largas horas en profunda meditación, hizo correr su pluma con una actividad inaudita y se expuso a toda clase de derisiones y desengaños; por ella combatió sin descanso el cisma, las herejías, y todas las sectas enemigas del nombre cristiano, ya con la elocuencia de sus palabras, ya con la magia de su pluma, ofreciendo siempre el más palpitante ejemplo de abnegación y heroísmo; por ella en fin derramó su sangre y padeció martirio. Y ciertamente que abrasado en la fé había de estar quien la consideraba como principio de la sabiduría y como escala por donde sube el entendimiento a penetrar los secretos de Dios (1 : Libro del amigo y del amado, vers. 297.); quien con tanta elevación la comprendiera en los místicos vuelos de su alma al, exclamar: - "Entró el amigo en un prado ameno en donde una multitud de donceles hollando las flores del suelo, corrían en pos de un enjambre de mariposas; y observó que cuanta era su porfía en cogerlas a tanta mayor altura volaban. Esto hizo pensar al amigo que así les acontece a los atrevidos que con sutilezas creen haber comprendido a su amado, sin ver que este abre las puertas a los sencillos de corazón y las cierra a los presumptuosos, y que la fé es quien le hace visible en sus secretos por la ventana del amor (2 : Idem, vers. 70.).”

La esperanza de Raimundo no tenía límites, ni bastaron para agostarla todos los contratiempos que en varias ocasiones se conjuraron contra sus heroicos intentos. Las persecuciones bárbaras de los infieles, los desprecios y las burlas de los cortesanos, los peligros y las enfermedades que experimentó en sus viajes, en vez de infundirle pavura y desaliento, no hacían más que fortalecer su corazón, y aumentar los tesoros de su confianza en el poder supremo. Así no nos maravilla oírle exclamar, que en Dios había misericordia y justicia, y que por esto quiso hospedarse entre el temor y la esperanza, porque la misericordia le obligaba a esperar y la justicia a temer; que la misericordia y la esperanza multiplicaban el perdón en la voluntad de Dios; que el amor le enseñaba a tener paciencia y que la sencillez de corazón es la que encomienda confiadamente a Dios todos los hechos. (3). (3) Idem. Vers. 98, 205, 335.
Y en otro, lugar al preguntarse: - "Dime, hombre perdido por amor, ¿Tienes dinero? ¿Tienes villas, castillos, ciudades, reinos, honores y dignidades?" su esperanza le hacía responder: - “Tengo a mi amado; tengo en él mi amor, mis pensamientos y mis deseos, por él lloro, sufro y padezco, y todo esto vale más que poseer reinos e imperios (1)."
(1) Libro del amigo y del amado, vers. 178.

La caridad, esa virtud sublime exclusivamente hija del cristianismo, resplandeció en grado heroico en el alma de Raimundo, y fue el móvil principal de todos sus actos y sus pensamientos. Ella le hacía llorar amargamente la muerte de los que mueren en el error, en la ignorancia y en la culpa, y le daba aquella invencible y enérgica resolución que arrostraba todos los peligros y triunfaba de todos los obstáculos. Abrasado en su llama repartía su fortuna entre los pobres, esquivaba en sus peregrinaciones la morada de los poderosos para tomar asiento entre la indigencia y en los hospitales, y consagraba su existencia a los más asiduos trabajos para enderezar los pasos de los extraviados, guiar a los ignorantes, abrir los ojos del alma a los que vivían ciegos a la luz de la verdad, o pedir el perdón de Dios para los obstinados en sus errores. Su vida no fue más que un continuo suspiro por el amor de los hombres, así como sus libros son en el fondo un ferviente tributo pagado a la más eminente de las virtudes cristianas.
El amor divino encendió su corazón en santa llama elevando su espíritu a la mansión serena de los más dulces transportes. Desde la altura en que su alma se cernía, contemplaba el mundo, y veía en él un espejo en donde se reflejan la majestad y la grandeza de Dios, ante cuyos resplandores, dice, aparecen manchas en el sol (2).
(2) Idem, vers. 307 y 273.
En la profundidad de los mares veía la del amor del amado; en la blancura de los lirios su pureza, y en el mayor encanto de las rosas entre las demás flores su hermosura sobre todo lo que existe; en las virtudes de las criaturas los más altos misterios de su divinidad y las perfecciones de su ser; y en el canto armonioso de las aves el dulcísimo idioma de su amor (1). En la soledad hallaba la compañía de Dios, y en el bullicio del mundo la soledad; y poseído de místico ardor parecíanle lecho de rosas las espinas en que caía por las sendas que andaba pensando en su amado (2). Con señas de temor, pensamientos, lágrimas y llanto correspondía al amor de su amado y le refería las angustias de su corazón; y al preguntarle qué haría sin su amor, contestaba que le amaría para no morir puesto que el desamor es muerte y el amor es vida (3).
Decía que la bienaventuranza era una tribulación padecida por amor; que los suspiros y las lágrimas son mensajeros entre el amigo y el amado, para que en los dos haya consuelo y compañía, amistad y benevolencia; que el amor ilumina el nublado interpuesto entre ambos y hace al amigo resplandeciente como la luna en la noche, como la estrella en la alborada, como el sol en el día, como el entendimiento en la voluntad (4).
Tenía por las tinieblas mayores la ausencia de su amado; manifestaba que como no podía ignorarle no le era posible tenerle en olvido; que acordándose de él olvidaba todas las cosas; que crió Dios la noche para que en sus noblezas se pensara; y que si vestía tosco sayal, su alma iba adornada de agradables pensamientos (5). Si queréis fuego, añadía con dulzura, venid a mi corazón y encended en él vuestras lámparas; si queréis agua venid a las fuentes de mis ojos, que en lágrimas se deshacen; si queréis pensamientos de amor venid a tomarlos de mis recuerdos (6).

(1) Libro del amigo y del amado, vers. 311, 266, 315 y 26.
(2) Idem, vers. 55 y 33.
(3) Idem, vers. 47 y 62.
(4) idem, vers. 65, 105 y 123.
(5) Idem, vers. 134, 131, 137, 149 y 151.
(6) Idem, vers. 174.

Regaba el huerto del amor con cinco ríos y con ello le hacía fertilísimo, y plantaba en él un árbol cuyo fruto sanaba todas las enfermedades; morir quería para los deleites de este mundo y los pensamientos de los malditos que ultrajan a Dios, de cuyos pensamientos nada quería puesto que no estaba en ellos el amado; aprendía del amor a tener paciencia, de la misericordia a esperar, de la justicia a temer, y a creer de la fé y todas estas virtudes le enseñaban a amar; tenía vendido su deseo a su amado por una moneda cuyo valor bastara para comprar el mundo entero; bebía amor en la fuente de su amado у embriagaba de amor y lavábase en ella las manchas de la culpa; llamaba a Dios luz irradiante en todas las cosas, como el sol en todo el mundo, que retirando su resplandor lo deja todo en las tinieblas; y explicaba el amor diciendo que es muerte de quien vive y vida de quien muere, alegría en la vida y en la muerte tristura, deleite y consuelo en la patria y melancolía en la peregrinación, ausencia suspirada y presencia alegre y sin fin, dulzura amarga y amargura dulce; y que sus lágrimas eran testimonio de que aún para él no había amanecido el día, sino que guiado por el amor caminaba hacia su celeste patria en donde no puede haber noche (1). Respondiendo al llamamiento de Dios, dice con toda la efusión de su ternura - "¿Qué es lo que te place, amado mío, ojo de mis ojos, pensamiento de mis pensamientos, cumplimiento de mis perfecciones, amor de mis amores, y más aún principio de mis principios? Por tu virtud soy, y por tu virtud vengo a tu virtud de donde tomo la virtud (2)."
(1) Libro del amigo y del amado, vers 239, 259, 285, 287, 291, 313, 380 y 331.
(2) Idem, vers, 304 y 305
Agotando por último las palabras para expresar el amoroso incendio que devoraba su corazón, decía:- "Mi amante me ha robado la voluntad; yo le he dado mi entendimiento y sólo me queda la memoria para acordarme de él" y contestándose a las preguntas que

a sí mismo se dirigía, exclamaba:- "¿De quién eres? Del amor. ¿Quién te ha engendrado? El amor. ¿Dónde naciste? En el país de amor. ¿Quién te crió? El amor. ¿De qué vives? De amor. ¿Cómo te llamas? Amor. ¿De dónde vienes? De amor.
¿A dónde vas? Hacia el amor. ¿En dónde habitas? Donde está el amor, y todas mis riquezas las poseo en el amor (1)."

Ofreció también al mundo nuestro heroico mártir el más sublime ejemplo de humildad; y de ella son otros tantos testimonios su poesía titulada Canto de Raimundo, el poema el Desconsuelo, muchos pasajes de los diálogos del Amigo y del Amado, el libro Phantasticus que ya en otro lugar llevamos citado, el de Contemplación que es también el de sus confesiones y otros muchos. No reparando en hacer públicos sus juveniles desvíos dice haber merecido por ellos la ira de Dios (2); confiesa la vanidad que en otro tiempo le ensoberbeciera, el mal que hizo, las culpas que cometió (3) y los desprecios con que sus proyectos más tarde se recibieron (4). Recordando con dolor los años en que había llevado una vida disipada y licenciosa, no reparaba en llamarse hombre mundano, y amigo de la liviandad (5); en considerar el poco fruto que había alcanzado de sus penosos trabajos, como castigo de las ofensas que en la disipación había hecho a Dios (6), ni en exclamar que no había hombre en quien cupiese mayor falsedad y vileza; que se admiraba de que en tan reducido cuerpo se encerrase tanto mal (7); que eran sin número las horas en que se rebelara contra Dios y se alejara de su servicio (8), e infinitas las injurias hechas a sus amigos (9); aseguraba que había sido el más grande pecador de su pueblo (10),

(1) Libro del amigo y del amado, vers 54, 98 y 202. (2) Canto de Raimundo, estrofa 1.a
(3) Desconsuelo, estrofa 2.a (4) Idem, estrofa 16. (5) Phantasticus, prólogo. (6) Idem.
(7) Libro de Contemplación cap. 5. (8) Idem cap. 22. (9) Idem, cap. 23. (¡O) Idem, cap. 17.


nadando en el mar de la falsedad y la culpa como la rana en el agua (1); que su cuerpo, infecto por la inmundicia de las malas acciones (2), había encerrado un alma enferma y llena de pecados (3); que fue tan grande la maldad en que la soberbia le tenía postrado, como lo era el tesoro de la humildad y misericordia de Dios; que a tanto exceso había llegado su desvío que aun las cosas más imposibles las acometiera y las tenía por fáciles (4); y dirigiéndose a Dios exclama: - "Grande esperanza pueden tener los humildes que

sienten en sí el fuego de la caridad y de la justicia, porque si hasta a mí descendiste humildemente, Señor, que soy el más pecador y miserable de los mortales, otorgándome las gracias que te pedí ¿quién ha de desconfiar de tu misericordia? (5)."

Persuadido de sus flaquezas, decía que le era imposible vencer en la lucha que por honra de Dios emprendiera, a no ayudarle el amado y a no haberle enseñado sus noblezas y significado su voluntad (6); y por último añadía:- "Si ves a un amante cubierto de galas, honrado por vanidad y obeso por comer, beber у dormir, no encontrarás en él sino la condenación y los tormentos (7)."

Tanto como habían sido deplorables los mundanales extravíos a que entregó Raimundo los más bellos días de su juventud, fueron ásperas las penitencias y las mortificaciones que después se impuso y amargas las lágrimas de arrepentimiento que lloraron sus ojos. Gimiendo pedía a Dios sin consuelo que le diese fuerzas para sostener en el mundo una penitencia que fuese proporcionada a sus grandes agravios, que de tantos modos debía hacerla cuantos fueron los en que había delinquido (8).

(1) Libro de Contemplación, cap. 68. - (2) Idem, cap. 126. - (3) Idem, cap. 132. -
(4) Idem, cap. 142. - (5) Idem, cap. 92. - (6) Libro del amigo y del amado, vers. 140.
- (7) Idem, vers. 145. - (8) Libro de Contemplación, cap. 86.

Rogábale que ya que por sus culpas había convertido en criatura despreciable su humana naturaleza, le redujese a tal estado que por las obras pudiese alcanzar otra vez a ser tan noble como lo había sido por la creación (1): porque sin su auxilio y sin su amor temía perecer en el mar de sus culpas, como la nave combatida por la fuerza de las olas y la tempestad (2); con lágrimas en sus ojos le adoraba, le alababa y le bendecía, confiando en el auxilio con que conforta a los pecadores al emprender el camino de la penitencia (3); y pedíale que, así como armaba con la espada el brazo del caballero para defenderse de los enemigos, diera virtud y fuerza a su alma para defenderse de los suyos que sin cesar pugnaban para que le fuese infiel y desobediente (4). Decía que las sendas por donde se quiere encontrar a Dios son largas y peligrosas, llenas de consideraciones, lágrimas y suspiros: que para honrarle es necesario menospreciar el cuerpo y las riquezas, dejar las delicias del mundo y arrostrar la derision de las gentes: que le tenía sin consuelo la pérdida del tiempo pasado, porque era irreparable: que las vestiduras de su cuerpo eran de llanto y penalidades: que se entregaba a la soledad y agolpábanse pensamientos en su imaginación, lágrimas en sus ojos, y en su cuerpo aflicciones y ayunos: que volviendo a la compañía de las gentes, desamparábanle pensamientos, lloros y penas, quedando solo entre la muchedumbre: y que en el amante con pobres vestidos, desdeñado de los demás, pálido y macilento por los ayunos y vigilias, se ve la bendición y la bienaventuranza eterna (5). Tanto le consolaba la mortificación que llamábala fragancia de flores suaves; a lo cual añadía, que en los trabajos se encuentra la vida, la muerte en los placeres y en el martirio la gloria; y ensalzando los frutos de la mortificación, exclama: - Sembraba el amado en el corazón del amigo deseos, suspiros, virtudes y amores, y regábalos este con lágrimas: sembraba el amado en el cuerpo del amigo trabajos, tribulaciones y enfermedades, y el amigo sanaba con esperanza, devoción, paciencia y consuelo" (6).

(1) Libro de Contemplación, cap. 30. - (2) Idem, cap. 35. - (3) Idem, cap. 86. - (4) Idem, cap. 112. - (5) Libro del amigo y del amado, vers. 2, 11, 148, 151, 235, y 145. -
(6) Idem, vers. 58, 197, 4 y 96.

Raimundo vivió también completamente desprendido de lo terreno. Sin más norte que la voluntad divina, se mostraba indiferente a los caprichos de la suerte. Considerándose como peregrino en el mundo, no se dolía de los males que la adversidad hacinaba sobre su cabeza; no le tentó nunca la ambición de las humanas riquezas, ni suspiró jamás para que le fuese próspera la fortuna: antes al contrario, renunciando al bienestar y al sosiego que se le ofrecían, quiso ser necesitado y pobre, y consintió en pasar por todas las penurias de la indigencia, ya mendigando hospitalidad en sus largas peregrinaciones, ya arrostrando todas las privaciones y peligros imaginables. Así es que adquirió aquella resignación perseverante que le hacía exclamar, que entre los trabajos y los placeres que Dios le daba no conocía diferencia; que las penas y los goces se unían en él para ser una cosa misma en su voluntad; que no tenía otro albedrío que el de obedecer a su Criador, y que no teniendo poder en su voluntad no podía ser impaciente (1). A esto añadía que de la paciencia nace la paz, que no tenía por pobre, sino aquel que lo era de virtudes; y que las riquezas no consistían sino en las buenas costumbres y en la caridad (2).
Y considerándose rico en la posesión del afecto de Dios, decía que no anhelaba otra fortuna que los trabajos que por su amado padeciera, ni otro descanso que el desfallecimiento que su amor le ocasionaba; que su médico era la confianza que en Dios tenía puesta, y su maestro las significaciones que las criaturas le daban de su amado: y por último, exclamaba: - "Vestido estoy de vil sayal; mas el amor viste mi corazón de plácidos pensamientos (3)."

(1) Libro del amigo y del amado, vers. 7, 197, 221 y 222. - (2) Libro de los mil proverbios (provorbios), cap. 31, 50, 49 y 18. - (3) Libro del amigo y del amado, versículos 57 y 151.

De la oración a que por tan largas horas Raimundo se entregaba, decía que era nuncio veloz, diligente, sabio y fuerte entre Dios y el hombre; que quien ora está con Dios y Dios con él; que es la senda perdurable de la beatitud; que ella da al hombre sabiduría y fortaleza, amor y alegría, consuelo y resignación, diligencia y sobriedad, devoción y riqueza, contrición y castidad y todas las virtudes juntas, al paso que aleja del alma todos los vicios (1). La consideraba como el puerto de la salud y como la alegría de los tristes, añadiendo que ella es quien ahuyenta la muerte, inspira amor a los que amar no saben, lava y purifica las manchas del pecado y hace al hombre desprendido, elocuente, audaz y fuerte contra sus mortales enemigos; exalta la memoria, el entendimiento y la voluntad; impulsa al agradecimiento y a honrar y bendecir a Dios, amarle y servirle; proporciona la paz y la quietud, y da ánimo para emprender el bien y diligencia para evitar el mal; despierta el amor hacia los pobres, y es en fin la raíz, origen y ocasión de todos los bienes y perfecciones (2). Asegura que la oración tiene más poder que el infierno junto; que vale más que todos los bienes y las riquezas del orbe; y que es el consuelo más dulce del pecador (3). Y por último, dando a comprender hasta donde se elevaba su espíritu en la contemplación, exclama: - "La luz del aposento del amado vino a iluminar la estancia del amigo, alejando de ella las tinieblas y llenándola de placeres, deliquios y pensamientos de amor: y el amigo echó fuera de la estancia todas las cosas para que en ella descansase su amado (4)".
(1) Libro de Contemplación, cap. 360. - (2) Idem, idem. - (3) Libro de los mil proverbios, cap. 30. - (4) Libro del amigo y del amado. vers. 101.

En los escarnios y vilipendios de que su celo infatigable le hacía blanco, y en las bárbaras persecuciones de que muchas veces era víctima, daba muestras de la más bondadosa y pacífica tolerancia, hasta el punto de cantar con suavísimo plectro en medio de sus penalidades y trabajos: - "Los poderosos, los medianos y los pequeños se complacen en escarnecerme, y el amor, las lágrimas y los suspiros hacen languidecer mi corazón; mas al recordar el alma mía sus firmes propósitos, siente gozosa acrecer en sí su celo, su inteligencia y su voluntad, lo cual le hace siempre gozar en el santo servicio de Dios (1)." ¿Y cómo no había de estar adornado de esta tolerante suavidad quien amaba a su enemigo por la sola circunstancia de ser hechura del Todo-poderoso (2)?

La verdad fue siempre la estrella que le guió en sus hechos, y para que ella se propagara por todos los ámbitos del mundo, hizo el sacrificio de su bienestar y de su vida. Profesándole un culto constante, decía que ella no muere nunca; que quien la vende, vende a Dios; que constituye el mayor y más precioso tesoro; y que el Eterno ayuda a quien la defiende (3). De la conciencia, decía que punza el alma como la espina en el pie: de la devoción, que da llanto a los ojos y alegría al corazón; que si debilita el cuerpo, robustece el alma, que es la mayor enemiga de la culpa y el mejor amigo que es dable encontrar (4); y de la piedad que eleva en sí misma el amor y convierte el llanto en un raudal de dulzura (5). Decía que el consuelo no es nunca pobre, que no sabe amar quien no se consuela, y que no hay para que estar inconsolable como no sea por la pérdida de Dios (6). De la obediencia aseguraba que es compradora de voluntad: de la perseverancia que es camino que conduce a lo que se desea; y de la cortesía que os signo de amables pensamientos (7).

(1) Véase la oda inserta en el capítulo último del libro Blanquerna. - (2) Libro de los mil proverbios, cap. 12. - (3) Idem, cap. 19. - (4) Idem, cap. 29. - (5) Doctrina pueril, cap. 36. - (6) Idem, cap. 32. - (7) Idem, cap. 33, 36 y 37.

Inducía a su hijo con su elocuente ejemplo y su persuasiva palabra a ser limosnero para que se acostumbrase a esperar en Dios, a ser laborioso para alcanzar el bien inestimable de la salud, a ser obediente para no ser orgulloso, y a que hablase y tratase siempre con los ánimos nobles para adquirir audacia de noble corazón: y con toda la ternura de un padre añadía: - “Ten firmeza de ánimo, hijo mío, para que no hayas de arrepentirte; ten mesura en tus manos para que no seas pobre; escucha para oír, pregunta para saber, da para que después encuentres, cumple tus promesas para ser leal, mortifica tu voluntad para que no llegues a ser sospechoso, acuérdate de la muerte para que no te entregues a la codicia, ten siempre la verdad en tus labios para que no seas impúdico, ama la castidad para que tu alma sea cándida, sé temeroso para no perder la paz, y ten ardimiento para que no te prendan (1)."

Tanto como eran hermosos y vivos los colores con que Raimundo sabía pintar las virtudes y hacer agradables los sentimientos elevados y piadosos, eran terribles los rasgos con que anatematizaba los vicios y delineaba el abismo de la culpa y el mar revuelto de los desvíos humanos. Atacando la vida de los sentidos, exclamaba: - "Aspiró el amigo las flores y se acordó del hedor del rico avariento, del viejo concupiscente y del soberbio desagradecido: probó manjares dulces y encontró en ellos la amargura de los bienes temporales y la de la entrada y salida de este mundo: se entregó a los goces terrenos y apercibióse de lo fugaz de la existencia y del breve tránsito de la criatura sobre la tierra, y vino a su pensamiento el castigo eterno que ocasionan los materiales deleites; y de aquí el desprecio con que el amigo miraba todo goce sensual y mundano (2). Y mirando por último las cosas terrenas como medios, no de dar satisfacción y placer a sus sentidos, sino de elevar más su pensamiento hacia el Dios que las criara, cantaba en otro pasaje:
- “Preguntaron al amigo: ¿qué es el mundo? y respondía: Es un gran libro para los que en él saben leer. Preguntáronle si en él se encontraba al amado, y dijo que de igual manera que se encuentra el escritor en el libro. Y añadieron. ¿En quién está el libro? En el amado, respondió el amigo, porque en él se contienen todas las cosas, y así es que el mundo está en el amado y no el amado en el mundo (3)".
(1) Doctrina pueril, cap. 93. - (2) Libro del amigo y del amado, vers. 328. - (3) Idem, vers. 307.

Hubiéramos de ser más difusos de lo que conviene a nuestro propósito, si cuando los actos mismos de la agitada al par que laboriosa vida de Raimundo no nos demostrasen el sublime temple de aquella alma verdaderamente extraordinaria, nos hubiésemos de detener en delinearla al trasluz con los rasgos mismos que dejó esparcidos en tantos y tan variados volúmenes. Arraigada profundamente en el iluminado doctor la verdad santa del dogma cristiano, y teniendo siempre a Dios por centro de todas sus aspiraciones, a la honra y servicio de este y a la mayor exaltación de aquella consagraba sus facultades todas, conquistando por una parte con el poderío de su inteligencia los corazones a quienes no bastaba el heroico ejemplo que sus hechos ofrecían, y dando por otra a su siglo el doble espectáculo de la más alta y sublimada virtud y de la más inconmensurable sabiduría. Así, cuando consideramos en Raimundo Lulio al hombre y al sabio, no sabemos si debe sorprendernos más el conjunto de los hechos de su vida heroica y de continuada abnegación y sacrificio, o el parto prodigioso de su vastísima inteligencia.

Si correspondiesen nuestras fuerzas al entusiasmo y admiración que el genio del gran Lulio nos produce, hubiéramos ensayado dar siquiera una idea aunque breve de la ciencia de tan célebre como quizás mal juzgado maestro; mas el círculo inmenso que abarcó su saber, y el tacto, detenimiento y profundísima comprensión que para ello se requiere, cuando no fuese el fin concreto y limitado que nos hemos propuesto, nos harían desistir de semejante empresa; si bien juzgamos harto necesaria ya una razonada y digna vindicación de los inmerecidos ataques de que ha sido objeto la doctrina del insigne mártir, unida a una sencilla y fundada exposición de lo que acaso tenga de apasionado y fanático el encomio que sus apologistas han hecho hasta de los defectos de que su sistema adolece. Quizás de un concienzudo análisis de las extensas obras de Raimundo, vendríamos a deducir que ni uno ni otro bando ha juzgado sin pasión, y que si por una parte llegara el encono hasta el extremo de suponer a Lulio autor de proposiciones heréticas y absurdas, y de permitirse adulterar y tergiversar los originales textos que se buscaban como comprobantes de sus asertos, se ha pecado por la otra por el lado opuesto de considerarle como infalible en sus opiniones. Pero en honor de la verdad sea dicho, en los encomiadores y apologistas de Lulio generalmente hemos observado un indisputable conocimiento del sistema sobre que discuten, al paso que no pocas veces en las diatribas de sus adversarios, vemos inexactitudes e inconsecuencias de tanto bulto, que más presuponen el espíritu de secta o de escuela, que un estudio profundo de los escritos del maestro cuyo mérito tratan de anular.

Pocos autores ha habido quizás en el mundo con más ligereza y encarnizamiento censurados. A veces la lectura de uno solo de los compendios del esclarecido doctor, ha sido suficiente para que críticos, que en otras ocasiones dieran pruebas de sensatez y excelente juicio, se hayan creído autorizados para fulminar el anatema sobre la generalidad del arte de Raimundo; cuando los varones más doctos en la ciencia luliana aseguran y con mucha razón, que no es posible formarse una idea exacta y cabal de semejante sistema, sin el estudio detenido de las extensas obras de su autor que vienen a formar como su gran comentario; y menos todavía sin un conocimiento perfecto del particular lenguaje que creó y adoptó para desenvolverle. Así pues, muy frecuentemente, en los pasajes de difícil comprensión o de harta sutileza, han preferido sus adversarios ver más bien embrollados dislates que entretenerse en desentrañar o sondear el hondo pensamiento del filósofo, al mismo tiempo que sus admiradores se han valido de su misma oscuridad para dar a sus ideas más visos de profunda. De todos modos, ni los primeros habían de haber olvidado en sus apreciaciones, que nunca el hombre, por muy elevado que sea su entendimiento, deja de pagar un tributo al carácter, circunstancias y preocupaciones de su siglo, ni los segundos de que no hay sistema humano que no esté sujeto a errores crasos que una generación más adelantada llegue después a conocer y señalar.

Lulio apareció en el mundo literario en la época de los mayores delirios de la escolástica; época en que la argumentación dialéctica y las aristotélicas sutilezas estaban entronizadas en todas las clases, y en que triunfaban hasta de la misma verdad la sofistería lógica y las cabilaciones de la metafísica; época en fin en que, según expresión de Condillac, las escuelas no eran sino torneos, en los que la gloria estaba en el disputar y vencer a trueque de ensalzar el error. En medio de esta baraúnda de la ciencia, y satisfaciendo su ardiente sed de saber en el abundante manantial de los autores arábigos que le apasionaron a sus misteriosas combinaciones y a la cábala, amén de la astrología y de la química, y que le condujeron también a toda la sutileza del escolasticismo, nada tiene de extraño que su entendimiento, aunque de suyo claro y penetrante, se inficionase con los defectos de su época, y que en el afán de hacerse invencible en la argumentación o en la polémica, su vigorosa y rica imaginación buscase y concibiese aquel instrumento universal de la ciencia, que si no en todos los casos podía dar satisfactoria solución a las cuestiones que se propusiesen, coordinaba al menos, robustecía y facilitaba las diferentes operaciones de la inteligencia, y subministraba palabras y conceptos para discurrir sobre ellas sin salir del rigorismo de la lógica que era a la sazón el arte supremo.

No seremos nosotros empero quienes nos convirtamos en ciegos apologistas del arte de Raimundo, ni en obcecados detractores de su admirable disposición. Creemos un delirio reducir el entendimiento humano a semejante mecanismo, pero no nos cabe duda de que, con ayuda de su invención brotaron de la mente de Raimundo principios fecundos en resultados, ideas grandes y luminosas, que si bien no han sido estudiadas como merecen, no han podido menos de llamar la atención de grandes pensadores (1): y vivimos en la persuasión de que si se procediera al estudio analítico de los escritos del insigne mártir, prescindiéndose de la forma y del espíritu escolástico que reina en muchos de ellos, y dejándose a un lado los errores científicos y las varias creencias y preocupaciones propias de la época, no se vacilara en conceder a Raimundo Lulio uno de los primeros puestos entre los hombres que más han influido en la marcha progresiva de la humanidad.

(1) Entre los filósofos y sabios modernos que han estudiado con muchísimo aprecio y veneración varios tratados de Lulio, merecen especial mención Leibnitz, Boherave, Hoffman y algunos otros.

Sin embargo, no se negará que alzándose en atrevido vuelo a una altura que nadie antes que él había osado trepar, fiado únicamente en sus propias y gigantescas fuerzas, y abarcando la ciencia, no por partes, sino formando un todo indivisible, puso, para admiración de los siglos posteriores, los vastos cimientos de una enciclopedia; y que cultivando a fondo todos los ramos de la inteligencia humana, dejó consignados sobre cada uno de ellos descubrimientos importantísimos, máximas imperecederas o ideas generales, cuyo sello de grandeza envidiaran sin duda hasta los primeros sabios de nuestros tiempos.
La teología o sea la verdad absoluta, era la cima a que le conducían de grada en grada, como al Dante, todas las demás ciencias; y en tan inmenso campo admira verle recorrer con firme y seguro paso y con su extraordinaria fuerza de pensamiento, los incomprensibles misterios de nuestro dogma, hasta el de la Concepción inmaculada de la Virgen María, cuya reciente declaración ha venido a ser un triunfo póstumo para tan consumado teólogo. Y la copia de luz con que discurre en largos tratados sobre los artículos de la fé católica, y las célebres disputas con los averroístas, con los judíos, con los sarracenos y con todos los cismáticos y herejes de su tiempo, demuestran el caudal de ciencia teológica que atesoraba, cuan a fondo comprendía su entendimiento el espíritu de cada secta en particular, y cuan adiestrado había de estar en la polémica para sacar incólume y triunfante el catolicismo de la contundente argumentación de sus adversarios (1). (1) Es inmenso el número de obras teológicas que nos ha dejado Lulio, pues además de las que van enumeradas en la relación biográfica que hemos trazado, hay muchísimas otras que, por no constarnos la época en que el autor las escribió, no las comprendemos en la expresada relación. El curioso que desee enterarse del largo catálogo que forman las obras de Lulio, podra verlo en la Biblioteca antigua de D. Nicolás Antonio y en la edición que de varios tratados de Raimundo, publicó en Valencia en el año 1515 Alfonso de Proaza y dedicó al cardenal Ximenez de Cisneros.

Como escritor místico se elevó Raimundo a una altura que pocos han podido alcanzar. Dotado de un alma superlativamente contemplativa y dada al ascetismo, no podía mirar y discurrir sobre el orden majestuoso del universo o sobre las maravillas del mundo, sin abismarse con íntimo y poético trasporte en la más profunda y devota meditación: así es, que hasta en sus obras científicas no pocas veces le vemos levantarse en alas de su inspiración sagrada a las regiones más encumbradas del misticismo. El gran tratado de Contemplación, el precioso opúsculo de Oraciones y contemplaciones, el de Alabanzas a la Virgen María, el del Nacimiento del niño Jesús, el devocionario que escribió para los reyes de Aragón, algunas de sus poesías, y el nunca bastantemente celebrado cántico del Amigo y del Amado, son otros tantos testimonios de la superioridad de su talento en la literatura mística, que le colocan en la esfera de San Juan de la Cruz, de Fr. Luis de León, y de Santa Teresa.

Raimundo Lulio brilla también con viva luz como maestro en la predicación. Su Arte magna de predicar que contiene un número crecido de sermones, es un excelente tratado, que si no se hace notar por su elocuencia, es provechoso por el orden y buen método con que trata de todas las materias predicables; a cuyo libro pueden añadirse los Sermones sobre los diez preceptos, el tratado sobre el Padre nuestro, el del Ave María y otros.

En la jurisprudencia tuvo miras metódicas y elevadas que le ponen en un lugar distinguido entre los juristas de su tiempo; y nos persuadimos de que las obras que sobre la materia dejó escritas acrecentaran su fama como maestro en la ciencia de la justicia, si fuesen aquellas más leídas y analizadas; así como sus tratados sobre la medicina, tanto en su parte especulativa como en sus operaciones prácticas, le han valido altísimos elogios de eminentes profesores así antiguos como modernos que en su estudio se han detenido, considerándole no sólo como un consumado maestro en este ramo del saber humano, sino como uno de los escritores a quienes la ciencia debe importantes descubrimientos y señalados servicios. Sus Principios sobre el derecho, su Ars juris, su Derecho natural, su Arte de aplicar la nueva lógica al derecho y a la medicina; y por otra parte los libros titulados Principios de la medicina, de la Levedad y peso de los elementos, de la Región de la salud y de las enfermedades, el tratado sobre la Fiebre, el de la Medicina teórica y práctica, el Arte curatoria y otros muchos, bastan para conocer lo que se distinguió como jurisperito y como médico.

En la filosofía fue incomparable, dejando en su dilatado campo rayos de clarísima luz. En efecto, la lógica y la metafísica fueron tratadas por su fecunda pluma bajo un sistema nuevo y exclusivamente suyo. Sus libros de moral, entre los cuales van comprendidos el Félix de las maravillas del mundo, el Arte de confesar, el del Régimen de los príncipes, el del Orden de caballería, el otro del Orden clerical, el de los Proverbios y el Blanquerna, le ponen al lado de los primeros moralistas que haya tenido el mundo. Con respecto a la física, mientras los escolásticos divagaban en cuestiones embrolladas y estériles, es notabilísimo ver a Lulio establecer sobre la observación y la experiencia el estudio de la naturaleza, y entrar con toda la fuerza de su saber en las más profundas investigaciones sobre las causas de los fenómenos naturales, y extenderse en juiciosas observaciones sobre la electricidad y el magnetismo; hablando ya en su libro de Contemplación, escrito más de treinta años antes que Flavio Gioja perfeccionase la brújula con la rosa náutica, y en otras muchas obras, de la dirección polar de la aguja tacta á magnete; y tratando de este asunto, antes que otro lo hiciese, de una manera verdaderamente científica (1).
(1) Véanse sobre el particular las disertaciones sobre el descubrimiento de la aguja náutica que publicó en Madrid en 1793 el P. Antonio Raimundo Pascual, monje cisterciense. Como matemático y astrónomo es sin disputa de los primeros de su tiempo, y son dignos de ser estudiados sus especiales tratados sobre estas materias, entre los que se notan la Geometría nueva, la Geometría magna, el Arte de la aritmética, la Astronomía nueva, el libro sobre los Planetas y otros muchos, sin contar lo que dejó esparcido con referencia a las mismas, en las obras que se ocupan del Arte general. Y por último la química es quizás el mejor título de la gloria y la inmortalidad de Raimundo. Impulsado al estudio y a las operaciones de esta ciencia por su contemporáneo Arnaldo de Vilanova, durante la permanencia de ambos en Nápoles, hacia el año de 1293, y aficionado a la misma por la lectura de Geber y otros alquimistas árabes, pudo colocarse en mejor lugar tal vez que su propio maestro y que cuantos le habían precedido. Bajo este punto de vista, que es indudablemente el en que ha sido más y mejor estudiado por los extranjeros, Lulio aparece como una gran figura, pues mucho es lo que la ciencia le debe en sentir de todos. El descubrimiento del ácido nítrico, de cuyo reactivo describe la preparación, las importantes observaciones sobre el aguardiente, sobre las sales y sobre la calcinación y la destilación, y los experimentos notables que dejó consignados en sus escritos, son hechos que le acreditan como el primer químico de su tiempo. El célebre Boherave le cita como uno de los que mejor han explicado la índole de los cuerpos naturales; y para concluir trascribiremos lo que estampa un autor francés al hacerse cargo de los conocimientos de nuestro autor en el ramo que nos ocupa. - "Citaré entre otras, dice, dos ideas generales que son sorprendentes. La ciencia tendía en aquella época a buscar la quinta esencia en todas las materias, que era una especie de principio sutil, ajeno de toda mezcla, y arquitipo (arquetipo), por decirlo así, del cuerpo que representa y del cual posee todas las propiedades o las virtudes, según la expresión de aquel tiempo, en una intensidad absoluta. Raimundo Lulio buscó esta quinta esencia ontológica en todos los cuerpos, no sólo en los minerales, sino en los vegetales y animales. Curioso es ver como la ciencia actual aplica en pequeño, en sus terapéuticas aplicaciones de la química vegetal-animal, la idea fecunda, aunque quimérica, que la ciencia del siglo XIII, tan poética en su cuna, se creía en estado de aplicar desde luego al conjunto de los fenómenos de la naturaleza. Nada más parecido a la quinta esencia de Raimundo Lulio, que esas modernas operaciones de la química farmacéutica, que anda buscando la morfina en el opio, la quinina en la quina, el yodo en las plantas marinas, etc., como arquetipos que encierran en muy pequeño volumen las más visibles propiedades y las acciones más intensas." - "Otra idea hay de Raimundo Lulio que no es menos notable. De algunos pasajes, quizás algo difusos y algún tanto oscuros, se puede inferir claramente que según él la forma es la cualidad más esencial de la materia, y que ella influye mucho en la composición química. La ciencia actual no está acorde con esto; mas de cada día alcanza resultados que no dejan de tener alguna analogía con la opinión de Lulio. Hace ya mucho tiempo que los fisiologistas han notado, que en la organización el elemento de la forma tiene más importancia que el de la composición, cosa que se comprende muy fácilmente: basta en efecto considerar cuan poco varía en cada especie la forma vegetal o animal, por muchas que sean las modificaciones a que se ve sometido el ser organizado según el clima, la estación, la alimentación, el aire y demás circunstancias que influyen sobre la composición química. Un hecho análogo se observa en la química mineral. Se sabe en efecto que el cristal de una sal, por ejemplo, de forma determinada, persiste en ella en muchos casos, aun cuando vaya mezclada con otras sustancias análogas y aunque sean estas a veces en porción bastante considerable. La nueva teoría de las sustituciones, introducida recientemente en la química, da también este singular resultado: en una composición de muchas sustancias puede un cuerpo en cierta manera ser sustituido por su análogo, sin que las propiedades físicas y químicas de la composición se alteren en lo más mínimo (1)."
(1) Delecluze. Revue des deux mondes. Nov. De *1840.

Raimundo Lulio ocupa también un puesto muy distinguido en la ciencia de la estrategia (estratéjia) militar, y en la de la navegación. Para convencerse de sus admirables disposiciones en la primera, no hay sino leer su libro sobre la Conquista del Santo Sepulcro y otro sobre el mismo objeto que intituló del Fin; y prueba son de sus inmensos conocimientos en la segunda y de los sólidos principios en que fundaba el estudio de la náutica, lo que dejó sentado en varias de sus obras, y entre ellas en su Geometría y en su Arte general última, ya que su precioso libro titulado Arte de navegar desgraciadamente se ha perdido. El acierto con que discurre, estudiando prácticamente sobre los terrenos, acerca del modo como había de operar un ejército para apoderarse de la Siria, es digno de los mejores y más experimentados capitanes; y en cuanto a los conocimientos náuticos de Lulio, bastará que trascribamos lo que manifiesta en una de sus excelentes memorias el concienzudo escritor D. Martín Fernández de Navarrete.
- "Para evitar o minorar en lo sucesivo tales acontecimientos, reduciendo a un sistema de doctrina náutica las prácticas usadas y las observaciones hechas por los marinos de levante y del océano, combinándolas con los principios de las ciencias exactas, especialmente de la astronomía, que tanto habían cultivado los árabes y rabinos españoles, escribió el portentoso Raimundo Lulio varios tratados científicos, y entre ellos un Arte de navegar, que citan D. Nicolás Antonio y otros escritores. Si esta obra hubiese llegado a nuestros días, pudiéramos examinar y conocer el método con que trató ciertos puntos fundamentales de la navegación, o averiguar si acaso fue un mero recopilador de lo que dejaron escrito los antiguos. Pero juzgando por la doctrina que vertió en otras misceláneas y matemáticas, no podemos dejar de admirar los sólidos principios en que fundaba el estudio de la náutica. En una de ellas, publicada en 1286, trató de los vientos y de las causas que los producen: en otra del año 1295, dio excelentes documentos sobre la necesidad que tenía el marinero de considerar el tiempo para navegar, los puertos a donde debía refugiarse, y sobre la estrella y el imán, los rumbos y distancias que andaba, y finalmente sobre cuanto correspondía a su profesión. Dijo en su Geometría, que de ella depende la náutica, y entre sus figuras se nota un astrolabio para conocer las horas de la noche, que dice es de mucha utilidad para los navegantes; y en su Arte general última, no sólo puso un compendio de ciertas instrucciones para que los marineros ejecutasen con arte lo que obraban por pura rutina y experiencia, sino que trató expresamente de la navegación (1), sentando que desciende y procede de la geometría y aritmética; y en comprobación de ello traza una figura dividida en cuatro triángulos y constituida en ángulos rectos, agudos y obtusos a semejanza de los quartieres, que hoy sirven tanto para la práctica de la navegación, declarando por medio de esta invención, cuanto anda una nave según el viento que sopla y el rumbo que sigue respecto a los cuatro puntos cardinales, de lo cual deduce el lugar o paraje del mar en que se halla a una hora o momento determinado; y trata además en aquella obra, de los vientos y de las señales para pronosticar su dirección.

(1) Ars generalis ultima, obra que empezó en 1305 y acabó en 1308, part. X, cap. 14, art. 96 De navigatione.

Si por esta muestra y otras semejantes que ofrecen los voluminosos escritos de Lulio, hemos de juzgar del mérito de su tratado de náutica y de sus conocimientos en esta materia con relación a su siglo, no podremos menos de maravillarnos de su instrucción cuasi universal, de su ingenio original y penetrante, y de su talento vasto y combinador en descubrir las relaciones que tienen entre sí todas las ciencias y aplicarlas recíproca y oportunamente para dar un impulso favorable a sus adelantamientos y facilitar los métodos de su enseñanza (1).
(1) Nicol. Ant. Bibl. vet., tom. II, pág. 122 y sig. - Pascual, Aguja náutica, pag. 5, SS. 1, 3 y 4. - Fr. Bartolomé Fornés, Apolog. contra Feijóo, Dist. 3, c. 6.
De aquí puede inferirse naturalmente que si el primer tratado de náutica en la media edad se debe a un español, fue también consecuencia de lo mucho que este peregrinó entre las naciones de Europa, Asia y África, con motivo de promover las cruzadas; cuyas expediciones anteriores, fomentando la navegación e ilustrando la geografía, al paso que multiplicaron los intereses y las relaciones de los pueblos entre sí, hicieron también recíprocos sus conocimientos, principalmente los que se dirigían a facilitar más estas comunicaciones por mar, disminuyendo los riesgos y peligros que la ignorancia hacía tan comunes y repetidos."

Contra los que cultivaban la astrología judiciaria y la nigromancia, escribió Lulio también excelentes tratados, siendo de notar lo que en el tantas veces citado cántico del Amigo y del amado expresa con referencia al particular, para confusión de los que confundiendo al filósofo con el impío escritor de su tiempo llamado Raimundo de Tárraga, le han supuesto autor de las heréticas blasfemias que este estampó en sus libros. - "Encontró el amigo, dice, a un astrólogo adivino, y preguntóle qué cosa era su astrología; a lo que contestó que era ciencia que enseñaba a leer el porvenir. Errado vas, le replicó el amigo, que lo que tú dices no es sino engaño, ciencia de fingidos, fatídicos y mentirosos profetas, que infaman la obra del soberano maestro; ciencia reprobada por la providencia de mi amado, que promete dar el bien y no el mal con que aquella amenaza.” - “Con altas voces iba el amigo diciendo: ¡Oh qué vanos son muchos hombres que se dejan dominar por la curiosidad y la presunción! Por la curiosidad caen en la mayor de las impiedades, abusando del nombre de Dios, invocando con encantos y deprecaciones los espíritus malos, y profanando las cosas santas con caracteres, figuras e imágenes: por la presunción se han esparcido tantos errores como hay en el mundo. Con vivas lágrimas lloró el amigo las muchas injurias que cometen los hombres contra su amado (1)".
(1) Libro del Amigo y del amado, vers. 347 y 348.

En las letras fue también Raimundo notabilísimo. Además de sus varias obras sobre gramática que le acreditan de muy sabio en el arte, como preceptor o humanista escribió un libro de Retórica, que ha sido muy encomiado por los inteligentes; al paso que su estilo es puro, y su dicción expresiva y elegante, quedando sin disputa el primer hablista lemosín entre sus contemporáneos. La ignorancia de muchos que sin antecedentes se han creído bastantemente autorizados para tratar a su manera del gran maestro, ha tachado de bárbaro el latín de sus obras; mas tales críticos debían haber tenido presente que es muy dudoso que Lulio escribiese en latín ninguno de sus libros, y que el defecto que le censuran no es suyo, sino de sus traductores, que no daban en escribir muy correctamente el idioma de Marco Tulio en la época de su mayor corrupción.

Por último, hasta en la música fue Raimundo en extremo hábil y perito tratando de ella con la ciencia y fijeza con que discurría siempre sobre todos los ramos de la inteligencia. Varias son las obras en que se ocupó, aunque no exclusivamente, de este arte delicioso, y mucho nos engañamos si no es de su mano el excelente libro manuscrito titulado Arte de cantar, que hemos tenido ocasión de ver, aunque no le encontramos continuado en ninguno de los largos catálogos de las obras de nuestro autor.

No acabaríamos nunca si hubiésemos de hacer mención expresa de todo lo que fue objeto de los profundos estudios o de las continuas meditaciones de Raimundo. Ninguna ciencia humana de las que estaban al alcance de su época, dejó de encontrar su lugar en el gran círculo que abarcaba su genio; ningún fenómeno de los que se presentaron a su siglo con el incentivo de la novedad, dejó de ser objeto de las hondas investigaciones del gran filósofo. Su talento eminentemente combinador y universal forma época en la historia del progreso humano. La fecundidad de su pluma asombra, como asombran los numerosos viajes que emprendió, las multiplicadas aventuras que le acontecieron, las continuas diligencias que hizo para la realización de sus santos proyectos, y las predicaciones asiduas que llevaba a cabo para la conversión de los infieles. Un hombre de grande ingenio con dos siglos de existencia no hubiera podido hacer lo que Lulio en los cincuenta años que mediaron desde su conversión hasta su glorioso martirio. Con la relación sola de su vida podría haber llenado volúmenes enteros; sus escritos forman diez tomos de gran tamaño en la edición moguntina, ordenada desde 1721 hasta 1749 por su admirador el esclarecido Ibo Zalzinger, si bien ella no llega a comprender la mitad de las obras de Raimundo. Muchos tratados permanecen todavía inéditos, otros se han perdido por desgracia de la ciencia y de las letras.

Además de tanta inteligencia, tan vasto saber, y tantas virtudes juntas, reunía Raimundo una fuerza de ánimo invencible que le hacía arrostrar todas las dificultades para la divulgación y enseñanza de su Arte que consideraba como destinado a entronizar la verdad en todos los ámbitos del mundo, y triunfar de todos sus adversarios. Y con esa firmeza, a la que se unía la novedad que su sistema ofrecía, logró que el orbe todo se llenara al punto de su ciencia, de su doctrina y de su nombre. Mas no se contentaba solamente con el fruto que podía dar la propagación de su sistema en las escuelas, sino que para estirpar los errores que se multiplicaban en el mundo en medio del cual vivía, ofreció por una parte a la Santa Sede y al colegio de cardenales su Arte general, y emprendió por otra largos viajes para desempeñar el más penoso apostolado. En medio de estas tareas no olvidaba el negocio de la conquista de los Santos Lugares, que fue el pensamiento que a todas horas le dominaba, y para cuyo objeto agotó todos los recursos de su pluma y todo el tesoro de su infinita paciencia, ya trazando planes y proyectos para facilitar la empresa, ya interesando en ella a los grandes poderes de la tierra; y si unas veces logró el placer de ser escuchado y en parte secundado en sus miras, otras tuvo que sufrir con toda la resignación de un cristiano la mofa y el desprecio en recompensa de sus laudables afanes. ¡Cuánto hubiera cambiado quizás la faz del mundo a haberse llevado a feliz término los vastos proyectos del gran pensador de su siglo! ¡Y cuántos beneficios no hubiera reportado con ello la causa del catolicismo! Mas Raimundo halló tibios a sus contemporáneos, y sus exhortaciones se estrellaron contra la irresistible fuerza de las circunstancias que le fueron siempre adversas.

Aunque fue mucho empero el celo y la firmeza con quo Lulio ponía en ejecución sus ideas, duélenos tener que confesarlo, no anduvo siempre acertado en los medios que escojitaba para llevarlas adelante, ni eran siempre tan oportunas como convenía. Y no dejó de contribuir ciertamente a esta falta de tacto con que en determinadas ocasiones procediera, atención que prestaba por desgracia a los acontecimientos políticos de su tiempo, en los cuales no se instruía lo bastante, extraño como se mantuvo siempre a toda asociación civil o religiosa, y ocupado como estaba tan asiduamente en sus estudios y combinaciones científicas.

Mas en vano se han levantado envidiosos contra la santidad y heroísmo de la vida del eminente mártir, y contra la doctrina del célebre filósofo. En vano el vehemente y bilioso inquisidor Nicolás de Aymerich, que hubo de ser expulsado del reino de Aragón por sus demasías, lanzó contra Lulio las diatribas más furibundas, tildando de heréticas muchas de sus máximas que adulteraba a su antojo, y suponiendo condenados sus libros por una bula pontificia cuya autenticidad no pudo nunca justificar; la fama del mártir ha quedado ilesa, y los merecidos elogios que de sus actos y de su ciencia han hecho millares de sabios, son un elocuente, y magnífico contrapeso a las decepciones que solo la ponzoña de las malas pasiones ha podido dictar contra el más celoso de los apóstoles у el más esclarecido de los sabios de la edad media, radiante sol en la ciencia y espejo purísimo de todas las virtudes.

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