CUATRO PALABRAS
SOBRE
LA ESPADA Y EL LAÚD
DE
DON JUAN PALOU Y COLL.
Aquel criadero de incomparable poesía, aquel palacio encantado de la imaginación, aquella palestra de las pasiones más sublimes, aquel paraíso del pensamiento nacional que, galeote sin ventura de todas tiranías, allí sólo encontraba refugio deleitable, aquel teatro español, de veneranda y gloriosísima memoria, es hoy vergüenza de propios y menosprecio de extraños. Una turba bullidora de inteligencias ruines hormiguea allí en donde ingenios peregrinos, convirtiendo la quinta esencia de sus espíritus en rimas puras como el oro y musicales como la plata, despertaban con ellas el sonoro corazón de las muchedumbres. Lo que más caracteriza a esos jornaleros a destajo que, salvas poquísimas excepciones, señorean la escena patria es, amén de su fecundidad verdaderamente milagrosa, lo débil, enfermizo y miserable de su numen. No busquéis en sus raquíticos engendros un sólo átomo de vitalidad sana; todos nacen éticos. Por esto, lejos de recibir con desvío producciones como La Espada y el laúd que, si de algo pecan es de exceso de fuerza y plétora de vida, hoy más que nunca deberían acogerse con gratitud señalada. Si algún lunar tiene esta obra inspiradísima, hijo es de un verdadero genio dramático; y valen más los extravíos del genio que los aciertos casuales de la necedad.
El Sr. Palou acostumbra dar sus reñidas batallas de pasiones y sentimientos dentro de un espacio muy angosto, y en él guerrean con encarnizado empuje, sin que apenas sufra menoscabo la destreza de las maniobras, ni amaine un punto la serenidad del que las dirige, ni el ardoroso brío de los contendientes haga degenerar el combate en confusa y desordenada pelea. Sin embargo, a ser más autorizada nuestra voz, aconsejaríamos al Sr. Palou que procurase ensanchar algo el ceñido círculo en donde luchan los afectos y pasiones de sus dramas, disminuir el número de los combatientes y no efectuar las operaciones con tan vertiginosa rapidez. Sus luchas dramáticas tienen espectadores y pueden estos no ver tan claro desde fuera del palenque como el autor desde dentro; y por lo mismo, no tributar completa justicia a su portentosa habilidad.
De lo que llevamos dicho, implícitamente se deduce que, en nuestro humilde sentir, lo que más enaltece los dramas del Sr. Palou es su valor psicológico. El de La Espada y el laúd es a todas luces acendrado. Para justipreciarlo debidamente basta fijar la atención en los caracteres principales que descuellan en el drama que nos ocupa.
AUSIAS MARCH... (Ausiàs March, poeta valenciano, en lengua valenciana) Verdadera encarnación de la poesía contemplativa enguirnaldada con la celeste aureola de un amor puro y extático, es una figura arrancada de los versos mismos de aquel gran poeta provenzal. Su alma es toda profundo lirismo y reconcentrada pasión. En carecer de carácter exteriormente activo consiste y debe consistir su carácter, pues su actividad es eminentemente interna. De esta clase de levantados espíritus pudiéramos decir, a perdonársenos lo técnico de la frase en gracia de su actitud, que su fuerza centrífuga es insignificante, y poderosa, por lo contrario, su fuerza centrípeda. Si alguna vez, menos por motivos de utilidad práctica propia o ajena que a impulso de móviles puramente abstractos, toman parte en los acontecimientos del mundo exterior, suelen hacerlo de una manera brusca o distraída y floja. Viven como anacoretas en el silencioso retraimiento de la meditación o en el oasis regalado de la fantasía:
y sólo penosamente salen de estas regiones intelectuales. He aquí por qué el Sr. Palou ha dado a su protagonista cierto carácter relativamente pasivo, he aquí por qué la hazaña que realiza es tan maravillosa como instantánea; he aquí por qué guarda en la acción cierto aire, digámoslo así, desorientado que es su mayor y más artística belleza. Para él, su adorada Teresa no es simplemente un dechado de hermosura y un ángel de pureza, es el imán de su imaginación acalorada, el astro radiante del cual su alma es girasol. El ultraje sangriento hecho por Don Martín a su honor y a sus blasones, a trechos, a ráfagas encienden su ira, pero no logran desquiciar su corazón del arrobamiento lírico y amoroso que le avasalla. Finalmente: cuando su hermana Beatriz le enseña súbito al villano raptor de su honra, Ausias sediento de venganza y próximo a lanzarse sobre su presa, se detiene de pronto y exclama en son de reconvenirse a sí mismo:
¡Ay!
¡ídolo mío!...
¡ya me olvidaba de ti!
¡Triunfo del amor absorbente del poeta que arrastra todas sus potencias espirituales al centro de su alma, alcanzado a costa de otro sentimiento expansivo y diametralmente contrario! ¡Rasgo magistral, pincelada profunda que pone en claro de repente el carácter del poeta enamorado!
TERESA...
Pocas veces hemos admirado en la escena una personificación tan
sublime del amor femenino. Teresa ama con su cerebro, con su corazón,
con sus nervios, con todo su ser. Ama como amarán las mujeres el día
que Dios se digne realizar en su alma algunas mejoras urgentes. La
gloria del trovador y los hechos hazañosos del soldado cautivan la
parte poética y fantaseadora de su espíritu; la gratitud, por haber
salvado la vida a su hermano y a ella, acendran su irresistible
simpatía; súbela de punto la férrea voluntad de su padre, que la
obliga a casarse con un ambicioso de aviesos y vulgares instintos. Su
amor recorre toda la escala cromática de la pasión, delicada y
fuerte a un tiempo, hasta estallar en el do de pecho del último
acto. Nace en el cielo de su alma, un amoroso afecto, cual nubecilla
atornasolada y leve: poco a poco se espesa y aploma; la surcan a
ratos ráfagas de pasión incandescente, conviértese por fin en una
tempestad.
Después que Rebolledo ha explicado a Don Martín el
horroroso peligro que acaba de correr su hija, y del cual
bizarramente ha triunfado el heroico esfuerzo de Ausias March, dice:
TERESA. ¡Padre!
REBOLL. ¡Qué quieres!
TERESA.
(Besándole la mano.) ¡Ay, padre!
(Bajo después de mirar con recelo y aversión a Martín.)
¿Me
amáis?
Con este rasgo profundamente delicado indica Teresa su
afecto por Ausias, su odio al capitán, y toma el pulso al corazón
de su padre para calcular los grados de resistencia que podrá oponer
su cariño paternal al que ella siente por el poeta guerrero. Si en
tan tremenda lucha queda vencida, no por esto llevará al odiado
verdugo de su dicha ni un pensamiento criminal. La fortaleza de su
virtud le inspira los siguientes versos:
«Que la que noble ha
nacido
y por fiel y honesta pasa,
no ha de llevar cuando casa,
una
lágrima al marido.»
Aquel maravilloso instinto que crece y se
desarrolla al abrigo de toda pasión, hace adivinar a Teresa, que
para el apetecido vencimiento necesita auxiliares. Empieza por
conquistarse las simpatías de Beatriz, aun antes de saber que era la
hermana de su amado. Pero si nadie la ayuda, si las armas con que su
ingenio cuenta son inservibles, armado está su corazón, hercúleo
es su brío: luchará sola.
Violante le dice:
“Nadie
en tu apoyo hallarás.”
Y ella contesta:
“¿Sí? pues mira, eso bastara
para
que yo más le amara...
si pudiera amarle más.”
Así
procede la pasión en hidalgos pechos.
¿Queréis amilanar a los
ruines? Dejadles solos en el combate.
¿Queréis envalentonar a
los esforzados? Negadles todo auxilio.
El
tercer acto de La Espada y el laúd es un volcán, las pasiones del
drama rebientan en tremendas erupciones. La de Teresa ruge,
truena, estalla. Sabe Rebolledo, ya convertido a la religión
apasionada de su hija, ya enemigo de Don Martín, que éste prepara,
junto con Garcés, una emboscada para asesinar a Ausias apenas salga
de la cárcel, en la cual una orden del rey le tiene preso; sabe
también que Violante y Teresa para esquivar la indignación
formidable del monarca, han ido a romper sus prisiones. ¡Trance
cruel! Vuela a impedir la catástrofe amenazadora.
REBOLL. (Va a la
puerta y exclama):
¡Maldición!...
¡Abierta! ¡Instante cruel!
Si es cierto lo que ha contado
Doña Beatriz, y han librado
a Ausias March... ¡Mísero de él!...
Le asesina ese traidor...
Aún le puedo yo salvar.
Vamos antes a mirar
si aún está preso.
Teresa y Violante acechan entre la sombra a este bulto que la oscuridad no les permite reconocer. Primero le creen enviado del rey para impedir la fuga de Ausias.
Después un pensamiento desvariado, aunque compatible con la violenta zozobra que las enloquece, las hace sospechar que es el rey en persona. Una idea se les ocurre de golpe, una idea esencialmente propia de dos mujeres, unidas por el lazo de fuego de una común exaltación: encerrar al hombre de cuya repentina llegada a la cárcel auguran las más terribles consecuencias para el objeto de sus cuidados. Con dos pinceladas centelleantes rasguea el autor la situación moral de Teresa.
PRIMERA.
VIOL. (Aplicando el oído a la puerta.) Este hombre ya baja.
TERESA.
Es ley.
que espere hasta que mi amante
trasponga el Ebro,
Violante.
VIOL.
¡Si es el rey!
TERESA. ¡Que espere el rey!
SEGUNDA.
REBOLL. (Dentro, con voz de trueno, empujando la puerta): ¡Abran!
TERESA. ¡Padre!
REBOLL. ¡Que asesinan
a Ausias March!
Ter.
y Viol. (Alteradas): ¡Jesús!
REBOLL. Abrid.
TERESA.
(Pidiendo a Violante la llave, que ella misma estrecha
convulsivamente en su mano): ¡La llave, la llave!
¡Si esto no es unir la más exquisita naturalidad con la mayor violencia de la pasión, confesamos paladinamente que desconocemos las leyes más rudimentarias del corazón humano! Si un amor tan magistralmente dramático no merece los aplausos de la prensa y del público, peor para el público y peor para la prensa.
BEATRIZ... Nada exaspera tanto a los corazones leales como una torpe y
cobarde villanía: por esto la culebra de un odio mortal se enrosca en el de Beatriz, apenas se ve infamemente abandonada por el ladrón de su honra. La madre de Beatriz baja al sepulcro anonadada bajo el peso de tan atroz desventura: esto acaba de enconar su herida, y presta cierto sello sagrado a sus propósitos de venganza. Toda la sustancia de su alma se hace odio odio egoísta, odio sin tregua, sin descanso, sin cuartel. El valor de su hermano, el amor de Teresa, son para ella dos dagas de acerada punta. En Ausias y en su amada sólo mira dos poderosos instrumentos de su vengadora misión. No será ella quien pordiosee la mano de su enemigo para satisfacer las sandias exigencias de una sociedad cuyo voto desdeña. Quédense estas miserables transacciones que el mundo apadrina para las mujeres al uso cuya rastrera virtud sólo es en el fondo miedo del qué dirán. Beatriz ha salido del claustro, en donde con fingido nombre moraba, para lavar la mancha de su honor con la sangre vil del que se lo ha robado; una vez satisfecho su anhelo, al claustro volverá. Así sale de su cueva solitaria la ensañada leona en busca del que la arrebató a sus cachorros, le encuentra, le acomete, se embriaga con su sangre, y rugiendo de terrible júbilo, entra otra vez en su guarida.
REBOLLEDO.
Hay en él dos hombres en uno: el hombre de dos limpios pensamientos,
de noble, alto y vigoroso sentir, y el hombre de preocupaciones
aristocráticas, amigo de sus blasones y ganoso de acrecentar el
lustre y poderío de su casa. El primero aboga entusiasta por Ausias
March, y con el fuego de la más entrañable convicción, pondera su
heroísmo y la gloria poética que en los torneos del gay saber
alcanzará. Mima el otro su orgullo y encarece los medros que a sus
timbres y a su fortuna acarreará el casamiento de su hija con Don
Martín que un fatal compromiso abona, y la voluntad de un rey
terrible ordena. Estos dos hombres luchan y forcejean a brazo partido
en la arena calcinada de su espíritu, ora uno, ora otro miden el
suelo hasta que el hombre natural vence al artificial, y triunfa de
la nobleza de blasón la del alma. Toda la del valeroso anciano
brilla en los siguientes versos:
“Oíd, y Dios es testigo
de
que estoy acostumbrado
a sentir, como soldado,
mucho más de lo
que digo.”
Y centellea en estos otros que profiere rabioso al
temer que Don Martín y Garcés haya tenido la alevosía de asesinar
a Ausias:
REBOLL. “La impunidad se prometen...
(A Teresa que
quiere irse por la derecha.)
¡Quieta! - Si el crimen
cometen...
¡Canas mías!...
(Saca la espada y dice con
desvarío.)
¡Hierro mío,
que la misma edad contáis,
de mi
vida honradas huellas...
maldición en ti... y en ellas...
si
en su sangre no os bañáis!”
Así se expresa el héroe canoso,
en quien la nieve de los años no ha enfriado la bravura del
corazón!
DON MARTÍN... Carácter crónicamente vulgar amasado
con el cieno de un libertinaje sin imaginación y de una vanidad
desenfrenada. Por capricho sedujo a Beatriz; por haber mejorado de
fortuna la abandonó; por ambición y codicia desea enlazarse con
Teresa. Así son y han sido y serán todos estos tenorios en
calderilla que la putrefacción social engendra, que las mujeres
miman, que la impunidad envalentona, que el mundo premia con los
resplandores de un prestigio tan majadero como infame.
Dos
acciones hay en La espada y el laúd, pero que convergen a un foco
común. Forman dos círculos concéntricos, de los cuales el amor de
Teresa es el círculo máximo, la venganza de Beatriz el círculo
mínimo, y Ausias March el centro. Los demás personajes son otros
tantos radios.
Por lo mismo es indudable que Ausias March es el
verdadero protagonista del drama mencionado, aunque conserve en la
acción el carácter exteriormente inactivo de que hemos hablado
antes. Enumerar los bellísimos pormenores de fondo y forma que lo
avaloran, sería tarea por demás prolija. El ligero análisis que de
sus admirables caracteres acabamos de hacer, basta para señalar
dicha producción como joya de muchos quilates, que una conjuración
de circunstancias desgraciadas no ha permitido al público ni a la
prensa de Madrid apreciar debidamente.
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