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domingo, 17 de octubre de 2021

CAPMANY.

CAPMANY.

Como esta memoria fue la primera obra con que apareció Guillermo Forteza en el mundo literario, no es por demás la inserción del acta de la sesión pública que celebró la Academia de Buenas Letras de Barcelona, en 2 de Noviembre de 1856, para la adjudicación del premio ofrecido por la docta corporación al mejor trabajo sobre el ilustre filólogo; y el oficio con que participó su triunfo al autor premiado. Dicen así estos documentos:

«Sesión pública del 2 de Noviembre de 1856. - Abierta la sesión a las 12 1/2 de la tarde bajo la presidencia del Exmo. Señor Gobernador de la Provincia, y con asistencia del Exmo. Sr. Regente de la Audiencia territorial, del M. I. Sr. Alcalde Constitucional y una Comisión del Exmo. Ayuntamiento, del M. I. Sr. Rector de la Universidad, de varias Comisiones de las Corporaciones literarias y científicas de esta capital, y del mayor número de SS. Académicos, el Vice-presidente de la Academia expresó que el objeto de la sesión era el de dar cuenta de los trabajos de aquella desde el 2 de julio de 1842 y del resultado del curso abierto con el programa de 22 de diciembre de 1853 у la entrega del premio adjudicado al autor de la Memoria que lleva por epígrafe: Tan bello es morir por la patria, como útil vivir por ella, considerada como digna del ofrecido para el mejor juicio crítico de las obras de D. Antonio de Capmany y de Montpalau.

Acto continuo el infrascrito Secretario pasó a leer la reseña de los trabajos de la Corporación; abriéndose, después de terminada la lectura, el pliego que contenía el nombre del autor de la Memoria premiada, que resultó ser D. Guillermo Forteza, y quemándose los pliegos que contenían los nombres de los Autores de las otras no premiadas. En seguida el Secretario 2.° de la Academia D. Pedro Codina, leyó algunos fragmentos del trabajo que ha sido objeto del premio, y la sesión se cerró con algunas breves palabras que el Exmo. Sr. Presidente dirigió a la Corporación, dándole gracias por la presidencia de este acto que le había conferido.
El Secretario I.° - Manuel Durán (Duran) y Bas.»

« Academia de Buenas Letras de Barcelona. - Habiéndose procedido en el acto de la sesión pública celebrada por esta Academia en el día de hoy a abrir el pliego que contenía el nombre del autor de la Memoria en que se hace el juicio crítico de las obras de D. Antonio de Capmany y de Montpalau y estaba encabezada con este lema:
Bello es morir por la patria, pero es más provechoso vivir por ella (arriba: Tan bello es morir por la patria, como útil vivir por ella), en razón a haber sido declarada en sesión de 17 de Junio último acreedora al premio ofrecido en el programa de 22 de Diciembre de 1853, ha resultado contener el nombre de V.

Lo que, con remisión del título que le acredita como Socio honorario de la Academia, tengo el honor de participar a V. para su conocimiento y satisfacción.

Dios guarde a V. m. a. - Barcelona 2 de Noviembre de 1856. - M. Duran y Bas, Secretario I.° - Sr. D. Guillermo Forteza.» (22-12-1853, 2-11-1856. Casi 3 años de diferencia)

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CAPMANY.

                Tan bello es morir por la patria, como útil vivir por ella.

Entre la muchedumbre de varones esclarecidos que en todos tiempos se han consagrado al cultivo de las artes y ciencias, obsérvanse dos clases muy distintamente caracterizadas. Ingenios hay cuyo único móvil es la gloria. Girasoles de este astro vivificador, se agostan enfermizos cuando su resplandor no los inunda; pues su fuerza, más que en ellos mismos, reside en el aplauso ajeno. Si están encariñados por sus trabajos intelectuales, tan sólo es porque les sirven de hincapié para llegar al objeto de sus constantes aspiraciones. ¡Lastimoso extravío, que pone muchas veces a merced de la multitud antojadiza el porvenir de un talento elevado!

Hay otra rara y nobilísima clase de ingenios que sacrifican a la popularización de ideas provechosas y fecundas su vida entera y hasta su genial inclinación a la gloria. Aman el sacerdocio de la verdad o de la belleza artística, no cual honroso paliativo para disimular una frenética sed de elogios, sino por lo que vale en sí, por ser, después de la virtud, la misión más digna del hombre, la que hace brillar con más tersura el sello divino impreso en su alma. El galardón más soberano que apetecen es aquella tan escondida y regalada fruición, manantial de fuerza y dulzura que brota entre las asperezas del trabajo y del deber, goce supremo que experimentamos cuando contribuimos con todo el lleno de nuestras facultades a realizar las altas miras de la Providencia sobre la humanidad.
¿Qué les importa que ciña laurel sus sienes o adorne su tumba? La desdeñosa indiferencia de sus contemporáneos no los retrae de sus estudios favoritos; el incienso popular no los desvanece ni engríe. Viven sin conocer apenas las embriagadoras emociones de la vanidad satisfecha, ni el tormentoso anhelo de la vanidad menospreciada que se desangra para conquistar la atención y los encomios. Mueren tranquilos por haber cooperado con todas sus fuerzas al perfeccionamiento moral de la sociedad. A esta última clase pertenecía D. Antonio de Capmany (1) y de Montpalau.

Oriundo de una familia cuya casa solariega radicaba en Gerona, nació en la capital de Cataluña en 24 de noviembre de 1742. Después de haber seguido los estudios de humanidades y lógica en el colegio episcopal de la misma ciudad, el recio temple de su alma le movió a seguir temprano la carrera militar. Llegó al grado de subteniente de tropas ligeras de Cataluña, hallándose en la guerra de Portugal de 1762. Solicitó y obtuvo su retiro en 1770, contrayendo después matrimonio en la villa de Utrera, y entregándose a sus anchuras al cultivo de las letras con aquella portentosa tenacidad y nunca desfalleciente ardor que hicieron de su vida una preciosa cadena de tareas literarias. La fama de su talento y erudición indujo a las academias de Barcelona (II) y Sevilla a nombrarle su socio, y a la Real de la Historia su secretario perpetuo en 1790. Si bien algunos aseguran que Campany viajó por Francia, Italia, Alemania e Inglaterra; el respetable D. Manuel Milá opina (*) que dicha suposición es inverosímil, “pues ningún recuerdo personal, relativo a estos países, se halla en sus diferentes obras, lo que, atendido su carácter y su manera de escribir, no es compatible con la realidad de dichos viajes. “
(*) Capmany, art. I.° publicado en el Diario de Avisos de Barcelona del 20 de junio de 1854.

En 1808 se fugó de Madrid abandonando todos sus intereses, y hasta su mujer y nuera, para no contemporizar con el gobierno usurpador. Asistió a las célebres Cortes de Cádiz en calidad de diputado por Cataluña, y a pesar de dirigir en pocas ocasiones la palabra al congreso nacional, brilló en estas por su ardiente amor patrio y la vigorosa ingenuidad de sus opiniones (*).
(*) Si bien firmó la célebre carta política del año 12, no debió intervenir muy directamente en su redacción, si es cierto lo que cuentan que preguntado acerca del mérito de aquella, contestó: «sólo un requisito le falta, estar escrita en castellano

Atacado de la peste murió en Cádiz en noviembre de 1813 (III).
Sus cenizas han reposado en aquella ciudad hasta que recientemente han sido trasladadas a Barcelona.
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No era el ilustre barcelonés una de aquellas inteligencias sublimes y privilegiadas que, ora personifiquen las tendencias y aspiraciones del siglo en que resplandecen, ora con indomable voluntad se opongan a su inmenso empuje y preponderancia, son siempre las columnas de fuego que guían a la humanidad por los desiertos del mundo moral. Modesto soldado del pensamiento, pertenecía sí a esa numerosa falange de ingenios ágiles y activos que, siempre prontos a preparar el terreno para la aclimatación de las ideas, siempre a la vanguardia de la ilustración, constituyen la verdadera fuerza intelectual de las naciones.

Una sed insaciable de investigaciones eruditas, el deseo de popularizar nuestra literatura, y aquel su paciente amor al idioma castellano, fueron los móviles secundarios que impulsaron a Capmany a enriquecer las letras españolas con tantas producciones, a cual más importante. Su móvil principal, la savia de su existencia como hombre y como escritor, fue la más grande y heroica de las pasiones: el patriotismo.

Sus producciones, dirigidas unas veces a desenterrar el glorioso pasado de nuestra nación, otras a labrarla un porvenir literario, algunas a defender su independencia política y social, todas tienden a coadyuvar a su perfeccionamiento y regeneración. Por esto las producciones de Capmany, hasta las menos perfectas, tienen incontestables títulos a la simpatía y gratitud de los españoles.

Antes de recorrerlas indicaré las cualidades exclusivamente literarias que caracterizan a nuestro escritor.

La que más descuella es cierta energía que alguna vez raya en aspereza. La expresión nervuda de sus conceptos participa en gran manera de la franqueza brusca que constituye la base del castizo carácter catalán (IV).
(muy aragonés, por cierto)

Tan briosa robustez se armoniza muchas veces con aquella gallarda soltura que tan bien sienta a la frase castellana. Entonces la de Capmany puede servir de modelo.

Distínguese también nuestro autor por la transparencia de los conceptos límpidamente reflejados en su estilo. La falta de tan preciosa cualidad arguye por lo común una concepción incompleta. En efecto: a muchos se les antoja lumbre clara y distinta cierta luz crepuscular que asoma en el espíritu y anuncia el nacimiento de una idea. Por esto la huella nebulosa que imprimen en su estilo corresponde a la oscuridad de su mente.

El lenguaje de Capmany se recomienda por la pureza y la propiedad, dotes ambas esenciales a todo buen hablista. Encuéntrase desnudo de provincialismos, de calificativos inútiles; y los epítetos suelen ser excogitados con sumo acierto. Su clausulado puede servir, en general, de turquesa para modelar el que hoy día cuadra a los escritores castellanos. Tan distante de aquella vana pompa y numerosidad (indicio no pocas veces de una concepción macilenta y de un juicio flojo e inseguro) como de una exagerada sequedad, Capmany concilia la holgura de nuestro idioma con lo pronunciado y vigoroso del pensamiento.

Procuraremos examinar las obras del esclarecido barcelonés con una detención proporcionada a su importancia y mérito, deslindando para proceder con más orden, los caracteres literarios que descuellan entre la multiplicidad de asuntos que ejercitaron su flexible ingenio, agrupando bajo estas diferentes secciones sus escritos principales. Consideraremos pues a Capmany, bajo los distintos aspectos de filólogo, crítico, humanista, historiador y satírico.


CAPMANY FILÓLOGO.

Dotado el insigne catalán (catalán; en el original no ponen tilde en an, on, pero sí en exámen) de un espíritu pacientemente observador y en extremo analítico, las investigaciones filológicas llamaron muy pronto su atención. Las suyas versan generalmente sobre el examen comparativo de las lenguas castellana y francesa, cuyos más recónditos secretos poseía (y por supuesto, de la lengua occitana, de la cual el catalán es uno más de sus dialectos). Pocos han sabido como él caracterizar con tamaña lucidez la índole respectiva de ambos idiomas, ni amenizar con tan felices rasgos de ingenio y tanta familiaridad de estilo la natural aridez de tales trabajos. Esta rara y envidiable manera de tratar los asuntos científicos, tan distante del tecnicismo presuntuoso, con que muchos rodean de espinas las nociones más triviales, es uno de los caracteres distintivos de nuestro sabio.

Al recorrer sus escritos filológicos procuraré al mismo tiempo indicar la filiación de los mismos.

El primero de ellos en el orden cronológico es la obra intitulada: Discursos analíticos sobre la formación y perfección de las lenguas y sobre la castellana en particular. - Madrid, 1776. Está dividida en cuatro partes. La primera trata del origen de las lenguas; la segunda del de la española; en la tercera manifiesta el autor la imperfección de nuestro idioma; y en la cuarta sus buenas cualidades gramaticales y su preferencia en este punto a otros idiomas vulgares y, particularmente, al francés.

Concentremos nuestra atención en el párrafo tercero de este importante trabajo; pues en él resalta una idea capital muy en contradicción con otras vertidas por Capmany en obras posteriores. En efecto: encarece aquí el vuelo sublime que tomó el idioma desde que estrechó sus lazos de familiaridad con el francés, al paso que en otros escritos satiriza virulentamente el excesivo roce de ambas lenguas. Encomia el nuevo lustre que ha recibido el castellano con el caudal de voces científicas, compuestas y naturales que ha adoptado de día en día; mientras en otras producciones se declara purista intolerante y hasta exagerado. En fin; asegura que el estilo se ha reformado prodigiosamente desde que los traductores han tenido la noble libertad de valerse de ciertos rasgos brillantes y expresivos de otra lengua para hermosear la nuestra; siendo así que en escritos más modernos ahínca en abogar por la forma de los prosadores antiguos.
Fácil explicación tiene esta disonancia de ideas. Procuraré darla en algunas sencillas observaciones.

La generalidad de los prosistas nacionales anteriores a la memorable restauración literaria inaugurada en tiempo de Carlos III, adolece de dos vicios intelectuales contrapuestos que se han sucedido en la historia de las letras españolas con notabilísimo menoscabo de la precisión el uno, y de la claridad el otro.
La mayoría de los escritores en prosa que florecieron antes del reinado de Felipe IV, cuidaron menos de inocular en la lengua española los elementos lógicos de precisión y exactitud, que de comunicarle nervio, gracia, esplendidez y armonía.

De aquí, cierta frecuente indecisión en los conceptos, que flotan en el fondo de un estilo enturbiado, cual los objetos que, reflejándose dentro de las olas inquietas, se truncan y embrollan. De aquí, el empeño de parafrasear hasta lo infinito la idea más trivial. De aquí, finalmente, su verbosidad enojosa.

Bajo el reinado de Felipe IV privó entre los prosistas otro vicio opuesto al indicado. El afán de amplificar y desleír los pensamientos trocose en una jactanciosa manía de concentrarlos y exprimir su quinta esencia. Empeñáronse aquellos escritores en martirizarlos ahogándolos dentro de una frase breve y sentenciosa; y, queriendo expresar en estilo sustancial y conciso pensamientos a menudo insustanciales y faltos de precisión, se esforzaron por aclimatar en nuestro idioma la construcción latina. Semejante sistema, autorizado ya, entre otros, por Fray Luis de León en sus Nombres de Cristo, sólo es perdonable en escritores tan profundos y nutridos como el inmortal ingenio citado; pero no podía menos de ser altamente ridículo, cuando contrastaba con la pobreza intelectual de muchos que lo empleaban.
(Ver los cent noms de Deu, de Ramón Lull)

Posteriormente los ingenios enfermizos del tiempo de Carlos II, a fuerza de monstruosidades inconcebibles, lograron oscurecer las brillantes tradiciones del idioma nacional, convirtiéndolo en una jerigonza (gerigonza en el original) bárbara, que se conservó como lenguaje oficial de los sabios de la época hasta promediar el siglo pasado.

Los esclarecidos restauradores de las letras españolas conceptuaron juiciosamente que para levantar la prosa castellana de la abyección en que yacía, era necesario introducir en ella orden, rigurosa precisión, exactitud y claridad.
Para ello procuraron armonizar en lo posible la castiza frase de nuestros prosistas clásicos, tan esbelta, rozagante y agraciada, con la severidad lógica, con el método y precisión de otra lengua culta que brilla por tan excelentes cualidades. En efecto: el idioma francés, cultivado por tantos ingenios extraordinarios y profundos pensadores, constante objeto de los trabajos filológicos de sabios preceptistas, si no el más rico de los idiomas vulgares, se adapta a todas las exigencias del pensamiento, al paso que se muestra más rebelde que el español a los monstruosos caprichos de ingenios extraviados.

Capmany, profundo conocedor de las necesidades literarias de su siglo, aplaudió como beneficiosa y fecunda la discreta familiaridad del francés con el castellano. Identificado con los esfuerzos de ilustres contemporáneos suyos para regenerar las letras patrias, acogió con entusiasmo, si bien con escasa previsión, el estilo natural, fluido y metódico, lleno de solidez, nobleza, y de una simple majestad, de algunos escritores de su tiempo.

Séame lícito dislocar en cierto modo el discurso para dar razón de una obra importante cuyo objeto fue coadyuvar al logro del proyecto arriba indicado. Intitúlase: Arte de traducir el idioma francés al castellano, con el vocabulario lógico y figurado de la frase comparada de ambas lenguas. - Madrid, 1776. Reimpreso en Barcelona, año de 1825, en la imprenta de J. Mayol.

En el prólogo discurre el autor con notable tino sobre los achaques comunes a los traductores y la dificultad de traducir con acierto, y explica tres caracteres que combinados forman el general de un idioma.

El Arte de traducir se halla dividido en cuatro párrafos. Es el primero un Compendio de las partes de la oración francesa. El segundo contiene un Vocabulario lógico y figurado de los idiotismos de la lengua francesa. El tercero comprende un Diccionario de nombres gentiles, y el cuarto, otro de nombres personales.

Desnuda de altas pretensiones teóricas, esta obra tiene una imponderable utilidad

práctica, como también el mérito de haber sido la primera en su clase. Inútil y hasta injusto fuera, pues, empeñarse en escrupulizar acerca de su importancia filosófica, pues Capmany al componerla no se propuso dar un curso completo de español y francés comparados, sino subvenir a las necesidades más perentorias de los traductores. Al intento excogitó los principios más esenciales del francés, para dar una idea bastante clara de su sintaxis, extendiéndose más en la parte práctica que tiene por objeto el carácter moral de aquella lengua.

Dos causas primordiales pueden haber dado nacimiento al Arte de traducir el francés al castellano: o el deseo de levantar al último de la postración en que yacía, inoculándole los elementos lógicos del primero; o el de capitular con este, y, en la imposibilidad de poner coto a su fuerza expansiva, evitar al menos que con su excesivo roce bastardease la lengua española. A esta opinión parece acercarse la del Sr. Milá. «Tampoco se ha de creer, dice, que viese (Capmany) con ojos indiferentes la avenida de galicismos que ya entonces la amenazaban (a la lengua española) pues el mismo año (1776 en que dio a luz sus Discursos analíticos) publicó su Arte de traducir el idioma francés.» (*)
(*) Capmany, art. 2.°, Diario de Avisos del 29 de junio de 1854.


A pesar del profundo respeto que me inspira el eminente crítico citado, es, en nuestro humilde sentir, más natural atribuir a la primera causa la publicación de esta obra. Pues no sólo parece increíble que en un mismo año variasen tan radicalmente las opiniones de su autor, sino que en parte alguna de aquella hiciese mérito de tan importante cambio. Mucho me afirman en esta idea la franqueza característica de nuestro escritor, su espantadizo amor al idioma patrio, y, finalmente, la energía que le distinguió al combatir en varias ocasiones la irrupción de galicismos que sucedió a los delirios culteranos. El trabajo filológico donde empieza Capmany a mostrarse hostil al francés, a encarnizarse contra sus cualidades gramaticales y a deplorar la dañina plaga de traductores jornaleros, es en las Observaciones críticas sobre la excelencia de la lengua castellana. En este escrito, joya de inestimable precio, y que da especial valor a una obra que pronto examinaremos, comienza Capmany trazando una sucinta pero completa historia del romance de Castilla, parangonándole con los idiomas francés, inglés e italiano. Partiendo después de una sabia clasificación, desentraña el mecanismo de la lengua española, y da cuenta de las vicisitudes que ha sufrido hasta llegar a su perfección.

Obsérvese ahora cuánto dista el lenguaje que emplea Capmany en esta notabilísima producción, del que usa en sus Discursos analíticos. En sus observaciones dice:

«¿No es la lengua francesa la más rigurosa en sus reglas, la más uniforme en su sintaxis, y la más embarazada en su frase? Para traducir la energía, rapidez y libertad de las lenguas antiguas, es muy pesado y pobre instrumento un idioma tan difícil de manejar, tan ingrato, tan trivial, y tan sujeto a las anfibologías, cuya universalidad moderna podrá deberla a causas políticas, mas no a los encantos de su melodía, a la gracia de sus sales, ni al primor y variedad de sus dicciones.

Esta lengua universal, porque se ha hecho el idioma vulgar de las artes y ciencias, ¿dónde tiene la valentía de las imágenes, dónde la gala de las expresiones, dónde la pompa de las cadencias? A pesar de su corrección, pureza, claridad, y orden (que mejor se diría esclavitud gramatical), nada tiene del carácter épico, nada del número oratorio, por causa de sus vocales mudas, de sus sílabas mudas y sordas, de sus términos mudos, sordos y mancos alguna vez, de sus terminaciones agrias, de sus monosílabos duros, y de su arrasada y atada construcción, que no admite las transposiciones del español, del italiano y del inglés. Véase qué redondas y sonoras palabras son estas: aïeux abuelos, poulx pulso, oeuf huevo, eaux aguas, airs aires, flots olas ú ondas, lacs lagos, nud desnudo, riscs riesgos, cours cortes, muet mudo, soins cuidados, poids peso, milieu medio, y así de otras innumerables. (ahora vas y las comparas con el occitano, o su dialecto catalán)

Además de la aspereza material de las palabras, está desnuda de las imitativas, que hacen tan exacta y viva la representación de los accidentes exteriores, y movimientos de las cosas animadas e inanimadas. Está pobre de voces compuestas, y por consiguiente carece de toda la energía y fuerza que comunican a la expresión las ideas complexas. Carece de aumentativos y diminutivos, que bajo de un aspecto inverso modifican con tanta variedad y fina gradación una misma idea general. Padece también la escasez de verbos frecuentativos e incoativos, cuyas finezas enriquecen y agilitan tanto una lengua para señalar y exprimir las ideas parciales y secundarias. Estas sí que son nuances (por hablar en francés filosófico) de que carece esta lengua de los filósofos, y abunda con maravillosas diferencias y delicadezas la española. Por último ¿qué diremos de la colocación tímida e infantil de las palabras (llámenlo los franceses orden natural), que andan como arreatadas unas tras otras? Y para que no se descaminen o desaten, han tenido la precaución sus gramáticos y padres de la lengua de afianzarlas con frecuentes ligaduras de pronombres, artículos, y partículas, que a toda oreja delicada han de ofender y aun lastimar forzosamente; si ya no fuese la de aquel alemán que hallaba en nuestra lengua muy fuerte la pronunciación de Maldonado, y de Rodríguez, y dulcísima la de Musschenbroeck, y de Schurtzfleisch.

La riqueza de voces de la lengua francesa, no es tanto caudal propio suyo, que debe estar cifrado el ingenio de una nación en el modo de ver y sentir las cosas, cuanto un tesoro adventicio y casual del cultivo de las artes y ciencias naturales. Esta será la razón porque el vulgo en Francia no se explica con tanta afluencia de palabras, variedad de dichos y viveza de imágenes como el vulgo de España; ni sus poetas (porque en poesía no se admite el vocabulario de los talleres y de los laboratorios) son comparables con los nuestros en la abundancia, energía y delicadeza de expresiones afectuosas y sublimes pinturas que varían al infinito.»

Algunas páginas después dice: «La multitud de libros franceses que de treinta años acá han inundado todas nuestras provincias y ciudades, al paso que nos han ido comunicando las luces de las naciones cultas de Europa, y los adelantamientos que han recibido las artes, las buenas letras, y las ciencias naturales, abstractas y filosóficas de un siglo a esta parte; nos han también deslumbrado con su novedad y método, y más aún con la brillantez y limpieza del estilo, que es todo del gusto de los autores, y no del genio y primor del idioma.

Esta, digámosla fascinación, ha cundido con tanto poder, que ha logrado resfriar el amor a nuestra propia lengua, cuya pureza y hermosura hemos manchado con voces bárbaras y espurias, hasta desfigurar las formas de su construcción con locuciones exóticas, oscuras, e insignificativas, disonantes y opuestas a la índole del castellano castizo. La comezón general por traducir sin elección, en algunos; y en los más la comezón por comer, que no sufre espera, junta con la impericia de casi todos los traductores que hasta hoy han querido hacerse instrumentos para comunicar al público la instrucción extranjera; son la principal causa de la lastimosa degeneración que en estos últimos años iba experimentando nuestra lengua.»

Los trabajos lingüísticos que acabo de recorrer fueron tan sólo preludios de una obra que debía poner el sello al renombre de filólogo tan temprana y justamente conquistado por Capmany.

En el prólogo del Arte de traducir el francés al castellano había reconocido ya nuestro autor la necesidad en España de un buen diccionario que facilitase la inteligencia de ambos idiomas. Más tarde, aquel alma encendida en amor patrio, ruborizóse por su nación de que la arrogante y desdeñosa literatura francesa, no satisfecha con avasallar el gusto de nuestro país, se atreviese a tocar al sagrado de su lengua. Entonces, con la abnegación heroica que le caracterizaba, dedicó nuestro autor seis años de tenaces investigaciones a la formación de un Nuevo diccionario francés-español, que publicó en Madrid en la imprenta de Sancha, año de 1805.

Los vocabularios de Cormon y de Gattel, entonces los más vulgarizados en España, se hallaban plagados de inexactísimas definiciones, de palabras inútiles y de voces y construcciones afrancesadas. Capmany los examinó vocablo por vocablo, desbrozolos de todo lo impertinente, los enriqueció con un caudal copioso de modismos nacionales y expresiones del lenguaje familiar, dando, con exquisita y paciente minuciosidad, una forma lógica, breve, correcta y castiza a las definiciones y correspondencias castellanas.

Lo que llama particularmente la atención en esta obra inestimable es sin duda el prólogo. En él reproduce Capmany sus epigramas contra la riqueza adventicia y casual del idioma francés, los relumbrones metafísicos, tan comunes entre los crítico-humanistas de aquella nación a mediados del siglo XVIII y a comienzos del presente; y, en fin, recalca sobre otros temas desarrollados con singular acrimonia en sus Observaciones críticas sobre la excelencia de la lengua castellana.

Es también muy de notar en este bellísimo prólogo, la manera digna, ingenua y natural con que Capmany juzga su obra: tan distante de la vanidad descocada como de la hipócritamente modesta. Por fin, la profundidad de observación analítica se hermana en aquel trabajo con una agilidad, nervio y desembarazo de estilo, que le comunican singular hermosura.

El último escrito filológico de nuestro autor fue un excelente artículo sobre la propiedad de la dicción, que se halla en las ediciones inglesa y gerundense de su Filosofía de la elocuencia. Después de hablar de los sinónimos y de las palabras facultativas y anticuadas, vuelve a su antiguo tema sobre la irrupción de galicismos, combatiéndola con cierto esfuerzo fatigado y más tristeza que energía. «Si los hombres cuerdos y juiciosos, dice, que conocen el valor y lustre del idioma no se esmeran, como lo muestran ya algunos, en reparar este daño, vendrá una época en que no alcanzará el remedio.»

El mérito e importancia de los escritos mencionados colocan indudablemente a Capmany en un lugar muy distinguido entre los filólogos españoles.


CAPMANY CRÍTICO.

Su mérito como tal estriba en el Teatro histórico crítico de la elocuencia española, impreso por Sancha en Madrid, 1786 y 1794; y por Juan Gaspar en Barcelona, año de 1848 (V).

Esta obra debe su importancia no sólo a su indisputable bondad intrínseca, sino a la gloria de haber despertado la afición a la literatura y lengua nacionales, relegada la una, en su mayor parte, al olvido, por un espíritu servil de imitación extranjera, y lastimosamente bastardeada la otra por su íntima familiaridad con el idioma del reino vecino.

En las últimas décadas del siglo pasado empezó a inundarse la nación española de traducciones desmañadas, que tendían a desnaturalizar la índole de su lengua. En el vulgo de los escritores dominaba el mismo empeño en afrancesar sus ideas, que todo el país mostraba en afrancesar sus costumbres, sus instituciones, su vida política y social. Cierto que no debía España cerrar sus puertas al torbellino de ideas que desde Francia arremolinaba el mundo. Cuando un país, empero, utiliza el tesoro moral de otras naciones, debe imprimir en él un sello de propia originalidad. De lo contrario, las literaturas se precipitan paulatinamente en una postración lastimosa, cuyas señales infalibles son: carencia de fisonomía en los pensamientos, y monstruoso barroquismo en la forma. Tampoco pueden anatematizarse sin restricción todas las modificaciones que ha sufrido el habla castellana rozándose con la francesa. El más quisquilloso purista debe confesar que ha ganado aquella en concisión y método lo que ha perdido en armonía y gala. Pero la muchedumbre de traductores jornaleros, no tanto procuró apropiarse dicciones más en consonancia con las modernas exigencias de la lógica que los recursos habituales de nuestro idioma, como contribuyó a injertar en la sintaxis castellana otra completamente distinta.

Aquellos ilustres literatos españoles que por fortuna escaparon al contagio general, no podían mirar impasibles los estragos que causaba. Mancomunaron sus esfuerzos, y mientras unos restauraban la poesía, otros restituían a la prosa castellana su carácter indígena, su dignidad y esplendor.

El modo más acertado, si bien arduo y costoso, de abrir el apetito a los españoles para que saboreasen la elocuencia y castiza dicción de nuestros clásicos, era excogitar con discernimiento minucioso y acrisolado las bellezas de que abundan, facilitando su estudio por medio de una crítica desapasionada.

Inútil me parece, de todo punto, encarecer el inmenso trabajo que tal empresa requería. Pero a Capmany no le arredraban las dificultades. Examinó página por página las obras de nuestros prosistas; engolfose en áridas lecturas a caza de un rasgo feliz, de un pasaje de buen estilo, perdidos con frecuencia entre la maleza intrincada de reflexiones falsas o triviales, de impertinentes citas y de metáforas uniformes. «Los centenares de volúmenes de nuestros prosistas, dice el ilustrado Piferrer, que por sus asuntos distintos y por sus estilos tan varios abrumarían o espantarían al hombre más estudioso, no pudieron retraerle de que de aquella confusión, y casi siempre de aquel fárrago, anduviese sacando con diligencia y sufrimiento iguales lo poco bueno que de cuando en cuando salía a recompensar sus fatigas.» ¡Abnegación maravillosa ! ¡Admirable consorcio el del espíritu de Capmany, rebosante de agilidad y energía, con su resignada paciencia! Y si al asperísimo trabajo de entresacar algunas partículas de oro de tanto oropel, se añade el otro, mucho más difícil, de estudiar profundamente aquel largo catálogo de autores para formular con aplomo y solidez la apreciación de sus cualidades y defectos, y el de acumular noticias abundantes acerca de ellos y las ediciones de sus obras, acrece la admiración de su laboriosidad.

Estas consideraciones me inducen a examinar el Teatro histórico-crítico con alguna detención.

Encabeza el autor su obra con un discurso preliminar, muy notable por el tino y madurez de las observaciones de que se halla tachonado y por por su estilo donde campean gracia, soltura y vigor.

La opinión de los extranjeros acerca de nuestra literatura nos ha sido casi siempre desfavorable.

Entusiasta Capmany como el que más de las letras españolas, no podía mirar sin indignación tan injusto como sistemático menosprecio. Sin embargo, su buen sentido no le permitía apadrinar en manera alguna el culto tradicional que algunos, más celosos que avisados, tributaban a los escritores nacionales. En el mencionado discurso condena esta preocupación, hija de la ignorancia.

Expone luego las causas que en su concepto producen el común desvío que se observa hacia la mayor parte de prosistas castellanos. Tales son: su verbosidad, su desatinada ortografía, y aquel lujo de indigesta erudición que, según felizmente dice, «ahogan su estilo y bellos pensamientos, como en los años de muchas aguas ahoga después la yerba al trigo.)

Sin desestimar la exactitud de tales observaciones, creo que la escasa popularidad de muchos prosistas españoles debe atribuirse a tres causas radicales. En primer lugar pocos de ellos han impreso en sus obras aquel sello clásico, mezcla preciosa de verdad en el fondo y de exquisita naturalidad en la forma, que las hace contemporáneas de todos los siglos, y que sobrevive a todas las vicisitudes literarias. Contribuye en gran manera a esta falta, la poca felicidad de muchos en la elección de materias. Por otra parte, en la mayoría de nuestros escritores en prosa abundan las bellezas de estilo al par que escasean la variedad y originalidad en los pensamientos, que a menudo pertenecen, menos a su caudal propio, que a un cierto modo de discurrir, oficial, por decirlo así, de su tiempo.

Pasa en seguida Capmany a recorrer las fases y varia fortuna de la elocuencia de España, Italia, Francia, Inglaterra y Portugal. Con suma concisión y viveza, con estilo que se engrandece al compás del asunto, con excelente criterio, y, en algunos pasajes, con un calor muy cercano de la elocuencia, examina los oradores de aquellas naciones. Una erudición cuerda, una concisión tanto más difícil cuanto que reduce en un sucinto cuadro vastas proporciones; y, por fin, su lealtad en indicar las fuentes donde había bebido al juzgar la oratoria extranjera, son las principales dotes que dominan en este discurso preliminar, digno del examen más detenido y concienzudo.

Viene después un curiosísimo capítulo, que inspiraron a Capmany sus frecuentes correrías por la Mancha, las Andalucías, Murcia y Estremadura (Extremadura; el nombre viene del verbo estremar : pastar el ganado). Es un arranque de españolismo que raya en candidez, como dice atinadamente el Sr. Milá. Chispean en él innumerables rasgos de festivo y garboso decir. Pudiera, es verdad, tildarse de acre y descomedida alguna expresión alusiva a los pueblos extranjeros, si no fuese parte a disculpársela su ardiente amor patrio, fuego que no pocas veces empaña la razón. Siguen las observaciones críticas arriba mencionadas.

Ilustrado suficientemente el juicio del lector con el examen analítico de la organización del castellano, entra Capmany de lleno en la apreciación de nuestros prosistas, desde los preludios de aquel en el siglo XIII, hasta su decaimiento en el XVII.

Los escritores críticos pueden agruparse bajo una clasificación fundamental. Los hay que desmenuzan pacientemente una obra; y, enamorados con exceso de sus pormenores, ho aciertan a justipreciar en globo su espíritu y tendencias generales. Este proceder analítico adolece de mezquino y estrecho en su esencia, y de minucioso en su aplicación. Otros, al contrario, desdeñando las apreciaciones detalladas por rastreras y pueriles, examinan sintéticamente las dotes de un autor, y con miras más altas, con más vasto plan, buscan el enlace histórico y filosófico de las obras con el espíritu general de su época, y sus relaciones con la belleza literaria.

Excelente escuela crítica, si no pecase a menudo de vaga y paradojal (paradójica), si fuese menos ocasionada a convertir sus juicios en abstracciones, si su objeto principal no le sirviese con frecuencia de pretexto para formular teorías más deslumbradoras que certeras y aplicables.

Ni la educación literaria de nuestro autor ni la índole de su obra le permitían emplear este último proceder crítico en toda su elevación filosófica.

Sin embargo, no se puede dudar que ha generalizado las calidades de estilo de nuestros clásicos con inimitable seguridad, pulso práctico y suma franqueza. En esto sobresale Capmany, pudiéndosele colocar, bajo este concepto, en primera línea, no sólo entre los escritores nacionales, sino también entre los extranjeros. Su escalpelo crítico descarna briosamente la expresión, y penetra hasta sus nervios más ocultos y microscópicos. Si bien es verdad, empero, que Capmany no se propuso en su Teatro más que apreciar las bellezas de forma de nuestros prosistas, como el medio más perentorio de popularizar su estudio, no pocas veces involucra en esta crítica de estilo la de los pensamientos.

Las apreciaciones más notables que contiene el Teatro son las de Granada, León, Mariana y Cervantes.

Véase con qué imagen tan admirablemente exacta pinta Capmany el clausulado espacioso y lleno de atajos del primero. «Sufren (los lectores), dice, un género de molestia en la detenida lectura de estas cláusulas graves y sosegadas y llenas de grandes palabras, que les desconsuela y adormece; a la manera de lo que acontece a los viajantes por la Mancha llana, que padecen la pena de ver desde que salen de la posada, el campanario del lugar a donde han de ir a hacer noche.» A pesar de este defecto, bastante común en nuestros prosistas antiguos, Granada fue el verdadero creador, y es el principal dechado de la grandilocuencia mística española. Capmany, que profesaba una especie de culto a aquel escritor, se enfervoriza al mencionar sus bellas cualidades; y con pinceladas elocuentes le ensalza de esta manera: «(Granada) es en la clase de los místicos lo que el célebre Bossuet entre los oradores: un sólo primor de estos grandes escritores borra veinte defectos. Jamás autor alguno ascético ha hablado de Dios con tanta dignidad y alteza como Granada, quien parece descubre a sus lectores las entrañas de la Divinidad, y la secreta profundidad de sus designios, y el insondable piélago de sus perfecciones. El Altísimo anda en sus discursos como anda en el universo, dando a todas sus partes vida y movimiento. Cuando se coloca entre Dios y el hombre, esto es, cuando pinta nuestra fragilidad y miseria en contraposición de su omnipotencia y misericordia; cuando encarece su infinito amor, y nuestra ingratitud y rebeldía; es grande, es sublime, es incompatible.»

En el juicio crítico de León es precioso el paralelo que establece Capmany entre él y Granada, «por la que puedo juzgar en general de la prosa del maestro León, hallo que sus pensamientos son menos vagos y comunes que los del maestro Granada, y ciertamente más poéticos. Sus símiles también son más propios y expresivos, las comparaciones más nobles y adecuadas, y los contrastes estriban más en las ideas que en las palabras. En la elocuencia tiene más nervio y originalidad que Granada; pero tiene menos redondez, grandiosidad y dulzura. Sus pinceladas tienen más colorido, y sombras más fuertes; bien que no tanta corrección y asiento. En la grandeza y alteza de las ideas son iguales; pero León respira más fuego, y menos artificio retórico.

Sublime es también éste como Granada, pero más en las imágenes que en los sentimientos. Y como Granada exhortaba, persuadía y reprendía en sus escritos, por esto va derecho al corazón del lector: y esta es la causa de tener más unción; sobre todo en lo patético, que no pertenecía al género de escribir, ni a los asuntos de León. Este podía no sentir tanto como Granada; pero pintaba con más vigor lo que sentía; y así hablaba más a los sentidos, porque se servía más de su imaginación, rica y fecunda. Por último, he advertido que la pluma de Granada era más suelta, más ejercitada, y su estilo más fácil y suave; pues el esmero particular que confiesa el mismo León que puso en la medida, peso y examen de cada palabra, se había de sentir después. Sin embargo, a pesar de este cuidado, únicamente consiguió dar cierto número y colorido a las frases; porque sólo Granada fue criador de la armonía y elegancia castellana.»

Obsérvese de paso cuánto dista el concienzudo paralelo transcrito de la manera como solían comparar a los autores los críticos franceses contemporáneos de Capmany. Sus parangones, relumbrantes mosaicos de antítesis simétricamente incrustadas, más son deleite para el ingenio que provecho para el juicio. En nuestro escritor nada de comparaciones vagas, nada de abrillantamiento. Su crítica es sobria de colores retóricos, clara, sesuda y vigorosa. La apreciación de Mariana es la más briosamente escrita de la obra que me ocupa. Con una sola pincelada caracteriza Capmany el estilo de nuestro historiador. «No por esto carece su estilo, dice, de cierta valentía y vigor; bien que las más veces se confunde con un género de dureza y aspereza a que han querido algunos dar nombre de precisión. Yo mejor Ilamaríalo robustez de carácter; como la de aquellos cuerpos membrudos, señalados más por los músculos y nervios que por la gentileza y gallardía.»

En el juicio crítico de Cervantes hay cierto tono irreverente, poco laudable en un buen español que habla de la mayor gloria de su país. Sin llevar el amor patrio a un extremo de ridículo fanatismo, creo que hay en cada nación un arca santa de gloriosos recuerdos, que no es lícito tocar sin respeto.

Tampoco es para aplaudida la nimiedad con que Capmany enumera los defectos de estilo de Cervantes. «¿Quién, dice Piferrer... repara en los despojos que arrastra la corriente de un río caudaloso, cuando el majestuoso movimiento con que serpentea, el suave sonido y la tersura de sus ondas, el verdor y la frondosidad de que viste las márgenes cerca y lejos, la vida que desde su nacimiento hasta su fin derrama por todas partes, hinchen el alma de bienestar dulcísimo, la arroban, o la sobrecogen con cierto temeroso respeto sublimándola a otra alteza de ideas y de sentimientos?»

A propósito del malogrado autor de los Clásicos españoles, no creo inoportuno advertir que esta inestimable obrita se puede considerar a la vez como consecuencia y complemento del Teatro. El detenido estudio que Piferrer hizo de esta obra, le inspiró la suya, que si no aventaja a la primera en perspicacia observadora, la sobrepuja en sentimiento estético, y en regularidad y belleza de forma. Por otra parte, llena con noticias copiosas de nuestros escritores del siglo XV un vacío notable que ha observado en la de Capmany el Sr. Milá. Entrambas producciones, forman una historia crítica completa de los prosistas castellanos.

CAPMANY HISTORIADOR.
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La manera más útil de escribir la historia consiste en basarla sobre documentos irrefragables, y ponerlos íntegros a la vista del lector para que pueda apreciar con exactitud el espíritu general y local de los distintos tiempos. Verdad es que este método necesita un grande esfuerzo de arte para no rayar en desabrida narración. Pero tampoco es ocasionado a extraviar el juicio con paradojas, donde a menudo, brilla el ingenio a expensas de la verdad histórica, ni a convertir los hechos en esclavos de los sistemas.
La historia documentada requiere además una infatigable diligencia, un espíritu instintivamente metódico, y, casi diré, una vocación para esta clase de estudios.

Desconocida era en España esta manera tan provechosa como difícil de escribir la historia, antes que Capmany diese de ella un grandioso ejemplo con sus Memorias
históricas sobre la marina, comercio y artes de la antigua ciudad de Barcelona, impresas en Madrid por D. Antonio de Sancha, año de 1779 y 1792.

No contento con haber mostrado las riquezas inagotables de nuestro idioma, y, despertado la afición al estudio de sus esclarecidos cultivadores, quiso Capmany patentizar las antiguas glorias de su país para estímulo nacional y desengaño de la extranjera arrogancia.

El objeto de las Memorias fue dar a conocer el gran pueblo barcelonés de la edad media, cuya robusta organización, cuya independencia democrática, cuyo carácter de recio temple y genio laborioso y emprendedor, le hicieron capaz de rivalizar en opulencia y poderío con las repúblicas más pujantes del Mediterráneo. Capmany, armonizando la severidad del relato estrictamente histórico con un estilo grave, regular y sostenido, describe el principio y progresos de la marina mercante de Barcelona, las crudas y sangrientas batallas que sus ejércitos navales sostuvieron con las flotas genovesas, y cuanto atañe a su preponderancia marítima en aquellos tiempos. Investiga después el origen y progresivo desarrollo del comercio antiguo de la ciudad condal, sus relaciones mercantiles con las islas y costas del Archipiélago, con las tierras de Romanía, reinos de Sicilia, ciudades y puertos de Italia, provincias de Languedoc y Provenza; amontonando, por fin, cuantas noticias pueden dar una idea clara de su importancia comercial. Resucita después aquella inmensa población manufacturera de la antigua ciudad, reorganiza los cuerpos gremiales donde tan vivo se mantenía el espíritu de corporación, utilísimo para la dignidad del trabajo manual en unos tiempos en que era este tan generalmente menospreciado (VI), y hace, en fin, una circunstanciada reseña de los diferentes oficios que constituían uno de los caracteres más especiales de aquel gran pueblo rebosante de vitalidad y energía.

Ni mis escasas fuerzas, ni la premura del tiempo me permiten apreciar por completo el valor de una obra tan voluminosa, tan especial, y fruto de tan prolijas y concienzudas investigaciones. Basta, empero, el sentido común para ver que el mayor mérito de las Memorias estriba en su originalidad; pues felizmente dijo don Nicolás de Azara, escribiendo al autor desde Roma «que había tenido que crearse, por decirlo así, la materia.» En efecto, preciso fue caminar sin guía por un laberinto de hechos incoherentes, clasificarlos después, generalizarlos, y construir, finalmente, con tan distintos materiales un edificio grandioso, donde la regularidad y el método resplandecen (VII).

Para dar mayor autoridad y asiento a la narración histórica, recopiló el autor en número de más de trescientos sus testimonios justificativos. «La presente colección, dice Capmany, es tan rara por la novedad de las piezas originales o inéditas que encierra, como preciosa por la naturaleza de las materias y asuntos que en ella se tratan. Así, se puede afirmar que hasta ahora ninguna nación ha dado a la prensa una recopilación de documentos de igual antigüedad, y variedad de objetos relativos a la marina, comercio y artes.»

En el tomo tercero de la obra hay algunas consideraciones sobre la arquitectura gótica, palpitantes de aquel sentimiento íntimo de la belleza que, según otro escritor barcelonés muy profundo e intuitivamente estético, hizo a Capmany «superior a su tiempo y adivinador de lo futuro:»

Finalmente, si bajo el aspecto histórico pueden considerarse las Memorias como el fruto más natural y sazonado y el más glorioso blasón de las letras catalanas, son bajo el aspecto del lenguaje y del estilo una obra clásica de la moderna literatura española.

Débense a Capmany otras producciones históricas además de la mencionada. Tales son: I.a el Compendio histórico de los soberanos de Europa (1786). - 2.a La vida del falso profeta Mahoma (1792). -3.a 4. El Compendio histórico de la real Academia de la Historia de Madrid, que precede al tomo primero de las Memorias de esta ilustre corporación (1796). - 4.a Las Cuestiones críticas sobre varios puntos de historia económica, política y militar, donde amplía algunas especies que se hallan en los capítulos IV, V, VI y VII de las Memorias (tomo III): y añade otras no menos importantes. En todos estos trabajos campea la amenidad en medio de las más áridas materias, en todos abunda la vasta erudición de Capmany, el método y las dotes de su dicción siempre correcta, castiza y elegante.



CAPMANY HUMANISTA.



El análisis más acabado y bello de elocución prosaica que posee nuestra nación, es, a no dudarlo, la obra de Capmany intitulada Filosofía de la elocuencia. Sin embargo, el estudio prematuro de ella podría traer consigo un inconveniente capital; pues las producciones didácticas de esta naturaleza que se ciñen al estilo, sólo aprovechan a los escritores que poseen aquel grado precioso de sazón, solidez y buen gusto necesarios para no sacrificar el alma de una producción literaria a su envoltura.

Indudablemente el hábito de acariciar con exceso la forma en los escritos, no sólo conduce a una especie de materialismo literario, sino que funde en una turquesa general y uniforme los rasgos característicos y especiales de cada escritor. Lo que constituye la verdadera belleza literaria es la solidaridad del pensamiento y de su expresión. Cuando aquel es brioso y espontáneo, nace siempre vestido de todas armas, como diz que nació Minerva del cerebro de Júpiter. Indudablemente los principios tradicionales y eternos del buen gusto, las reglas esenciales de toda elocución, tienen una influencia vivificadora hasta en la misma concepción literaria, y con mayor razón en las formas que esta reviste. Mas para que esta influencia sea acertada debe coincidir con la incubación intelectual, no divorciarse de ella.

Capmany, como la generalidad de humanistas contemporáneos suyos, adolece en teoría de sobrado amante de la forma. Este defecto es, en mi humilde concepto, el más radical de su Filosofía de la elocuencia que con más propiedad pudiera llamarse Filosofía de la elocución. Exclusivamente dedicada a desentrañar la estructura material de la dicción y del estilo, y a descubrir las riquezas, a menudo baladíes, de la exornación oratoria, no revela un verdadero sistema filosófico; y las consideraciones estéticas que acá y acullá derrama en ella su autor, se encuentran desencadenadas, no sujetas a una teoría general. Por otra parte, y a pesar de la intención laudable de Capmany para dotar a su patria de un tratado original de retórica, su modo de ver en el arte no se eleva en general sobre el común de su época. La tendencia más innovadora de su Filosofía consiste en haber desembarazado la parte didáctica de reglas inútiles que abruman con su peso la memoria, sin esclarecer el gusto ni la razón (VIII).

Lo que resalta principalmente en ella es la misma intención que dictó a Capmany su Teatro histórico-crítico; esto es, el deseo de poner un dique a los galicismos, que desfiguraban la dicción castellana. De ahí que su pluma no acierte a despedirse de los escritores nuestros, cuyos pasajes de buena prosa traslada y encarece con amoroso afán y siempre igual complacencia:

La Filosofía de la elocuencia bajo el aspecto de la forma literaria es indisputablemente una de las obras más bellas y artísticas de su autor.

Fue impresa en Madrid por Sancha. - (1777), reimpresa con notabilísimas modificaciones en Londres. -(1812), y finalmente en Gerona, según esta última edición, por Antonio Oliva, impresor de Su Majestad. - (1836).

En la reimpresión, Capmany perfeccionó su obra, invirtiendo el orden de algunas materias, añadiendo otras, ampliando las más, y esclareciéndolas todas con abundancia de ejemplos de autores, en su mayor parte nacionales. Las ideas descarnadas de la primera edición se hallan en la segunda vestidas, y las frases acicaladas con particular esmero; por esto la edición matritense debe considerarse como el esqueleto de la inglesa. Sin embargo no se puede calificar a la última de nueva en todo, menos en el título y en la forma (*): pues, con muy raras excepciones, entraña todas las ideas matrices de la primera, y, sobre todo, es idéntico en ambas el modo general de ver el arte. Más todavía: las variaciones notables de la edición posterior me parece que consisten cabalmente en perfección de forma, prescindiendo de algunas pocas materias añadidas, entre las cuales ocupa un lugar distinguidísimo el inspirado capítulo final que redondea y completa la obra. Por estas razones me he ocupado de ella tal como la dejó su autor en la edición de Londres.



(*) Filosofía de la elocuencia: prólogo de la segunda edición.

CAPMANY SATÍRICO.



Una de las cualidades más instintivas de nuestro autor fue su propensión a la sátira. La de Capmany no chispea medio velada por un estilo artificioso; es fogosa y francamente agresiva, es todo fuerza. Rompe a menudo las trabas de la etiqueta científica; y cuando puede a sus anchuras desenfrenarse, y si le sirve de botafuego el patriotismo, adquiere una violencia asombrosa.

Aparte de los rasgos epigramáticos sembrados en varias producciones suyas, dos de ellas revelan en Capmany una verdadera disposición para el género satírico.

Intitúlase la primera Comentario con glosas satíricas y jocoserias sobre la nueva traducción castellana de las Aventuras de Telémaco, publicada en la Gaceta de Madrid de 15 de mayo de 1798. - Imprenta de Sancha.

El despecho de ver tan maniatada a la lengua española por la descreída turba de traductores, debía ser muy profundo en quien, como Capmany, la idolatraba. Nada, pues, de extraño tiene que un escrito destinado a vengar en uno los ultrajes hechos al castellano por todos aquellos, adolezca alguna vez de sobrado, virulento y descomedido. Tampoco fuera justo tildarle de chocarrero en algún pasaje. El Comentario es un desahogo en estilo familiar, no una producción con pretensiones literarias. Admírese más bien el brío y soltura con que está escrito, y la exactitud de las observaciones filológicas que le prestan un interés general.

Vino una época en que el patriotismo de Capmany rayó en verdadero frenesí.

Fascinado un momento el león de las Españas por la fulminante mirada del gran dominador del siglo, dobló humilde su brava cerviz ante las gradas del trono imperial. Pero al ver correspondida con ultrajes su respetuosa mansedumbre, pudo más su altiva condición que el asombro involuntario que Bonaparte le inspiraba. Entonces, sus rugidos despertaron de su estúpido letargo a la patria del Cid, y tuvo principio la más heroica revolución que han visto las edades modernas.

Capmany se encontraba ya en aquella edad en que las pasiones, sangre del alma, se congelan, las fibras del corazón se aflojan, y toda la vida se concentra en un solo y obstinado deseo, el de prolongarla. Nuestro insigne patricio sintió, al contrario, enardecerse más y más en su noble pecho el fuego sacrosanto, que era el alma de su alma. Y bien puede decirse que en Capmany brotó una segunda juventud en medio de su vejez achacosa, y que renació vivaz de entre sus mismas cenizas.

Su mano trémula no podía empuñar el acero; pero quedábale su valiente y guerrera pluma. Ofrecióla con leal franqueza al generalísimo Godoy en 8 de noviembre de 1806. Repitió sus ofertas en 12 del mismo mes y año en un escrito vigoroso, en el que aconsejaba al Príncipe de la Paz que enardeciese a todo trance el espíritu nacional, preparando a la influencia moral extranjera un camino cabrero de preocupaciones; y al efecto, le encarece el fomento de las corridas de toros (*).



(*) Da noticia en este memorial de un escrito suyo en defensa de los toros contra los españoles de nuevo cuño, que no me ha sido posible encontrar. Fuera curioso contraponerle al célebre folleto Pan y toros, atribuido a Jovellanos.



Desea también que para mantener vivo el entusiasmo patriótico, se encargue a los poetas la composición de letrillas, jácaras y romances, que recuerden las gloriosas hazañas de nuestros antepasados.

La indiferencia o el desprecio de Godoy por tan sinceras y patrióticas demostraciones hicieron estallar la mal reprimida indignación del fervoroso patricio. Entonces publicó su folleto, Centinela contra franceses (* 1808.); tempestad de sarcasmos, de chocarrerías, de sangrientas pullas, de gritos de alerta y de himnos guerreros, interrumpida de cuando en cuando por animadísimas pinturas, reflexiones llenas de buen sentido y rasgos de verdadera elocuencia. Es imposible leer esta producción, retrato genuino del alma de Capmany en aquellos azarosos días de lucha, sin experimentar la misma embriagadora impresión que causa alguna de estas marchas guerreras que el espíritu de las batallas ha inspirado a la naciones. Es imposible leerla sin que la imaginación enardecida se trasporte a aquella época, en que España toda palpitaba de santo denuedo, como un solo corazón (*).

(*) Entre los pasajes bellos del Centinela, destaca el siguiente en que Capmany pinta uno de los rasgos más característicos del pueblo francés: su culto ciego a la gloria militar.
«Si le sacan llorando, dice, de la casa paterna, vuelve a ella cantando o echando bravatas:... la guerra parece que es su elemento y prescinde del fin por que pelea: ya muere por coronar reyes, ya por destronarlos, hoy por la libertad, mañana por el despotismo. Va a la guerra como el caballo; el clarín le alienta, y corre con el jinete cristiano, cae éste, móntalo el moro y parte con el nuevo dueño contra el cristiano.»



Además de las obras mencionadas publicó Capmany un interesante trabajo sobre los cuerpos gremiales, y dos traducciones.

Intitúlase el primero: Discurso económico-político en defensa del trabajo de los menestrales, y de la influencia de sus gremios en las costumbres populares, conservación de las artes y honor de los artesanos. - Madrid. - Imprenta de D. Antonio de Sancha. - 1778. -(IX).

Es una de las producciones más filosóficas de nuestro autor, si bien, literariamente hablando, es algo floja y desaliñada. Los capítulos más notables del Discurso son los intitulados: - Apología del trabajo de los artesanos, y - Honor del trabajo mecánico.

En 1785 publicó Capmany en Madrid los Antiguos tratados de paces y alianzas entre algunos reyes de Aragón y diferentes príncipes infieles del Africa y del Asia.

Amat no hace mención de otra obra cuyo título es el siguiente:

Ordenanzas de las armadas navales de la corona de Aragón aprobadas por el rey
D. Pedro IV, año 1354. Van acompañadas de varios edictos y reglamentos promulgados por el mismo rey sobre el apresto y alistamiento de armamentos reales y de particulares, sobre las facultades del almirante, y otros puntos relativos a la navegación mercantil en tiempo de guerra: copiadas por D. Antonio de Capmany por orden de S. M. del archivo del maestre racional de Cataluña, y del real y general de la corona de Aragón, y vertidas literal y fielmente por el mismo, del idioma latino y lemosino al castellano, con inserción de los respectivos textos originales. - Madrid. - En la imprenta Real. - 1787.

Es notable el prólogo, como todos los de Capmany, interesantísimo y desnudo de frivolidades y elogios personales, tan comunes a esta clase de escritos. En él Capmany hace la apología de las leyes traducidas, disculpando la severidad que en ellas domina, y estableciendo que «entonces la suerte y gloria de la corona dependía de la marina.» Filosofa después sobre la naturaleza y causas del valor guerrero, con su solidez acostumbrada, y concluye con estas notables palabras llenas de franqueza y desenfado.
- «He hablado del imperio de la disciplina militar, porque he tenido muchas veces que obedecer y algunas que mandar en la carrera de las armas: he tratado del espíritu de la ordenanza marcial, porque he tocado en paz y en guerra sus efectos: en fin he definido el valor y he filosofado sobre sus causas porque conozco el miedo; y jactarme de no conocerlo sería confesar que no soy ni hombre ni bestia; por esto el gran Duque de Alba, cuando al volver de su conquista de Portugal le mostraron el epitafio fanfarrón de un portugués, que decía: «Aquí yace quien nunca tuvo miedo;» respondió aguda y discretamente: «este no habría despavilado ninguna vela con los dedos.» A la verdad nadie puede responder de su valor, si no se pone en las ocasiones de probarlo» (X).


Capmany tiene una fisonomía moral vigorosa y completa. Al contrario de otros ingenios que tienen, cual los actores, dos existencias diferentes, la una ficticia y la otra real; que separan su vida como hombres de su vida como escritores; la pasión dominante del ilustre catalán se halló casi siempre de acuerdo con su inteligencia. El cariño al trabajo, y el patriotismo, elementos tan puros como poderosos de actividad, se confundieron en su alma a manera de dos llamas en una sola; y formaron un principio vital único, lleno de fecundidad y energía. De aquí este lazo íntimo y común de unidad que eslabona sus varias producciones. Por otra parte, se puede afirmar fundadamente que las facultades mentales de Capmany llegaron a su grado definitivo de alcance y desarrollo. Y existe algo tan venerable como la virtud, en el hombre que ha llenado cumplidamente su destino intelectual. ¿Quién no ha meditado, con deseos de perfeccionar su espíritu o con honda amargura por haberlo descuidado, la parábola de Jesucristo que santifica esta parte preciosa de nuestra misión acá en la tierra? Sin duda que el noble placer de haberla cumplido iluminó con un rayo de serenidad apacible la turbulenta y achacosa vejez de Capmany; sin duda que el más provechoso obsequio que podrían tributar a su querida y respetada memoria los ingenios catalanes, fuera el de continuar las tareas literarias del que tanto anhelaba el engrandecimiento de su nación. Y permítase al más humilde y oscuro admirador de los talentos esclarecidos que encierra Cataluña, el deplorar su inacción, hija, a no dudarlo, de una exagerada modestia. ¿Por qué la patria de Capmany, de Balmes y de Piferrer no ha de ser la primera en reanimar la literatura patria, ella que atesora tan ricos elementos de vitalidad intelectual?
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ADVERTENCIA.

Debidos no pocos lunares de la precedente Memoria a ser de índole diversa las producciones en ella examinadas, costoso trabajo para un juicio inexperto a fuer de bisoño; algunos encuentran disculpa en la escasez de datos críticos y biográficos de que pude disponer. Para llenar en lo posible los notorios vacíos del escrito mencionado, la Academia de Buenas Letras, con una benevolencia que vivamente agradezco, me ha permitido la formación de un Apéndice. He recogido en él varios documentos que me ha proporcionado mi estimable amigo D. Mariano Aguiló, (mallorquín) bibliotecario segundo de esta Universidad y Provincia, y archivero de la Academia. El primero de ellos, aparte de las interesantes noticias genealógicas y nobiliarias que contiene, revela en Capmany un esmero por mantener ileso su apellido, que tildarse pudiera de nimio y sobrado a ser menos sólida y bien sentada su reputación y menos digno de lauro eterno su nombre.
El segundo es un testimonio irrecusable de su acrisolado cariño al trabajo; pues de él se desprende que ya en 1802 sufría una dolorosa fluxión en los ojos que no le retraía de consagrarse a sus tareas literarias con aquella paciencia suya, que en alguna de sus obras, acertadamente califica de alemana. El tercero es un folleto inestimable que todos los admiradores del esclarecido Capmany leerán con gusto. Escasísimas son las notas que de propia cosecha he añadido con el objeto de amplificar algunos puntos, tratados en la Memoria con sobrada ligereza. - G. F.

APÉNDICE.

I.

Excmo. Sr.: - D. Antonio de Capmany, con la más respetuosa veneración a V. E. expone; que necesitando sacar del Real y General Archivo de la Corona de Aragón copia de un privilegio militar concedido por el Sr. Rey D. Carlos segundo en treinta de noviembre de 1671 en favor del Dr. en ambos derechos Gerónimo Capmany, Ciudadano Honrado de Gerona; y respecto de hallarse registrado en el Real Archivo el referido Privilegio con la equivocación de la primera sílaba del apellido, convirtiendo en Camp lo que debiera ser Cap, desea que se corrija este yerro casual de ortografía mediante la superior autoridad de V. E. Para dar a V. E. el necesario conocimiento a fin de proveer con la más formal instrucción lo conducente, exhibe el exponente algunos documentos de la mayor autenticidad, en falta del Privilegio original que se perdió, que probarán convincentemente el yerro involuntario que se cometió al extender su apellido, y cuál debe ser su legítima, original y característica ortografía. En dicho Real Privilegio es llamado el nuevo agraciado (mi segundo abuelo), Dr. en ambos derechos y Ciudadano Honrado de Gerona, y pariente consanguíneo de la antigua y noble casa de Montpalau. Además en las armas parlantes que se le conceden en dicho Real Privilegio, se figura una cabeza de un mancebo en campo de gules que es la propia significación de Capmany, esto es, cabeza grande, lo que de ningún modo puede convenir al equivocado apellido Campmany, que suena campo grande. En el documento que presenta el exponente de n.° I.°, y es la certificación del Barón de Serrahí, de hallarse registrado en los Libros del Brazo el susodicho Privilegio, se lee el apellido Capmany y no Campmany, y que lo hizo registrar D. Narciso Sampsó, apoderado de dicho nuevo agraciado Dr. Gerónimo, lo que comprueba una gran conformidad con leerse nombrado el mismo D. Narciso como primo hermano del sobredicho Dr. entre los albaceas que elige este en su testamento del año 1672 que se presenta n.° 3.° Otro documento que acompaña n.° 2.° es el testamento de María Camps, mujer del mismo D. Gerónimo el nuevo agraciado, su fecha también en 1672 y en él se lee constantemente el apellido Capmany y se nombra Dr. en ambos derechos y caballero, pues lo era desde el año anterior. Otro documento que se presenta número 3.° es el testamento de dicho nuevo agraciado, su fecha 1672, y en él se nombra doctor Gerónimo Capmany, y se lee que era caballero, descendiente de los Montpalaus, y de Ciudadanos Honrados de Gerona, que son cabalmente las tres circunstancias que caracterizan al nuevo agraciado en el tenor del Real Privilegio. El documento que se presenta n.° 4.° son los capítulos matrimoniales de los padres de dicho nuevo agraciado, su fecha en 1628: y allí se lee que el padre era Pablo Capmany, Ciudadano Honrado de Gerona, y la madre era D.a Esperanza de Montpalau. A mayor abundamiento presenta el exponente la fé de su bautismo y la de su padre, donde sigue clara la filiación con el apellido de Capmany unido al de Montpalau y la calificación en todos de caballero. Si en vista de las pruebas que ofrecen todos estos documentos justificativos, juzgare V. E. por escritura legítima el apellido de Capmany y por yerro de pluma del copiante el de Campmany, que de ningún modo tiene identidad con su familia;

Suplica a V. E. se sirva ordenar al Archivero Real interino, que hallando conformes las circunstancias que expone el suplicante con las que exprese el tenor de aquel Real Privilegio, anote en el Registro y lugar correspondiente del margen o de otra forma autorizada la debida corrección que corresponda al equivocado apellido Campmany, para salvar todo yerro en lo sucesivo con esta providencia en beneficio del exponente y de sus sucesores que quieran hacer uso de aquel instrumento regio: Gracia que espera de la notoria justificación de V. E. Barcelona I.° de setiembre de 1785. - Antonio de Capmany.

II.

Muy Sr. mío: Agradeciendo en el alto grado que debo la singular honra que se ha servido dispensarme esa Real Academia de Buenas Letras nombrándome por uno de sus individuos, más por un efecto de su benignidad hacia un patriota zeloso que por algún mérito verdaderamente literario que se reconozca en mí, digno de tan distinguida demostración, contesto a la muy apreciable carta de V. S. en la que me participa esta plausible noticia, suplicándole haga presente a ese ilustre Cuerpo los vivos deseos que me animan de darle las más solemnes pruebas de mi júbilo y reconocimiento por medio de la oración gratulatoria que acabaré de trabajar luego que quede libre de cierta fluxión de ojos que me ha mortificado muchos días y me ha obligado a dilatar hasta hoy la debida contestación.

Con este motivo me ofrezco a la disposición de V. S. siempre agradecido a las finas y honoríficas expresiones que merezco a su bondad, mientras ruego a Dios le guarde a V. S. los muchos años de vida que le deseo. - B. L. M. de V. S. su más atento y afecto servidor, Antonio de Capmany: - Sr. marqués de Llió.


III.


Para esta breve reseña biográfica me serví del Diccionario de autores catalanes publicado en 1836 por el diligentísimo Amat, que copió al pie de la letra la mayor parte de datos relativos a Capmany, del Diccionario Histórico o Biografía Universal compendiada, por F. Mh. Q. y S. - Barcelona 1830. -Librería del editor Francisco Oliva. - Tomo tercero. Mas, apenas presentada la precedente Memoria, vino a mis manos un folleto precioso por las abundantes noticias que contiene; cuyo título es el siguiente: Fallecimiento de D. Antonio de Capmany y Montpalau,--publicado en Londres el año 1814. - Dalo a luz en esta corte un amigo suyo. - B. L. - Con licencia, en Madrid - en la imprenta de D. Francisco de la Parte. - 1815. - La importancia biográfica de este documento, el catálogo detallado que contiene, y lo esmerado de su redacción, me mueven a trasladarlo íntegro:

«La misma combinación de circunstancias desgraciadas que privó a España de los talentos y virtudes del amable Vega, cuya muerte anuncié en mi número anterior, la despojó días después de uno de los mejores ornamentos de su literatura en D. Antonio de Capmany. La enfermedad epidémica acometió a ambos casi al mismo tiempo: el primero fue víctima de ella durante el ataque de la fiebre aguda: Capmany pudo vencerla; pero oprimido del peso de sus años, faltáronle las fuerzas necesarias para la convalecencia, y falleció al cabo de un padecer lento y penoso. (I.°)

«Los títulos de D. Antonio de Capmany a la admiración y agradecimiento de su patria como ciudadano y como literato a pocos cederán, si es que hay quien pueda alegarlos mayores en nuestra era. Una circunstancia hay en ellos que seguramente debe encarecerlos para España en estos tiempos, y es que el carácter y literatura de Capmany le pertenecen exclusivamente: que cuanto fue y cuanto supo era legítimamente español, y que en el contagio casi universal de francesismo literario con que está plagada la península española, tan lejos estuvo de contraerlo, que como si la naturaleza le hubiera dotado de un contraveneno, cuanto aprendió en los escritores franceses, otro tanto se españolizó entre sus manos. Si las antipatías nacionales pueden alguna vez convertirse en virtudes públicas (de lo cual España presenta un ejemplo cual pocos se encontrarán en la historia), Capmany nació con este estímulo de patriotismo en un grado supremo.
Su provincia y sus abuelos se habían sacrificado en odio de los franceses, y Capmany reconcentró en su corazón todo el fuego de antifrancesismo que había devorado a su familia y sus paisanos. Cuando la España no sospechaba la horrible traición de sus vecinos que la ha inundado en sangre, el odio de Capmany a los franceses dando pábulo a su vehemente y fecunda imaginación, era materia de solaz y entretenimiento entre todos los que tuvieron el placer de su trato. Al punto que los acontecimientos de España convirtieron en el más exaltado patriotismo lo que hasta allí había sido mirado como un divertido capricho, Capmany apareció entre los más atrevidos defensores de la causa de España, sellando su odio a la usurpación de Buonaparte en el periódico titulado: Centinela contra franceses, (*) que fue su última obra literaria, y el papel más característico y nacional de cuantos se han publicado de esta clase durante la revolución española.

Pero antes de hablar de los escritos de este ilustre literato, insertaré una noticia de su vida y familia, que él mismo publicó (2.°) en Cádiz cuando temió que todos sus papeles habían perecido en Madrid. Sólo omitiré algunos pormenores que por domésticos no pueden tener interés para el público.

El carácter literario (3.°) de D. Antonio de Capmany tiene una circunstancia no común en España, y es el haberse dedicado al estudio sin ser lo que allá se llama hombre de carrera. Destinado a las armas desde sus primeros años, sin más educación que el escaso saber que se adquiere por lo común en las escuelas de gramática latina en España, sólo su estraordinaria disposición y sus talentos pudieron llevarlo al estudio a que después debió su vida.

(*) Es un librito en 12.°: el autor se equivocó. Véanse los números 11 y 12 del catálogo de las obras que publicó el Sr. Capmany, impreso de su orden en Cádiz en el año de 1812.

La afición a la entonces ignorada historia de su patria lo puso en la carrera en que tanto se ha distinguido. Parece que al mismo tiempo se aficionó al estudio de la elocuencia, y que como requisito indispensable se empleó por bastante tiempo en el estudio de los mejores escritores de la lengua española. Algún lugar hubo de dar desde muy temprano en su plan de propia educación a la economía política, porque siendo muy joven publicó con nombre fingido un tratado sobre aprendizajes, gremios, etc.; materia que volvió a tratar más profundamente en su obra maestra: Historia de las artes, comercio y marina de Barcelona.

Para escribir este apreciable libro tuvo a su disposición los archivos de aquella famosa ciudad: tesoro inmenso, cuyas riquezas no podían sacarse a luz a no ser por un hombre de la comprehensión y laboriosidad de Capmany. Esta obra da mucha luz para la historia general del comercio del mediterráneo en los siglos medios, y mucho más para la particular del estado de España en aquella época. Capmany fue el primero que hizo ver el poco fundamento de la opinión generalmente recibida sobre la opulencia de Castilla en fábricas y comercio por los siglos XV y XVI.

Como continuación de la antecedente publicó después otras dos: Leyes marítimas de Barcelona en los siglos medios; y una colección de tratados entre los antiguos reyes de Aragón y los estados de Berbería.

Aunque contra el orden cronológico, haré aquí mención de otra obra que publicó en 1805, que por ser sobre puntos históricos tiene conexión con las anteriores. Su título es Qüestiones críticas. En ellas incluye una multitud de noticias que había recogido en el discurso de sus estudios para la formación de sus obras anteriores, y trata a fondo cuestiones importantes y curiosas que sólo se hallaban indicadas en sus otros escritos.

Sus obras filológicas fueron escritas en épocas muy distantes. Una de las primeras que publicó siendo aun joven, fue la Filosofía de la Elocuencia. En sus últimos años la refundió enteramente, y en el pasado de 1812 se imprimió en esta capital por orden de su autor, y según sus manuscritos originales.

El Teatro de la Eloqüencia Española es una colección de extractos de los mejores escritores castellanos, dispuestos en orden cronológico, y acompañados de una noticia de sus autores, y algunas observaciones críticas sobre su estilo.

En Madrid publicó un Diccionario Francés-Español, que es infinitamente superior a cuantos existen de esta clase.

Muchas otras inéditas (4.°) deben quedar en poder de sus herederos, si es que escaparon sus papeles de manos de los franceses. Yo he visto algunos manuscritos que compuso para la comisión de Cortes, que como todas sus obras, abundan en saber, y dan, cuando menos, llamaradas del gran talento de su autor.

El formar un juicio crítico de todas y cada una de las obras de D. Antonio Capmany sería un empeño superior a mis fuerzas, y ajeno de un breve artículo necrológico. Baste decir que en todas sus producciones se encuentra un fondo inagotable de erudición y una eloqüencia peculiar y característica (5.°) del autor. El vigor y animación que le distinguieron hasta su edad más avanzada dan vida a cuanto salió de su pluma. Capmany, como todos los hombres de carácter vehemente y talentos extraordinarios, llevaba ciertos gustos y opiniones al exceso. Tal era a mi parecer su idolatría (que tal puede llamarse) de la lengua española, su admiración de la elocuencia de los escritores castellanos del siglo XVI, y su empeño en conservar la lengua en el mismo estado que tenía en aquel tiempo. Pero si esto (como creo) debe ponerse en la clase de preocupaciones, no puede negarse que es una preocupación laudable en su principio, y en perfecta armonía con el carácter castizo de Capmany.»

_____

DOCUMENTOS.


I.°

AQUÍ YACE

EL FILÓLOGO

DON ANTONIO CAPMANY Y MONTPALAU

DIPUTADO POR CATALUÑA
EN LAS CORTES GENERALES Y EXTRAORDINARIAS.

SUS OBRAS LITERARIAS Y SUS ESFUERZOS

POR LA INDEPENDENCIA Y GLORIA

DE LA NACIÓN

PERPETUARÁN SU MEMORIA.

MURIÓ EL 14 DE NOVIEMBRE DE 1813,

A LOS 71 AÑOS DE SU EDAD.

R. I. P. A.


2.°

RELACIÓN SUCINTA

del nacimiento, patria, ascendencia, estudios, servicios, méritos, trabajos y actual estado de don Antonio de Capmany, para noticia, en lo venidero, de sus hijos y sucesores hoy prófugos, destituidos de todos los documentos y manuscritos originales, que tuvo que abandonar en Madrid en 4 de Diciembre de 1808, con motivo de su repentina emigración de aquella corte, donde tenía su domicilio.

Don Antonio de Capmany nació en Barcelona en 24 de noviembre del año 1742, y fue bautizado el día siguiente en la catedral de dicha ciudad. Fueron sus padres Don Gerónimo de Capmany, caballero domiciliado en Barcelona, y doña Gertrudis Suris, ambos naturales de la villa de San Feliu de Guixols en la costa de Cataluña.

Su padre, aunque nacido en dicha villa, y bautizado en aquella parroquial iglesia en 1708, descendía de la ciudad de Gerona, en la cual tenía la casa solar su antiquísima familia de Ciudadanos, en cuya honorífica clase estaba inscrita desde el año 1495, según consta en las matrículas del archivo municipal.

Su abuelo, llamado también Gerónimo, nació en Gerona en 1660: fue Lugar-Teniente de Bayle general de Cataluña por real cédula de Carlos II en 1694; y hallándose de primer Jurado de aquella ciudad en 1710, y comandante de la milicia urbana en el sitio que sufrió de los franceses mandados por el duque de Noailles, se resistió a la capitulación; y por tanto tuvo que emigrar a Génova, quedando sus casas y haciendas confiscadas, y reducida su familia a la indigencia, como las de otros partidarios de la causa del Archiduque. Murió en 1744.

Su segundo abuelo, llamado también Gerónimo, que asimismo nació en Gerona en 1630, fue capitán del tercio de Nobles que levantó dicha ciudad en 1655 contra la invasión de los franceses y se halló en la defensa de Palamós de 1660 la de Rosas, sirviendo a sus expensas; por cuyos méritos fue creado y armado caballero con Real Privilegio de Carlos II en 1671 para él y sus hijos y descendientes varones, y consta en los registros del real y general archivo de la Corona de Aragón. Murió en 1684.

Su tercer abuelo fue Pablo Capmany y de Montpalau, por ser hijo de D. Miguel Capmany y de D.a Esperanza de Montpalau, presunta heredera de la noble familia de este nombre, señores de la casa y castillo de Montpalau en el lugar de Argelaguer, corregimiento de Gerona. Nació en 1592 y murió en 1640.

Esta familia de Capmany poseía antes de las guerras de sucesión varias casas en Gerona, y haciendas en el Ampurdan, sin contar otras en la villa de San Feliu de Guixols, como también el dominio de la Notaría de esta villa, y cinco feligresías del valle de Aro, el Guardianage del puerto, llamado hoy Capitanía, y el patronato de muchos beneficios fundados en la catedral de Gerona y parroquia de Palamós. La tumba propia de la familia está en la colegiata de San Félix de Gerona en la capilla de Santa Ana.

Dicho D. Antonio estudió la gramática, las humanidades y la lógica en el colegio Episcopal de Barcelona. Entró de cadete en los dragones de Mérida, y de allí pasó a subteniente del segundo regimiento de tropas ligeras de Cataluña, y con él se halló en la guerra de Portugal en 1762. Después de nueve años de servicio se retiró en 1770, hallándose en la villa de Utrera, reino de Sevilla, en cuya capital había el año anterior casado con D.a Gertrudis de la Polaina y Marqus, natural de dicha villa. Allí tuvo una comisión Real para traer a las nuevas poblaciones de Sierra-Morena una colonia de familias catalanas, así de artífices como de hortelanos; la que desempeñó bajo la dirección del superintendente
D. Pablo Olavide, (da nombre a la universidad de Sevilla) a cuyo lado vivió un año entero en la Carolina, hasta que por la desgracia que padeció aquel magistrado, se retiró a Madrid a procurarse otra fortuna. Allí fue admitido en la Real Academia de la Historia en 1776, y en 1790 fue elegido su Secretario perpetuo. En los 35 años de su residencia en la corte hasta el día en que tuvo que emigrar a la Andalucía con motivo de la invasión de los franceses en ella, además de las muchas producciones de su pluma que dio a luz pública sucesivamente, tuvo varias comisiones y encargos del Gobierno, así literarios como políticos. Fue nombrado secretario con voto de una junta de arbitrios que de orden de
S. M. presidía el marqués de las Hormazas, del consejo de Estado, compuesto de los fiscales de Castilla y Hacienda, del Director general de rentas, y de dos comerciantes.

También fue nombrado secretario con voto de otra Junta que de orden Real presidió D. Bernardo de Iriarte, del consejo y Cámara de Indias, compuesta de un Ministro de cada uno de los consejos para el examen del nuevo plan de fomento de la isla de Ibiza, que presentó al Rey, D. Miguel Cayetano Soler.

Fue también nombrado Colector y Editor de los tratados de paz de los reinados de Felipe V, Fernando VI, Carlos III y IV, que publicó en 1800 en tres tomos en folio, con la traducción castellana, para cuya comisión se le franquearon los archivos del antiguo Consejo de Estado, y de la primera secretaría del Despacho. Por este trabajo, y por los demás que se ofreciesen en este Ministerio, se le señalaron sobre la renta de correos 12000 rs. anuales.

En 1785 tuvo la comisión por S. M. para el reconocimiento de los Reales Archivos de Barcelona y formación de una historia diplomática.

En 1802 tuvo otra Real comisión para el reconocimiento y arreglo de los Archivos del Real Patrimonio en Cataluña, que estaban abandonados. Los arregló y planteó en oficina formal, con reglamento para su custodia, despacho y uso público, gozando título de Director de ellos con una asignación anual de 6000 reales.

Últimamente fue nombrado por la Superintendencia de imprentas del Reino, con Real aprobación, Censor de los periódicos que se publicaban en la corte, con la asignación de 4440 rs. anuales.

En este estado de paz y tranquilidad, gozando del aprecio del Gobierno y de la estimación de las gentes, disfrutaba de 48000 reales entre sueldos y pensiones, ganados por sus servicios en los encargos que desempeñó; y eran 24000 sobre la renta de correos, los 12000 por el mérito de sus obras publicadas bajo los auspicios del Gobierno; y los otros 12000 por los tratados de paz: 4400 por secretario jubilado de la Real Academia de la Historia: 6000 por Director de los Archivos del Real Patrimonio: 5000 pagados por el Consulado de Barcelona por las obras que publicó del antiguo Comercio y Marina de aquella ciudad: 4400 por censor de periódicos; y 4200 por Diputado del Ayuntamiento de Barcelona.

Todas estas rentas, sueldos y asignaciones, las perdió gustoso, huyendo a pie, a los 68 años de su edad, de Madrid, y de la vista y dominación francesa, con sola la ropa que traía encima en aquel momento, abandonando su casa, sus libros, sus manuscritos y trabajos medio concluidos, sus haberes, sus conveniencias, y hasta su mujer y nuera, enfermas, que no pudieron seguirle. Llegó a Sevilla el día I.° de enero de 1809 casi desnudo: se presentó al Gobierno Supremo manifestando su indigencia; y hecho cargo este de los méritos, servicios y patriotismo del prófugo, le señaló 18000 reales anuales sobre la renta de correos, a cuenta de los 24000 que gozaba en Madrid sobre la misma. Allí se le encargó la redacción de la Gaceta del Gobierno, que estaba interrumpida desde que entraron los franceses en Madrid.

Fue nombrado en Sevilla vocal de la Junta consultiva de Cortes. Tuvo la comisión de examinar los discursos presentados a la Junta Suprema de Cortes y formar un análisis de su contenido, y dar un informe general sobre esta materia, y un compendio histórico de la celebración de estos congresos en la corona de Castilla y en las de Navarra y Aragón, y así lo ejecutó con gran diligencia y trabajo.

Actualmente se halla refugiado en Cádiz desde que huyendo de la invasión de los franceses en Sevilla, vino a buscar un asilo en esta ciudad bajo la sombra del nuevo Gobierno. Este le encargó la segunda restauración de la Gaceta, interrumpida con este nuevo acontecimiento, y se continua bajo el título de Gaceta de la Regencia de España e Indias.

Cádiz 10 de junio de 1810.

3.°

CATÁLOGO

de las obras que ha publicado D. Antonio de Capmany, individuo de varias Academias de bellas letras, y secretario jubilado de la Real de la Historia, hoy Diputado en Cortes por Cataluña.

I.

Discurso económico-político sobre la influencia de los gremios de artesanos para la conservación de las artes, honor de los oficios, y de las costumbres populares bajo el nombre supuesto de D. Ramón Palacio, porque en aquella época no podía su verdadero autor descubrirse defendiendo la industria de Barcelona, su patria, que tenía descontenta al Gobierno después del motín de 1774. En la imprenta de Sancha: un volumen en 4.°, en 1777.

2. Filosofía de la eloqüencia. Un volumen en 8.° en la imprenta de Sancha, año de 1776.

3. Memorias históricas sobre la antigua marina, comercio y artes de la ciudad de Barcelona. Cuatro volúmenes en 4.° con viñetas alegóricas, en la imprenta de Sancha, año de 1783.

Esta obra abraza la historia naval y mercantil de toda la Europa en los cinco siglos de la baja edad: asunto que en ninguna nación se ha tratado hasta ahora.

4. Costumbres marítimas de Levante, o leyes conocidas vulgarmente bajo del título de Libro del Consulado de Mar desde el siglo XII, traducido al castellano, con el texto original lemosin restituido a su primitiva y pura escritura; ilustrado con un discurso preliminar y notas histórico-críticas, y acompañado de una colección de antiguas leyes y estatutos náuticos mercantiles y consulares de las dos coronas de Aragón y de Castilla en los siglos XIII, XIV y XV. Son dos volúmenes en 4.°, en la imprenta de Sancha, año de 1783.

5. Teatro histórico-crítico de la elocuencia española, con las vidas de los autores más célebres en la locución castellana, y un análisis de sus escritos, de donde se han extractado los trozos más excelentes y selectos.

Comprende la historia crítica de la lengua española y sus escritores clásicos desde el siglo XII hasta el XVII inclusive. Son cinco volúmenes en 8.°, en la imprenta de Sancha, año de 1787.

6. Ordenanzas navales de las armadas de la Corona de Aragón, promulgadas por el Rey Don Pedro IV en Barcelona en 1354 para el servicio de la marina militar. Es un volumen en 4.°, en la imprenta Real, año de 1787. Llevan la traducción castellana, y el texto lemosin copiado del antiguo códice original, ilustrado con varios apéndices de noticias raras sobre los bajeles de aquella edad.

7. Antiguos tratados de paces y alianzas entre los reyes de Aragón y príncipes infieles del África y Asia en los siglos XIII, XIV y XV: traducidos al castellano de los códices originales lemosinos, y adornados con varias notas históricas, geográficas y políticas. Un volumen en 4.° En la imprenta Real, año de 1786.

8. Nuevo diccionario francés y español. Un volumen en 4.°, en la imprenta de Sancha, año de 1805.

9. Cuestiones críticas sobre varios puntos de historia económica, política y militar. Un volumen en 8.° Madrid en la imprenta Real, 1807. Primera cuestión, de la antigua industria, agricultura y población de España. Segunda, de la invención y uso de la brújula. Tercera, del descubrimiento y origen del mal venéreo y su propagación en Europa desde fines del siglo XV. Cuarta, de la invención de la pólvora y su primer uso en la guerra. Quinta, de las trirremes de los antiguos. Sexta, de la clase y magnitud de los bajeles de la edad media.

10. Compendio histórico de la Real Academia de la Historia de Madrid: precede al tomo primero de las Memorias de este cuerpo, impresas en la oficina de Sancha, en cuatro tomos en 4.° mayor.

11. Centinela contra franceses: un librito en 12.°, impreso y publicado en Madrid por octubre de 1808. Cuando Napoleón ocupó a Madrid se la hizo leer traducida al francés. Fue luego reimpresa en varias ciudades de España, y ha corrido traducida en alemán, inglés y portugués.

12. Centinela de la patria: sin nombre de autor: impresa y publicada en Cádiz periódicamente en números sueltos hasta el 5.° en 1810 en la imprenta Real.

13. Carta primera y segunda de un patriota disimulado en Sevilla, a un antiguo amigo suyo domiciliado en Cádiz: en la imprenta Real en 1811.

14. Manifiesto en respuesta al folleto intitulado: Contestación de D. Manuel José Quintana a varios rumores y críticas etc.

15. Cartas de Gonzalo de Ayora, que tratan de la guerra del Rosellón en 1503: publicadas la primera vez en Madrid en 1794, en la imprenta de Sancha. Esta edición fue costeada por la Real Academia de la Historia, en cuya biblioteca se guardaba el manuscrito original, y promovida y propuesta por D. Antonio de Capmany, entonces su secretario, quien cuidó de la corrección: trabajó la vida del autor y otras noticias preliminares, y el vocabulario militar para la inteligencia de la obra. Ni la Academia ni el secretario manifestaron su nombre, contentándose con las iniciales de D. G V., esto es, D. Gregorio Vázquez, escribiente del mismo Real Cuerpo.

16. El diccionario geográfico de Echard: corregido, aumentado, o por mejor decir, refundido: publicado en Madrid en 1783, a costa de la Real Compañía de libreros, tres tomos en 4.°

17. Compendio histórico de los soberanos de Europa: publicado en el mismo año a costa de la expresada Compañía: dos tomos en 4.°

18. Comentario joco-serio de la nueva traducción castellana de las aventuras de Telémaco, que publicó D. José Covarrubias en Madrid en 1797. El autor omitió su nombre con las iniciales A. C. por decoro del mismo traductor. Es un cuaderno en 4.° de..... páginas, en la imprenta de Sancha.

19. En la obra intitulada: Epítome de las vidas de varones ilustres de España, que por orden del gobierno se publicó con retratos en Madrid en la imprenta Real y por cuadernos en folio máximo, tuvo el dicho Capmany por encargo superior que continuar esta empresa, que había quedado suspensa con la caída del conde de Florida-blanca, primer secretario de Estado.

Los epítomes cuya formación se debe a su pluma son los de los varones siguientes: en el cuaderno 5.° los de Martín de Azpilcueta, D. Luis de Góngora, D. Bernardino de Revolledo, Pedro Chacón. - En el 6.° de D. Diego Saavedra Faxardo (Fajardo). - En el 7.° de Fray Luis de León. - En el 8.° del Maestro Juan de Ávila. - En el 9.° de Antonio Pérez, D. Antonio Covarrubias y D. José Pellicer. - En el 10.° de Hernando de Alarcón, del Arzobispo D.Rodrigo, de Fr. Juan de Torquemada.
(No debe confundirse con el conocido inquisidor Tomás)

20. Gritos de Madrid cautivo a los pueblos de España: un cuaderno en 8.°, impreso y publicado en Sevilla en la imprenta de Hidalgo, año de 1803, después de haber emigrado de Madrid el autor.

Las seis vidas del cuaderno 7.° del Epítome de las vidas de varones ilustres de España, esto es, de Fray Luis de León, de D. Luis Requesens, de Francisco Vallés, del Patriarca Ribera, de Bartolomé Leonardo Argensola y de D. Juan de Palafox, extendidas por
D. Manuel José Quintana, salieron corregidas, retocadas y aumentadas por dicho Capmany por encargo y súplica de Don Juan Facundo Caballero, entonces subdelegado de la Real imprenta, y fiscal de la Renta de Correos.

22. Es autor también de varias proclamas del Supremo gobierno, que sin nombre de autor se publicaron el año pasado de 1810 en la imprenta Real, como son: Días de Fernando VII. - Otra: A los pueblos de la Mancha y Alcarria. - Otra: A los españoles vasallos de Fernando VII en las Indias.

23. En 1773. Contestación al papel: Los eruditos a la violeta (*).

(*) En este catálogo, se hace caso omiso de los Discursos analíticos etc. - Madrid 1776, de La vida del falso profeta Mahoma: 1792, y del Arte de traducir etc. - 1776. - G. F.

Obras manuscritas, hasta ahora inéditas por carecer de auxilios y de proporciones para su impresión desde que emigró de Madrid en 4 de diciembre de 1808.

1. Filosofía de la elocuencia, aumentada, corregida, ilustrada, y en una palabra, refundida enteramente: ocupará triple volumen del de la primera edición de 1778. (Se imprimió en Londres en 1812, y se vende en Cádiz y en Madrid.)

2. Clave general de ortografía castellana: será un tomo en 8.°

3. Plan de un diccionario de voces geográficas de España, dividido en topográficas, corográficas, civiles, políticas, físicas, rurales, hidráulicas, con una metódica nomenclatura.

4. Diccionario fraseológico de la lengua francesa y española comparadas. Será un tomo grueso en 4.°


4.°
Continúan las obras inéditas que se hallaron a su muerte, y se entregaron a sus herederos en Madrid.


5. Colección de cartas escritas a varias personas. Empiezan desde el año 1772, y son 48.

6. Varios paquetes de octavas y cuartillas de papel que contienen cada uno o más refranes ordenados por el abecedario, y son dos mil trescientos veinte y dos.

7. Ensayo de un diccionario portátil castellano y francés. Borrador.

8. Artículos nuevos para un nuevo apéndice. Son de ganadería de lana.

9. Apuntaciones para el diccionario filosófico de la lengua castellana.

10. Plan alfabético de un diccionario de sinónimos castellanos. Son 1645.

11. Diccionario de los nombres o voces con que se conocen las partes de que se compone un barco, desde la A hasta la G.

12. Pruebas de la filiación latina de la lengua castellana. Apuntes.

13. Frases metafóricas y proverbiales de estilo común y familiar. Son 3644.
14. Reforma del diccionario galo-castellano, o Gramática patriótica. Apuntes.

15. Arte de la elocución castellana, y el estilo en general. Apuntes.

16. Ensayos poéticos a que quiso dedicarse.
17. Colección de seguidillas y tiranas.
18. Libertades del estilo poético. Apuntes.

19. Adiciones al Teatro histórico crítico de la elocuencia española (*).

(*) Esto prueba que Capmany conocía lo incompleto de su Teatro: defecto que le han achacado el Sr. Galiano y el Sr. Milá - G. F.

20. Cuestión. Observaciones sobre la arquitectura gótica (*).
* Es muy probable que estas observaciones las incluyese Capmany en el tomo 3.° de sus Memorias históricas. - G. F.

21. Extracto analítico de las leyes Rhodias.

22. Noticias de los tribunales supremos, dignidades superiores, y otros empleos de la corona dentro y fuera del continente. Divídese este número en otros once.
Entre una infinidad de papeles que se encontraron con referencia a la Academia de la Historia, de que fue secretario, están los siguientes:

23. Prólogo del tomo primero de Memorias, por Cornide: reformado por Capmany.

24. Expediente sobre la formación del diccionario histórico geográfico de España.

25. Censura del manuscrito titulado: Don César Sátiro.

26. Discurso de gracias y entrada en la Real Academia en el año 1775.

27. Varias censuras puestas de orden del Consejo a otras que remitía a la Academia desde agosto de 1790 hasta enero de 1801.

28. Introducción a la historia de Clemente Libertino.

29. Estado de la literatura en España a mediados del siglo XVI.

30. Catálogo de los autores de las ciencias diplomática y numismática.

31. Idea de la cultura española: catálogo de los autores clásicos, griegos y romanos, traducidos en lengua castellana desde el siglo XIV al XVII.

Como secretario de la Comisión superior de Cortes, nombrado por la Junta Central, escribió los papeles siguientes:

32. Informe político-histórico presentado a la Comisión superior de Cortes.

33. Espíritu de las opiniones varias de los autores de memorias sobre Cortes, con notas de D. Antonio Capmany, presentado a la misma Comisión.

34. Práctica y estilo de celebrar cortes en el reino de Aragón etc., presentado a la misma.

35. Su voto como vocal de la misma Junta superior de Cortes sobre la admisión de la nobleza y clero en las Cortes (*).

(*) Por este catálogo se ve que las obras inéditas de nuestro autor no van en zaga a las publicadas, en importancia; llevándose la preferencia los trabajos filológicos, como más análogos a su talento analítico y minucioso. - G. F.


5.°

AL REY NUESTRO SR. DON FERNANDO VII

EN SUS DÍAS.

LA NACIÓN.

Día 30 de mayo, ¡día memorable en el calendario de la iglesia y de la patria! ¡día de luto у de júbilo por lo que padeces y por lo que mereces, ínclito y desgraciado FERNANDO!
¡O nombre glorioso, nombre grande, nombre de inmortal y feliz memoria para España! Son atributos de este real nombre los excelsos títulos de Magno, de Santo, y de Católico, que el valor y la virtud granjeó a tres insignes príncipes tus progenitores, que con la espada y la justicia restauraron, ampliaron y ensalzaron esta vasta monarquía, a cuyo trono te destinó el cielo, y te llamó y aclamó nuestra universal voluntad.

En este día, en que los soldados del alevoso y cruel tirano de la Europa que manchan nuestro sagrado territorio, mirarán con desprecio tu corona, y harán público escarnio de tu púrpura y majestad: en este mismo te saludan y te aclaman veinte y cuatro millones de españoles en uno y otro hemisferio: hoy renuevan su amor y su juramento de defender tus derechos, tu nombre augusto, y la libertad y gloria de la patria. Tú nos mandas, FERNANDO, desde ese retiro de tu cautiverio, sin usar de tu poder, de tu voz ni de tu pluma. Tú callas, y te oímos lo que nos quieres decir. Tú eres ahora invisible, y te vemos con los ojos de la compasión y del amor. Tú reinas, y no imperas: tú estás cautivo, y nosotros somos siervos tuyos. Eres rey de España y de las Indias, y lo serás mientras vivas. Te han querido arrebatar la corona de tus padres, y te han dado otra más gloriosa, la del martirio que padeces de no poder ver de cerca los sacrificios de tus hijos.

Pero consuélate, Príncipe amado, con saber que padecemos por ti, así los que peleamos, como los que no podemos pelear en tu desagravio. Consuélate y gloríate de que ningún soberano en el continente tiene nación que le ame y le defienda sino tú: todos han sido desamados o despreciados, porque ninguno ha sabido sostener su propio honor, ni ha querido que sus súbditos sostuviesen el suyo. Todos se han hecho esclavos del Gran Tirano sin esperar que los cautive: ¡desdicha y miseria inaudita! Sólo tú reinas en los corazones: nosotros pelearemos, y tú triunfarás. Llora, Fernando, tu desventura, y no llores nuestros males, que el amor los hace suaves, la justicia de la causa gloriosos, y nuestra fidelidad honrosos.

Tu memoria vivirá de generación en generación mientras haya hombres que se llamen españoles. Patria y vasallos tienes en las cuatro partes del mundo; en ellas reinarás, en ellas será adorado tu nombre, y será ensalzado el de España entera. No desconfíes, señor, de nuestro valor y constancia, cada día más firme cuanto más sean los peligros y las adversidades. En estas se labran y se prueban los hombres que trabajan por la común libertad: la fortaleza es la virtud de los que sufren y vencen los trabajos. Perecerán los animales, se asolarán nuestras casas, se yermarán los pueblos, se secarán los campos, no nacerá yerba en ellos, y renacerá de las cenizas de cada mártir de la patria un español armado de furor que respirará venganza y sangre contra el impío y alevoso tirano. Desnudo entonces, y a solas con la naturaleza, abrazará y besará a la tierra que le dio el ser de español, y con animoso ruego le dirá: dame aquel vigor y virtud que no niegas a los animales y a las plantas, para que no me falte jamás el aliento y brío de hijo de tan noble suelo.

Carecemos del dulce consuelo de tu presencia, mas no de tu representación. Tu soberana autoridad está depositada, con fé y unión indisoluble, en el Consejo de Regencia, que representa tu Real Persona, y bajo de tu sagrado nombre hoy rige felizmente el Estado, le repara, le sostiene y le vuelve con nuevos esfuerzos y esperanzas el vigor perdido. Para solemnizar este día establece hoy su silla y residencia en esta invicta, poderosa y leal ciudad de Cádiz, delante del enemigo insolente, para que el ruido de las salvas de artillería de la plaza y de las escuadras, y al ver desplegadas al viento las insignias y banderas de Fernando VII y de Jorge III, caros hermanos y aliados eternos, abra sus sangrientos ojos, y se los tape de confusión y de despecho.

Recibe, Rey amado, el obsequio y veneración que te tributarán en este día las dos naciones libres de la tierra, la española y la inglesa, que desde hoy formarán una sola para defender su independencia, su dignidad y su honor contra el enemigo de entrambas, monstruo y deshonra de la humana naturaleza. - Por Don Antonio de Capmany.

Cádiz 30 de mayo de 1810. (*)

(*) Si es mal prisma el presente para juzgar el pasado, no podemos censurar sin injusticia el tierno entusiasmo que excitaba Fernando VII durante la revolución nacional por antonomasia. He aquí por qué me parece muy dulce y patética la idea de dar la nación los días a su cautivo monarca. La producción transcrita, aparte de alguna antítesis rebuscada y de alguna reminiscencia retórica, está llena de ternura casi paternal. Duele recordar lo desgraciado que ha sido el pueblo español en sus idolatrías. - G. F.

IV.

Un crítico autorizado, si bien algo pesimista, Don Antonio Alcalá Galiano, dice, hablando de Capmany, en su Historia de la literatura española, francesa, inglesa e italiana en el siglo XVIII: «Capmany dio en presumir de purista, y aun se arrepintió de haberlo sido poco en sus primeras obras, dedicándose en sus últimos días con particular empeño a combatir la corrupción introducida en el idioma castellano. Para esta empresa tenía no pocos conocimientos; pero carecía de disposición natural para poner en práctica lo que recomendaba. Siendo catalán, y habiendo aprendido a hablar y aun a pensar en su dialecto lemosino, manejaba en cierto modo como extranjero el lenguaje castellano, de lo cual se seguía ser escabroso en su estilo y nada fácil en su dicción. Este juicio se presta a algunas observaciones que no creo inoportunas.

Prescindiendo de algunos desmañados defensores de la antigua dicción castellana, cuya exaltada parcialidad, lejos de favorecer a la causa que sostenían la echaba a perder; débese a los que se dio en llamar puristas, la conservación de nuestro idioma. ¿A qué extremo de vilipendio no hubiera llegado la lengua española, sin el loable esfuerzo de los pocos escritores castizos del siglo pasado y comienzos del presente? Lejos, pues, de merecer calificaciones desdeñosas los que se empeñaron en sostener los fueros de la pureza indígena del habla castellana, dignos son, al contrario, de recordación agradecida y fervoroso aplauso. Nuestro Capmany, si alguna vez se dejó llevar de carrera por su buen celo, si por aquel acendrado españolismo suyo anduvo en varias ocasiones sobrado, conoció los verdaderos intereses de la causa que tan vigorosamente defendía. En las Observaciones críticas sobre la excelencia de la lengua castellana que preceden a su Teatro histórico-crítico dice categóricamente: «Adonde este (nuestro idioma) no alcance, adóptense voces nuevas, enhorabuena.» Lo que hacía salir de quicios a Capmany no era la introducción de aquellos vocablos (generalmente técnicos o facultativos) de que nuestra lengua carece, sino el que se mendigase de los idiomas extranjeros lo que el nuestro posee en abundancia. Cierto que fuera empeño asaz ridículo preferir prolijas e inexactas redundancias, a la adopción urgente de voces expresivas de adelantos científicos, industriales y comerciales que nuestra civilización naciente no ha inventado todavía; pero no es menos cierto que indigna e indignará siempre a todo buen español el ver como se menosprecia estúpidamente ese tesoro riquísimo, inmenso e inagotable que se llama: romance castellano.

En cuanto al estilo de Capmany, si bien no se recomienda por la regularidad artificiosa, es fruto espontáneo y robusto de su pensamiento, y esto hace su más completo elogio. Si a su dicción le falta armonía, le sobra nervio; y bueno es advertir que la primera cualidad, lo es secundaria del estilo; y la segunda deriva inmediatamente de la fuerza del pensar o del sentir. Un escritor fríamente armonioso halaga el oído con sus frases rotundas, pero también suele conciliar muy regaladamente el sueño. El Sr. Galiano, con su acostumbrada y magistral imperturbabilidad, asegura que la dicción de Capmany era nada fácil. Lo que faltaba afortunadamente a nuestro autor era aquella facilidad agradable, que no pocas veces raya en hueca verbosidad. Por lo que atañe a si pudo influir en la dicción de Capmany el país en donde nació, sírvale esta circunstancia de mérito, no de excusa: pues tiene muy subido el primero, y de la segunda no necesita. Creo del caso recordar, con el debido respeto, al Sr. Alcalá Galiano, que si bien Capmany aprendió a hablar y aun a pensar en su dialecto lemosino (vulgarmente llamado lengua lemosina), su permanencia en la corte por espacio de 35 años, sus largos viajes por el interior de España, su constante y tenaz estudio de los clásicos y su eminente sagacidad filológica, bastan y sobran para vencer una «falta de disposición natural» que pongo muy en duda, con perdón sea dicho del Sr. Alcalá Galiano. De lo contrario sería preciso confesar que el «arte de escribir bien el castellano» es un don infuso, o una gracia gratis data. - G. F.

V.

He tenido ocasión de ver el Prospecto del Teatro histórico crítico de la elocuencia castellana; notable por la manera solemne y casi oficial con que empieza. Dice así:

D. Antonio de Capmany, individuo del número de la Real Academia de la Historia y Honorario de la de Buenas Letras de Sevilla y Barcelona, deseoso de dar a los extranjeros y a sus patricios una general y perfecta idea de la abundancia, hermosura, majestad y armonía de la lengua castellana, presentándoles excelentes modelos de la mejor elocución prosaica en todos los géneros de estilo, ofrece al público, bajo el título de Teatro histórico-critico de la elocuencia castellana, una copiosa colección de pedazos escogidos de las obras, discursos, o tratados más acreditados de los escritores españoles que florecieron con mayor celebridad en el transcurso de cuatro siglos desde el XIII hasta concluido el XVII. El plan de la presente obra que hasta hoy parece no ha sido ni deseada, ni prometida, ni cumplida por ningún amante de la literatura española, comprende tres épocas principales, que son las tres edades del romance castellano por orden de reinados. Todas las muestras que se presentan anteriores a los Reyes Católicos, más pertenecen a la historia crítica del idioma castellano, que a la enseñanza del perfecto lenguaje para nuestra imitación. Desde aquel glorioso reinado hasta principios de este siglo, se manifiestan los progresos, la perfección y la decadencia del estilo, de la lengua y del gusto entre nosotros con muestras entresacadas de cuarenta y cinco Autores, los más señalados que reconoce la nación; cuya lectura y estudio, facilitados por medio de una discreta e imparcial elección de los más dignos trozos de sus escritos, podrá contribuir a la restauración de la verdadera locución castellana, tan desfigurada en estos últimos tiempos con pésimas traducciones; al crédito de los mismos escritores antiguos, hoy tan poco conocidos y leídos no sólo de los extraños, mas aun de los mismos nacionales; y a la propagación de nuestro idioma en los países extranjeros, puesto que primero los Ingleses y últimamente los Franceses en el nuevo establecimiento de su Museo público en París, el año pasado de 1784, han manifestado particular afición al estudio de esta nobilísima lengua que en el siglo XV fue codiciada como adorno de moda entre sus cultos cortesanos. Esta colección se dividirá en cinco tomos en 8.° de grueso volumen; los cuatro últimos contendrán los autores desde el reinado de Carlos I hasta el de Carlos II; y en el primero se colocarán las muestras de los mejores escritos de los siglos precedentes, hasta subir a la primitiva infancia del romance castellano, que empezó a mostrar alguna armonía, gracia y gravedad cuando las demás lenguas vulgares de la Europa aún no habían salido de su grosera rusticidad. Precederá a toda la obra un Discurso preliminar, en que se persuade la necesidad de buenos modelos del estilo prosaico para adquirir y conservar el perfecto lenguaje castellano; y la preferencia de la prosa sobre la poesía para llegar a este fin. Se señalan las causas porque nuestros insignes escritores antiguos no son conocidos ni leídos; el juicio que se debe hacer del mérito de ellos en las diferentes épocas; los defectos y el gusto que han reinado en nuestra prosa en cada siglo. Trátase después del modo de aprovecharnos de los mejores escritos de nuestros autores; desde qué época estos deben proponerse por modelos de buen lenguaje, y cuáles son los más sobresalientes; de las causas de los pocos progresos que ha hecho la elocuencia civil entre nosotros; del atraso que casi siempre hemos padecido en la elocuencia del púlpito, y de sus causas; del renacimiento, progreso y declinación de este género de literatura en las demás naciones modernas, en comparación con la española. Por último concluye un análisis crítico e histórico de la formación, perfección y decadencia de la lengua española, comparando su riqueza, hermosura, dulzura e índole excelente, para todos los estilos y materias, con las calidades que acompañan a los demás idiomas vivos de Europa. Al fin de cada edad del romance se pondrá un vocabulario de las voces desconocidas, anticuadas o desusadas que se leen en las varias muestras de los Autores antiguos para instrucción de los lectores. A los tratados o discursos escogidos de cada autor, precederá una noticia de su vida y escritos, con el juicio de su mérito en orden a la elocución y al estilo.

El autor dará esta obra al público por suscripción en los términos siguientes: Los cinco tomos en 8.° de marca mayor, de letra e impresión escogida de la Imprenta Real, se entregarán a la rústica a los sujetos que anticipen setenta reales vellón, a razón de catorce por cada tomo, en la librería de D. Valentín Francés en esta corte calle de las Carretas, y en la de Francisco Rivas en Barcelona plaza de San Jaime: de quienes recibirán el correspondiente resguardo impreso para recoger la obra al tiempo de sus entregas, que se verificarán en lo que queda del presente año hasta julio del siguiente: previniéndose que los que no hayan subscrito en el término de tres meses desde I.° de julio próximo dentro de España, y de cinco en los países extranjeros, pagarán por la obra, al fin de su total impresión, noventa reales vellón, que será su precio venal a la rústica.
El Exmo. Sr. Conde de Floridablanca, enterado del mérito de esta obra, y bien persuadido de su importancia y utilidad, ha querido dar un nuevo ejemplo de su amor a las letras y gloria de su nación, tomando el primer lugar en el catálogo de los subscriptores, que se imprimirá en el tomo primero.

VI.

En el tomo primero, parte tercera de las Memorias, reproduce Capmany los argumentos en pro de las corporaciones gremiales que contiene su Discurso económico-político publicado en 1778, bajo el pseudónimo de D. Ramón Miguel Palacio.

El trabajo mecánico que la batalladora Esparta relegó a la raza embrutecida de los ilotas, y que Roma juzgó siempre incompatible con sus preciados derechos de ciudadanía, vegetó en la más humillante oscuridad, objeto de odiosas vejaciones; hasta que la riqueza mobiliaria de la clase media empezó a competir con la riqueza territorial de la aristocracia. Los reyes vieron entonces con placer el naciente poderío de la clase manufacturera, que debía servir de contrapeso a la nobleza mal domeñada, insaciable monopolizadora de franquicias y ocasionada siempre a turbulentas usurpaciones. San Luis, sabiendo que vis unita fortior, y tomando ejemplo de las ciudades populares de Italia, hizo redactar a Esteban Boyleau los Establecimientos de París, que comunicaron vida legal a las comunicaciones obreras. Popularizóse entonces la organización jerárquica de los trabajadores bajo el régimen de los cuerpos gremiales. Pero como sea fatalidad inevitable de las instituciones humanas descastarse lastimosamente cuando se personifican, poco a poco el monopolio y la tiranía se entronizaron en los talleres, y se cometieron abusos escandalosos. El ilustre Blanqui cita dos hechos que parecen increíbles. En Ruan, el que no hubiese sido aprendiz por espacio de un quiennio y oficial por espacio de otro, debía cursar otra vez el aprendizaje para entrar en los gremios de París y de Burdeos, «exigencia tan absurda,- dice el mencionado escritor, - como la que obligase a un oficial a convertirse en soldado para cambiar de regimiento.» En Inglaterra la ley castigaba con pena capital al artesano que abandonaba su país, aunque hubiese en él falta de trabajo.

Estos abusos movieron a algunos Gobiernos a abolir un sistema industrial tan decantado en su nacimiento y cuyo arraigado planteamiento tantos beneficios produjo. La Toscana vio abolidos los gremios por dos edictos de 1.° y 3 de febrero de 1770, confirmados nuevamente con otro de 25 de noviembre de 1775. Mr. Turgot destruyó de un golpe el sistema gremial por las letras patentes de 12 de febrero de 1776. La caída del ilustre ministro lo restableció de nuevo, pero la revolución y el Imperio lo borraron completamente. En España quedaron definitivamente abolidas las corporaciones gremiales con el decreto de Cortes de 8 de junio de 1813 que establece:

Art. 1. Todos los españoles y extranjeros avecindados, o que se avecinden en los pueblos de la monarquía, podrán libremente establecer las fábricas o artefactos de cualquiera clase que les acomode, sin necesidad de permiso ni licencia, con tal que se sujeten a las reglas de policía adoptadas o que se adopten para la salubridad. Art. 2.° También podrán ejercer libremente cualquiera industria u oficio útil, sin necesidad de examen, título o incorporación a los gremios respectivos, cuyas ordenanzas se derogan en esta parte.”

Las ventajas incontrovertibles que produce el sistema gremial, son las siguientes:

I.a Comunicar dignidad y nobleza al trabajo.
2.a Nacionalizarlo.
3.a Fomentar las buenas costumbres de los artesanos.
4.a Suplir y simplificar la acción gubernativa.

5. a Impedir la adulteración y falsificación de las manufacturas.

Capmany, al reproducir y parafrasear estas ventajas que el vulgo de los economistas, que pudiéramos llamar conservadores, reconoce y pondera, ha refutado muy de ligero las objeciones poderosas que otros economistas ilustres han hecho a la organización gremial. Tales son:

1.a El feudalismo de taller.
2. a El monopolio.
3. a El enervamiento de las capacidades precoces.

He aquí el motivo por qué el sistema de defensa seguido por Capmany carece de relevante importancia científica. Hubiérala tenido incuestionable si, no ceñido a una peroración animada en favor de los gremios, hubiese reconocido inconvenientes innegables anatematizados por la conciencia pública y por el buen sentido. Una defensa, por razonada que sea, pierde mucha parte de su valía si cierra los ojos a hechos consumados. Para solventar satisfactoriamente el importantísimo problema de los gremios, es ante todo necesario, en mi humilde concepto, examinar con detenimiento concienzudo las bases fundamentales de aquella organización, y deslindar los vicios esencialmente orgánicos de los abusos puramente locales. Por fin: la verdadera incógnita de esta ecuación es el medio de armonizar el sistema de los gremios con el espíritu de cuerda libertad industrial, quitando al antiguo régimen lo que tenía de opresor y tiránico, y moderando la fuerza expansiva del moderno. Por otra parte, si bien han caducado las ventajas sociales del sistema gremial, que fueron el objeto originario de su institución, preciso es no ser ingratos con los beneficios inmensos que reportó, ni desconocer la necesidad palpitante de regularizar y encarrilar por buen camino las aspiraciones y necesidades de sociabilidad de la clase trabajadora. - G. F.

VII.

El Excmo. Sr. D. José Caveda en su Discurso sobre el desarrollo de los estudios históricos en España desde el reinado de Felipe V hasta el de Fernando VII, leído en sesión pública en la Real Academia de la Historia el 18 de Abril de 1854 emite el siguiente juicio sobre las Memorias históricas:

«No son ya objeto de las investigaciones del autor, ni las guerras y conquistas, ni la serie de los reyes ni aquellos acontecimientos brillantes que deslumbran y fascinan sin ejercer influencia alguna en el destino de las naciones. La vida entera de un pueblo; el desarrollo de su riqueza y su cultura, de su industria y su comercio; el espíritu que le alienta, y vigoriza, y le hace laborioso y emprendedor; las causas y los resultados de sus empresas marítimas y de las negociaciones que le ponen en contacto con los países más cultos y apartados de la tierra, presentan a Capmany un cuadro más filosófico, más consolador, más fecundo también en provechosas enseñanzas. Comprende que es necesario indagar los elementos de la civilización y la estructura de la sociedad que sabe desarrollarla; que mayor bien procurará el escritor con el examen de la prosperidad emanada de las luces y el trabajo, que con la pomposa narración de muchos hechos brillantes y ruidosos, pero estériles en resultados útiles, y primero a propósito para halagar la fantasía, que para esclarecer el entendimiento. Esta convicción le obliga a separarse de la senda trillada por sus antecesores; a buscar en los antiguos pergaminos de nuestros archivos, los datos que ellos despreciaron por humildes y vulgares; a reconocer en su conjunto y en mil circunstancias en que no reparó el anticuario, la fisonomía de la ciudad de la edad media que se propone reanimar, devolviéndole la vida, los talleres y las fábricas, las flotas y las negociaciones que realzaron su nombre y su fortuna.”

VIII.

«Como los tratados que se han publicado hasta ahora, - dice Sempere, - abundan más de preceptos que de buenos ejemplos analizados, los cuales hacen sentir más bien la fuerza de la elocuencia que las reglas estériles y secas con que regularmente se suele cargar la memoria sin ejercitar el juicio, el Sr. Capmany se propuso dar una retórica filosófica en la cual se trata más por principios que por definiciones ni reglas, el arte de persuadir y de ejercitar los afectos.»

IX.

Publicó Capmany esta obra bajo nombre supuesto, no juzgando conveniente descubrir el suyo verdadero hasta que lo reveló en sus Memorias históricas, tomo primero, parte tercera, como es de ver en la nota siguiente:

«Como aquí se repiten, dice, muchos pensamientos frecuentísimos en un escrito publicado en 1778 en la imprenta de Sancha con el título de Discurso económico-político etc..., por D. Ramón Miguel Palacio; el autor de estas Memorias, temiendo la nota de plagiario grosero, advierte que debiendo tocar la misma materia en este lugar, no podía dejar de adoptar mucha parte de las ideas de aquel escrito, en cuya publicación tuvo entonces por conveniente ocultar su nombre.”

X.

En la obra titulada: Espíritu de los mejores diarios literarios que se publican en Europa, número 97 y 98, se copió el juicio de los diaristas de Roma acerca de las Ordenanzas de las armadas navales de la Corona de Aragón y de los Antiguos Tratados de paz y alianza. Dice así:

«Todo lo que recuerda la antigua gloria de las naciones y los medios de que se valieron para adquirirla, merece sin duda alguna la atención del público ilustrado. Este siempre corresponde con elogios y estimación al celo de los autores que, sacando del olvido los ramos más importantes de la legislación civil y militar, nos presentan en compendio las causas del engrandecimiento y decadencia de los pueblos. Tal es la obra que anunciamos, la que, aunque al parecer sólo mira a la España, sin embargo, no por eso deja de ser digna de la atención de los sabios, de los filósofos y de los militares de Europa. Los primeros hallarán en ella muchas noticias sobre el modo de armar y de tripular los navíos, entre el ataque y la defensa, en los tiempos antiguos; sobre el estado de las artes relativas a la marina, y sobre otros objetos que tienen conexión esencial con la historia, o que pueden interesar a toda clase de lectores. Los filósofos podrán discurrir tanto sobre las opiniones que reinaron en aquella sazón, como sobre las ideas que se tenían del valor, del pundonor y del heroísmo militar; de cuyas reflexiones podrán sacar consecuencias no poco útiles para el conocimiento del hombre. Los militares, y en particular los empleados o que tienen algún destino en la marina podrán ilustrarse comparando el antiguo sistema de la legislación de marina con el actual, hoy en que la mayor parte de las potencias europeas se esfuerzan más en perfeccionar, y otras en crear su marina.

La nación española debe estar sumamente agradecida a D. Antonio de Capmany por haber publicado un monumento tan precioso de la industria, de la sagacidad y del valor de sus mayores, monumento que haría honor al siglo más ilustrado, y que asombra al considerar que estas Ordenanzas se publicaron en el año de 1354. Jamás hemos sido del parecer de muchos de nuestros escritores que, poco versados en la historia literaria de España, dieron una idea no muy ventajosa de sus luces; y por lo mismo tenemos especial gusto en referir en nuestros papeles con la mayor imparcialidad cuanto podemos adquirir sobre la literatura española.

En caso de que tuviéramos una idea poco favorable de las luces de los españoles (no nos avergonzaríamos de decirlo), bastaría esta obra para que mudáramos de opinión; y a la verdad, ¿no nos manifiesta con evidencia que la España fue la que formó una colección tan preciosa, tan justa y análoga a las circunstancias del tiempo, que entre las naciones más famosas no hay una sola que pueda gloriarse de haber dado otra mejor?
Si por los efectos hemos de juzgar de las causas, es preciso confesar que fue muy grande el mérito de dicha colección, pues produjo en las tropas aragonesas aquella exacta disciplina, aquel valor intrépido y guerrero que hizo tan respetable su pabellón en todo el mediterráneo, con el que derrotaron varias veces las armadas de los genoveses y venecianos, sujetaron a las Baleares, conquistaron la Córcega y la Cerdeña, se apoderaron de la Sicilia, hicieron amistad con los sultanes del Egipto; y, finalmente, contuvieron a esas potencias berberiscas que hoy son el azote de los cristianos.

No es fácil extractar esta colección porque se reduce a 34 ordenanzas o capítulos, que tienen por objeto las obligaciones del general y de los subalternos, la disciplina, la subordinación y la conducta de los soldados, tanto en la navegación como en los combates. También se hallan en ellas las leyes penales relativas a los que en las expediciones faltasen a su deber, y es tal su severidad que parece se hicieron para una clase de hombres diferentes de la nuestra. El general Bernardo Cabrera, que por orden de Pedro IV formó este código, sin duda alguna estuvo íntimamente convencido de la opinión de uno de los más célebres filósofos de este tiempo sobre la fuerza de la educación, es decir, sobre que «se hallan en nosotros ciertos rencores que para hacer prodigios sólo necesitan que los mueva un sabio legislador.» Y en efecto: ¿Qué dirían nuestros generales si se les prescribiera este precepto: pero si el enemigo llegase a apoderarse de su galera, deberá retirarse al lugar en que se halla la bandera, para defenderla o morir cerca de ella? Luego para el general no había medio entre desconfiar de la victoria y morir, y. si el comandante de una expedición había de cumplir con tan estrechas obligaciones ¿merecerán más indulgencia los subalternos? Los capitanes que cometían algún delito, eran, como los soldados, arrastrados con ignominia, sin que pudiesen los cobardes alegar por excusa la superioridad del enemigo, ni los contratiempos del mar. En el capítulo XXIV se manda expresamente que dos galeras se batan con tres del enemigo; tres contra cuatro y contra siete, imponiendo pena de muerte al capitán que contraviniese a esta disposición. Los que quieran formarse una idea exacta de la obra, podrán leerla sin omitir la introducción juiciosa del Editor: en ella hallarán con qué espíritu filosófico, con qué nervio expone dichas Ordenanzas, y muy bellas reflexiones sobre la disciplina militar y sobre otros puntos relativos a las Ordenanzas que publica. El Sr. Capmany acaba la obra comparando las ordenanzas navales de la Gran Bretaña, que van insertas, traducidas del inglés al español, con las de los aragoneses, como en otro tiempo comparó Robertson en su Historia de Carlos V las dos constituciones políticas de uno y otro pueblo. Si fuera permitido formar juicios de comparación entre ciertos objetos, diríamos que en ambas reina un mismo espíritu; que las segundas se parecen a las primeras por el pequeño número de preceptos, por su laconismo, por la conformidad de las penas impuestas a los capitanes acusados de cobardía, y, finalmente, por su energía y precisión, cualidades esenciales para la excelencia de las leyes. En cuanto a las Ordenanzas de Aragón añadiremos que infundían valor con más sencillez y menos estorbos; que presentaban al pundonor como el móvil del valor, y que mandaban que no se saliese de los combates sino con la victoria; dejando a la industria y valor de cada uno los medios de triunfar del enemigo.

El infatigable Capmany ha publicado varias obras que han merecido el aprecio de sus paisanos. Sería de desear que algunos de los españoles ilustrados establecidos en Italia las tradujeran; tanto por la utilidad que resultaría a nuestra literatura, como para engrandecer la esfera de nuestros conocimientos. Acabamos de recibir otra obra muy apreciable de dicho autor que contiene los tratados antiguos de paz y de alianza entre varios reyes de Aragón y muchos príncipes de Asia y África, desde el siglo XIII hasta el XV. En ellos se ve el poder de aquellos monarcas españoles, cuya amistad y protección buscaban a porfía los príncipes berberiscos, para lo cual pasaban a Barcelona con este motivo. No podemos menos de elogiar la sabia conducta de Carlos III, que actualmente reina, entre cuyas acciones memorables admirará la posteridad la paz concluida con los musulmanes. La humanidad, la filosofía, la religión y la política, aguardaban desde mucho tiempo un hecho tan glorioso, el que siempre será una prueba de la mayor ilustración del gabinete de Madrid, al mismo tiempo que asegura, o, a lo menos, prepara un nuevo sistema de paz entre los dos hemisferios. ¡Ojalá sirva este ejemplo de modelo a los demás de Europa! ¡Ojalá pueda algún día nuestra Italia, hasta cuyas costas llegan los beneficios de Carlos III, deber a un rey tan grande la perfecta seguridad de su comercio y de su navegación!»
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