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lunes, 18 de octubre de 2021

UN CUCURUCHO DE VERDADES AGRIDULCES A PROPÓSITO DE EL TANTO POR CIENTO.

UN CUCURUCHO DE VERDADES AGRIDULCES A PROPÓSITO DE EL TANTO POR CIENTO.


Con un secreto temor de lastimar la modestia del público que frecuenta nuestros teatros, nos atrevemos a compararle al rucio de cierta fábula, cuya mansueta condición corría parejas con su buen seso. El honrado cuadrúpedo tenía un amo roñoso y zalamero en una pieza, que, al darle sus tres piensos cotidianos de paja, solía decirle:
-¿Te gusta, eh? Pues cómela a tus anchas, hijo mío, y que aproveche. -
Hubo de repetírselo tantas veces que el rumiante, cansado al fin de tragar saliva en balde y pasar por primo, le contestó bufando de coraje:
- ¡Mal rayo te calcine, amen! Dame cebada y verás si la escupo.

Si el público fuese capaz de atufarse, ¿no podría dar un soplamocos parecido a los encarnizados detractores de su honra, que diariamente le echan la culpa de las majaderías que deslustran de continuo los gloriosos blasones de la escena española? Bien podría encararse con ellos aquel suavísimo borrego y descerrajarles a quema ropa un trabucazo del tenor siguiente: - «Venid acá, Larras en calderilla, torpes curanderos de la hispana literatura, gente ruin, de malas entrañas y de peor entendimiento, ¿con que tildáis de crónica estupidez mi exceso de benevolencia y cortesía? Sí: haceos miel, y papáros han moscas. ¿Sería cristiano, sería decente que emplease yo mi resoplido en silbar a todos los dramaticidas de España? ¿Hay, por ventura, fuerzas humanas para tan enojosa tarea? Y si os inclináis al uso de proyectiles, debo yo entretenerme todas las noches en alfombrar el escenario de patatas, tomates y zanahorias? Antes me cortaría la diestra que hacer servir a tan vil oficio lo que Dios ha criado para sustento y regalo de la criatura. A más de que ¿no sería barbaridad insigne quitar el pan de la boca a los desventurados autores, sólo porque la naturaleza les ha regateado su ración de chirúmen y su parte cotativa de sentido común? Porque son tontos, ¿no han de comer? porque son poco abiertos de mollera, ¿no tienen derecho a vivir? ¿No franqueó el divino Salvador las puertas del cielo, no trató con especial cariño a los pobres de espíritu? Pero ya adivino lo que vais a contestarme. - Que coman, diréis, que vivan, que engorden, mas no a expensas del buen gusto nacional y del limpio nombre de las musas castellanas, sino echando sulcos, (surcos) sembrando hortaliza, educando vacas de leche, vendiendo café de moka, despachando mostruarios, (muestrarios) haciendo copias a tanto el pliego, o dedicándose a cualquier trabajo manual conforme con la rudeza de su ingenio y lo craso de su ignorancia.-¿Y no tenéis en cuenta, desalmados, el titánico esfuerzo que se necesita para hacer cambiar repentinamente de cauce a la actividad humana, para sacudir hábitos inveterados; y sobre todo, lo mucho que cuesta al que una vez se ha dejado engolosinar por los halagos de la gloria literaria, renunciar espontáneamente al mentido panorama de sus futuros deleites?... Sabed, en fin, raza antropófaga de pesimistas, que mi genial bondad me mueve con más fuerza a amar entrañablemente a la dulce, la noble, la celeste belleza artística, que a encarnizarme con los que la deshonran y escarnecen.
Así ninguna gota de acíbar amarga la copa de mis sabrosos banquetes espirituales, así la bendita tolerancia y el ejercicio incesante de la caridad, lejos de amenguar los placeres sublimes de mi alma, les prestan singular serenidad y dulcedumbre.

Razón le sobraría al discreto, sesudo y misericordioso público español para discurrir en el sentido que llevamos apuntado. La necesidad estética que corresponde a las funciones teatrales, no es ficticia ni convencional: arranca del centro mismo de la humana naturaleza, y consiste en ese vivo y sagrado interés que nos inspira todo cuanto atañe a nuestros semejantes; sentimiento con tanto primor como energía expresado por Terencio en aquel conocido verso: homo sum, et nihil a me humani alienum puto.
El espectáculo de la vida humana pierde en el teatro las dolorosas y terribles impresiones que nos causa cuando es real y verdadero, al mismo tiempo que se acrisola, ennoblece e idealiza con el mágico poderío del arte. Sentado ese principio que por su llaneza está al alcance de todo el mundo, el teatro es casi una condición de nuestra existencia social. Luego el público que lo frecuenta, no ha de renunciar a los goces dramáticos, cuya necesidad irresistiblemente a él le arrastra, sólo porque los abastecedores de estos comestibles usuales de su espíritu se los venden adulterados, o (para emplear una frase tan vulgar como expresiva) les dan gato por liebre. La indulgente cordura que caracteriza al público hispano no le permite abochornar con injuriosas demostraciones de desagrado a los que así le engañan; por esto, al igual de un convidado prudente y cortés, se ciñe a dejar intacto el plato que no cuadra a su paladar, y a repetir cuando le llena y satisface. Además (y aquí estriba principalmente la defensa de nuestro público), ¿qué producciones dignas de alto renombre ha dejado de honrar y enaltecer? ¿No ha saludado con vítores de entusiasmo, con extremos de admiración los primeros albores de todos los astros que hoy señorean el cielo de nuestras modernas glorias dramáticas? ¿Quién sino él ha esculpido con letras de imperecedero diamante en los anales contemporáneos de la nación los nombres de Saavedra, Bretón, Hartzenbusch, Martínez de la Rosa, García Gutiérrez, Vega, Tamayo y Ayala? ¿No les ha labrado con amorosa diligencia los pedestales de oro bruñido en donde, estatuas vivientes, presiden a las fiestas de la Talía nacional?

El acontecimiento literario que acaba de remover en España todas las inteligencias, todos los corazones, todos los entusiasmos y todas las envidias, bastaría por sí sólo para dar la razón al público de nuestra escena contra sus mal aconsejados fiscalizadores, si otros hechos de igual índole no abogasen poderosamente en su favor.

Después del espectáculo siempre antiguo y siempre nuevo de la naturaleza, testimonio flagrante y vivo de la grandeza de Dios, ninguno tan grato y sublime, a la vez, como el que ofrece el espíritu del hombre, testimonio inmortal de su grandeza y de la de su Hacedor, avasallando con misteriosa tiranía el espíritu colectivo de sus semejantes.

En parte alguna como en el teatro resplandece con tan vívidos fulgores esa propiedad del genio, patrimonio exclusivo suyo y compendio de sus derechos dinásticos al trono del mundo moral. La última obra dramática de Ayala ha conseguido y consigue en todos los ámbitos de la monarquía, ese triunfo supremo, sin el cual las producciones de su clase se hunden por su propio peso en las profundas aguas del Leteo, a pesar de las sospechosas adulaciones de la amistad, y aunque las prohijen y aclamen todas las escuelas estéticas, conocidas y por conocer. No hay que hacerse ilusiones. La crítica por más títulos que tenga para ejercer su dignidad censoria, nunca sujetará a las leyes de su variable codificación la fantasía y el corazón del hombre, que lleva, por otra parte, grabado en su alma todo aquello que sus preceptos tienen de inmutable y eterno.
Lo que el público ha celebrado ante todo en El tanto por ciento es la potencia intelectual que revela. Cansada de medianías, harta de vulgaridades, su hambre de verdad y de belleza vela en el fondo de su alma muchas veces distraída pero pocas satisfecha. La obra de Ayala viene en pos de producciones bastardas, flojas, necias e insustanciales, que han dado singular realce a su valor intrínseco. Si exceptuamos La Campana de la Almudaina, El mal apóstol y el buen ladrón, El sol de invierno y Un duelo a muerte, largo tiempo hace que el público necesitaba algún alimento nutritivo, sano y delicioso, para su espíritu estomagado de tanto manjar fofo e indigesto. He aquí porqué los aplausos que prodiga a El tanto por ciento van adquiriendo la robustez y el arraigo de la gratitud. He aquí porqué no sólo se muestra plácidamente dominado por la beldad del conjunto, sino que, haciendo gala de un gusto sibarítico, y de un criterio minuciosamente sagaz, logra saborear las bellezas de menos bulto y los primores más sutiles y afiligranados de la dicción. El entusiasmo popular que ha acogido el drama de Ayala, lleva, pues, todas las condiciones apetecibles de fuerza, de espontaneidad y hasta de una conciencia literaria muy superior al incauto abandono del simple instinto.

¿Quiere esto decir que El tanto por ciento carezca de imperfecciones? La crítica ha andado certera señalando algunas, pero un pesimismo exagerado le regatea hasta las bellezas más salientes, formándole en cambio un capítulo interminable de cargos destituidos por lo general de fundamento. Todos han sido refutados por multitud de plumas distinguidas, y por lo mismo podría tacharse de oficioso insistir en el particular. Pero conviene buscar las causas probables de aquel encarnizamiento, como un dato más que acredite la bondad innata del corazón humano, y lo mucho que ennoblece y purifica el alma el comercio al por menor de eso que llaman letras.

Cuando Ayala tenía apenas borrajeado (esbozado; borrón; borrajear) el croquis de su drama, cuando bajo el radiante cielo valenciano meditaba concienzudamente su concepción, las auras del Turia vinieron a Madrid henchidas de encomiásticas ponderaciones de una obra que se hallaba todavía en el misterioso período de la incubación. Concluida, subió de punto la estática (extática en el original) admiración de los que se vanagloriaban de haberla oído. Pronto una turba mal nacida de turibularios imbéciles hizo de Ayala el J. C. del arte, y de El tanto por ciento una obra inspirada por el Espíritu Santo en persona y bajada respetuosamente del cielo en alas de querubines nombrados ad hoc para ese nuevo mensaje a los hombres de buena voluntad. Los que conocen la exquisita, noble y veraz modestia de Ayala podrán rastrear lo que debió sufrir su grande alma con tales demostraciones. Dada la primera representación, los leales amigos y sinceros admiradores del autor, proclamaron como excelente y bellísima su nueva producción, sin traspasar los límites de su entrañable y puro entusiasmo. Pero la raza viperina de envidiosos puso todo el fuego a la máquina para que estallase, pero se quedó lindamente chasqueada cuando vio que el empavesado navío, orgullo del arsenal que lo botó al agua, y regalo de los ojos que lo contemplaban, hendía las olas con tranquila majestad, dirigido el rumbo hacia las playas encantadas de la gloria. La envidia, que es naturalmente diplomática, había procurado exasperar, por decirlo así, la admiración popular, aguardando con calma mefistofélica su período de reacción; pero el público no se arrepintió de su entusiasmo y la reacción no vino. Entonces el lobo arrojó su piel de zorra y empezó a clavar sus rabiosos colmillos y sus garras carnívoras en la obra que poco antes ponía sobre el mismo triángulo equilátero del Padre Eterno.
¡O abominación de las desolaciones! La envidia convirtió contra la obra de Ayala los mismos en encomios estáticos (extáticos) que antes le prodigaba sin tasa ni medida. He aquí, con algunas raras excepciones, el secreto de tantas diatribas como caen sobre la de El tanto por ciento.

Para coronar ese cuadro tan honroso para la literatura contemporánea, dechado de alto decoro y mosaico riquísimo de todas las virtudes imaginables; añadiremos que los dramaturgos despechados que no pueden dar salida a sus géneros, hacen una guerra tanto más cruda al drama, cuanto que es puramente mercantil, pues lo que más les escuece no es la mayor suma de espléndida gloria que ha adquirido Ayala, sino los medros materiales que ha granjeado, granjea, y lleva camino de granjear el laureado poeta. Así es que cuando a invitación de un sincero amador de la belleza artística, se ha tratado de ofrecer un tributo de cariñosa admiración al autor de El tanto por ciento, los primeros ingenios dramáticos y los más ilustres escritores de España se han apresurado a suscribirse a este objeto; y al contrario, los dramaticidas se han metido, verdes de ira, en la concha de su propio envidiosamiento

¡Y cómo les cuesta, Dios mío, digerir esa condenada manifestación con que la literatura española (,) trata de perpetuar su profunda simpatía por el autor afortunado de El tanto por ciento!... «;Jesuuuus!, exclaman con voz de espeluzno y rostro de mal disfrazada intención. ¿Qué van a decir D. Manuel y D. Juan Eugenio? ¿Qué modo de honrar sus limpias y gloriosas canas! ¡Qué modo de pagarles sus inmortales luengos servicios, premiando a sus barbas con tan absurda solemnidad a un joven que empieza a escribir!... ¡O país de cafres!» ¿Queréis (quéreis) saber qué dirán aquellos dos patriarcas de la escena contemporánea? Pues leed sus nombres coronados con la triple aureola del genio, de la virtud, y de los cabellos blancos, leedlos al frente de la suscripción (suscricion) para el proyectado obsequio. ¡Ah! D. Manuel Bretón de los Herreros y
D. Juan Eugenio Hartzenbusch, están acostumbrados a pasearse por las regiones luminosas en donde mora el arte puro, y en su sagrado recinto se respira un ambiente de serenidad y fortaleza que infunde pensamientos altos y acrisola el sentir. Por eso la hidrópica vanidad ni el torcedor angustioso de la envidia, no pueden anidarse en sus magnánimos pechos. Por eso se complacen en aumentar con la majestuosa lumbre de su ocaso los primeros albores del astro que nace festejado por la música de los corazones.
Abrid los ojos, ensanchad el alma, y veréis que ese tributo, no sólo es un estímulo para Ayala, sino para toda la juventud de España que reúna elementos para enriquecer el parnaso español con producciones de valía; para vosotros mismos, si desertáis la infame bandera del mercantilismo literario, si renunciáis a mirarlo todo al través de vuestra absorbente personalidad, si en la fecunda admiración por el talento ajeno, sacáis nuevos bríos para cultivar el propio.

Hora es ya de que la necedad sea arrojada a latigazos del templo de las musas patrias. Hora es ya de que sus buenos y esclarecidos cultivadores mancomunen sus esfuerzos y fraternicen ardorosamente en pro del porvenir intelectual de nuestra nación. Hora es ya de que se oponga una imponente cruzada de inteligencias sanas y robustas a esa horda de bandidos que han convertido los dominios inviolables de la belleza artística en teatro de sus merodeos.
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