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lunes, 25 de octubre de 2021

V. APRENSIONES Y CASUALIDADES.

V.

APRENSIONES Y CASUALIDADES. 

Tres veces el astro de la noche ocultara del todo su prestado resplandor a los habitantes de la tierra: tres veces apareciera de nuevo como una pincelada amarilla echada por distracción en la tela azul del inmenso espacio: tres veces, como ejemplo de la inconstancia humana, repitiera la periódica variación de sus fases; y ni la alteración más leve había padecido todavía en su luminoso disco la hermosa luna de miel de dos jóvenes esposos, quienes, al contemplarla en su plenitud seductora, ni temían lejano, ni creían posible el menor decrecimiento; Unidos por el amor, de amor vivían, retirados en una solitaria quinta, cual si tuvieran escrúpulo de lastimar los ojos de la envidia con el espectáculo de su felicidad y de su recíproca ternura. Nada menos dramático que sus conversaciones: semejantes a la poesía hebraica, en ellas alternaban las palabras, pero repetíanse las ideas, como si cualquiera de ellos fuese un eco 

mental de su interlocutor. Juntos siempre los dos, ora estuviesen entretenidos en casa, ora cultivasen un pequeño cercado, que llevaba el título inmerecido de jardín, o ya saliesen a dar largos paseos por los frondosos alrededores, pudiera decirse de cualquiera de ellos, que era la sombra de su consorte. 

A pesar de todo esto por dos o tres veces había ya sucedido que el esposo partiera solo hacia la ciudad, sin dar explicaciones satisfactorias de los motivos que allá le conducían. Achacábalo de una manera vaga a negocios de importancia, lo que era abrir un campo inmenso a conjeturas y recelos; parecía empero que el tierno abrazo de despedida encerraba la mágica virtud de impedir que brotasen tan malas yerbas en el corazón de la recién casada, inexperto y sencillo como el de una virgen. Así la separación material de algunas horas, breve paréntesis de su felicidad, no producía en ella más desazón que la de una ligera impaciencia, deseando que el día acelerase su carrera, a fin de gozar en el siguiente el nuevo abrazo con que solemnizaba siempre su regreso el cariñoso marido. 

Hacía más de veinte años que el padre de este había comprado la retirada quinta, en que la dichosa pareja vivía alimentándose aún del pan de la boda, como los antiguos dioses de néctar y ambrosía. La ambición y el gusto de ser 

propietario le habían costado un pleito, y tuvo que pasar a Madrid para sostenerlo. Hallábase cierto día en uno de los cafés de la corte, cuando entrando un caballero y dirigiéndose hacia él, exclamó: Señor de Ribalta!, y al mismo tiempo que nuestro novel propietario se inclinaba para saludarle, otro personaje, sentado a la mesa contigua, tendía la mano al recién venido. 

- Con qué también V. es Ribalta? díjole nuestro hombre, tratando de cubrir con una benévola sonrisa la confusión que le acarreó su precipitada cortesía. 

- Eugenio Ribalta y Soler, para servir a V.  

- Y Eugenio también? Qué diantre! V. es un tocayo superlativo. Tres veces homónimo de mi chiquillo. 

- Ah! con que tiene V. un chiquillo? Pues señor, no puedo decir yo otro tanto. Parece que a mi mujer no le ha valido el ser tocaya de la madre de Samuel

Y cuando uno empieza a tener los cabellos grises... pero en fin, que le haremos? Ya que la suerte me ha favorecido, dándome noticias de esta segunda o tercera edición de mi fé de bautismo, no puedo menos de ofrecerme a la disposición de V. Agente de negocios: calle de... 

- Providencia divina! Si he venido aquí para un pleito! 

De esta forma entablaron relaciones amistosas los dos Eugenios Ribalta. Nuestro litigante, más feliz que Teseo, había encontrado a la vez un Piritoo, un hilo de oro para salir del laberinto curial, y casi diríamos una Ariadna en la tocaya de la madre de Samuel. Pero en Dios y en conciencia que no pasó de mero tertuliano, y al regresar a su patria, con un fallo definitivo que le aseguraba el tranquilo posesorio de la finca disputada, merced a su derecho y a los buenos oficios de su sagaz consejero, conservó siempre buenos recuerdos de aquella familia, y algunas cartas de tarde en tarde echadas al correo, parecían marcar las olimpiadas de su casual y dichoso conocimiento. Ignorábalo completamente el hijo, a quien pudiéramos llamar Eugenio tercero, así es que no cuidó de participar al agente de negocios la defunción de su padre, ocurrida dos años antes de verificar su matrimonio. 

La quinta que habitaban Eugenio y su apasionada compañera está situada en la falda de una de esas desiguales y escabrosas montañas, que extendiéndose al occidente de nuestra isla, se elevan como un triple valladar opuesto a las olas que vienen del continente español. Una mula con su correspondiente aparejo estaba arrendada a un anillo de hierro puesto a la puerta exterior: Eugenio con botines de cuero, sombrero de palma y una delgada vara de acebuche en la mano la desataba tranquilamente. 

- Y no te parece que hoy partes demasiado tarde para ir a la ciudad? 

- En verdad que ese diablo de hortelano me ha enredado más tiempo del que convenía; pero con poco más de tres horas estaré allá si Dios quiere. 

- Dentro de poco se habrá puesto el sol, y tú no estás acostumbrado a viajar de noche. 

- Eso no le hace. Piensas que he de tener miedo? 

- Si aguardases a mañana? 

- Mira Adelita, estamos a catorce de octubre, pasado mañana son tus días, y es preciso, de toda precisión, que antes haya dado vado a esos negocios que traigo entre manos. 

- Estos negocios... repitió lentamente Adela. 

- Vaya, adiós, adiós. Pero sabes, Adelita, que siento un dolor en mi mejilla izquierda. 

- Y eso? 

- Es que está quejosa de ti porque no me has dado más que un beso en la derecha. 

- Ah! dijo Adela, y se abalanzaba a cumplir el deseo de su esposo; mas de repente se encendió su rostro, brotaron lágrimas de sus ojos, retrocedió un paso, volvió las espaldas, y echó a correr y a ocultarse por la puerta de la quinta. Eugenio sorprendido quería seguirla, pero creyendo que no era aquello más que una explosión de nimios temores y efímero sentimiento, y viendo además que se hacía muy tarde, montó en la mula y tomó el camino hacia la ciudad. 

Aún no había andado trescientos pasos cuando se detuvo en un altillo desde el cual se descubrían las ventanas de la quinta. Solía aquí volverse y agitar su pañuelo respondiendo a iguales demostraciones de parte de su Adela; pero esta 

vez las ventanas no presentaban más que su negro vacío. Tentaciones tuvo de desandar su camino, pero al fin se decidió a continuarlo. Si estará llorando? decía entre sí. Habrá niñería! Pero, por qué llora? 

Por qué! Difícilmente lo hubiera adivinado. Adela confiada por naturaleza no podía abrigar recelos contra su esposo: segura de la ingenuidad de sus palabras no comprendía los pretextos: ardiente en sus afectos no sospechaba la tibieza. Creía a todos los corazones elevados a la misma temperatura. A lo menos al de su Eugenio le creía tan igual al suyo en sentimientos como en pulsaciones. El matrimonio, así como había santificado, había también embellecido las ilusiones del amor, ¿y podía soñar siquiera que la constancia les concediese tan sólo un plazo menor de tres meses? 

Pero aquellos negocios de los cuales se le callaba el origen y los pormenores... aquellas excursiones cuyos resultados ignoraba... ¿sería acaso que en este secreto tan obstinadamente guardado se envolviese un misterio de iniquidad? Sería que otra mujer...? Esta idea la había asaltado de improviso: había penetrado en su mente rápida y mortal como el cuchillo de un asesino que acomete por la espalda. Adela se avergonzó de haberla concebido, pero su sonrojo no mitigaba ni el dolor ni el frío horrible de aquella súbita puñalada. Huyó de su esposo, como hubiera querido huir de sí misma para libertarse del fatal espectro que involuntariamente había evocado. 

parecía que iba a sentarse en la pelada cima de Galatzó


Entretanto el sol seguía en su majestuoso descenso: parecía que iba a sentarse en la pelada cima de Galatzó, a guisa de viajero cansado que gusta de dar la última ojeada al país que abandona. Sus rayos tibios como los de la luna no molestaban con su calor ni con su claridad deslumbradora: las sombras se extendían a los pies de los árboles como si quisieran huir del abrigo de sus copas, y los vientos parecía que estaban aprisionados en sus cavernas. Eugenio atravesaba un frondoso valle, silbando maquinalmente una canción favorita; en su cabeza empero se revolvían diversos pensamientos, y para darlos a conocer al lector es preciso valernos de monólogos, echando a perder la mayor parte del efecto que hubieran producido si se pudiesen traducir con toda su rapidez y vehemencia, su falta de ilación y su vaguedad misteriosa. 

"Yo no sé por qué razón ha de llorar hoy, cuando siempre la he dejado tan risueña y tan contenta. A bien que se verificará lo del Evangelio: Y vuestra tristeza se convertirá en gozo. 

Qué magnífico efecto harán aquellas preciosas amatistas sobre su cuello tan blanco... tan blanco! 

Adelita es un copo de nieve... con un corazón de oro y un alma de ángel. 

Es mucho lo que me quiere. Somos recíprocamente ídolo y sacerdote. 

Y dicen que en la tierra no se puede encontrar la felicidad? Los escritores ascéticos como que hayan padecido siempre de hipocondría. Exageran mucho. Si los viciosos no pueden ser felices, tanto peor para ellos. Para ser buenos no es menester desollarse a disciplinazos

Oh! Dios mío, que pródigo de bondades habéis sido para conmigo! Cuánto merecéis que yo os ame! 

Los sabios se han calentado la cabeza buscando el sitio del paraíso terrenal; yo que soy un lego en la materia les diría: Ahí, detrás de esas montañas. 

Si no es el paraíso de Adán, es el mío. Es un Edén algo escabroso, pero es un Edén. 

Qué me falta a mí para ser completamente feliz? Nada. Tengo el corazón lleno hasta los bordes como una copa de vino generoso. 

Pero un golpe dado por inadvertencia puede romper el cristal, y derramarse el licor en medio del banquete! Ah! sí, algo me falta: la seguridad y la duración de la dicha que poseo. 

Si estuviese seguro de vivir veinte años de la vida que ahora disfruto... Esto sería una eternidad de gloria. Una eternidad?... Un relámpago. Veinte años pasarían como han pasado esos tres meses. 

Muy corta es la vida del hombre. ¿Qué le costaba a Dios hacerla durar tres o cuatro siglos? Si me diesen a escoger, y me preguntasen ¿quieres ser Alejandro Magno, o Virgilio, o Napoleón, o Rothschild! yo contestaría: Matusalén... pero Adela habría de vivir tanto como yo. Sin esta condición... Qué, sin esta condición...?

Ay, Dios mío, quién de los dos morirá primero? Si es ella, qué horrible soledad! y si me sobrevive, me llorará mucho? Me llorará como estaba llorando ahora? Mas, por qué habrá prorrumpido en llanto? A qué viene ese lloro tan  intempestivo? Será que su corazón le anuncie algún pesar, que presienta algún infortunio?

Y qué habrá de verdad en esto de presentimientos? Cómo pueden los filósofos explicarlo? Ni la inteligencia de un suceso impensado, ni la previsión de uno posible bastan para formular un sistema. Y por qué el corazón ha de anunciar solamente las desgracias? Por qué ha de ser solamente un ave de mal agüero? 

Supongamos que ha de darme un accidente cualquiera: ¿Cómo puede impresionar el alma de Adela un hecho todavía no existente? Cómo es posible que el efecto preceda a la causa? Verdad es que Dios nos ha rodeado de tantos misterios tangibles, sin duda para que creamos en otros que están más fuera de nuestro alcance... 

He dicho: supongamos. Y quién sabe si en realidad ha de sucederme una desgracia? Lo cierto es que Adela llora, que llora hoy y no había llorado otras veces. Si esto es un presentimiento, ¿cuál debe ser la desgracia que ha de ocurrirme? Si no lo es... de seguro que estoy tan triste como si lo fuese." 

Al volver un recodo de la fragosa cuesta que a manera de banda terciada sube un escarpado cerro para continuarse descendiendo en la vertiente opuesta, dos o tres cuervos pasaron volando por cima de la cabeza de Eugenio. Su graznido desagradable a los oídos, produjo en su pecho una impresión mal definible, pero de fijo nada halagüeña. 

"En verdad, seguía diciendo, o por mejor decir pensando, en verdad que razón tenía aquel religioso, aplicando a los pecadores el nombre de cuervos

Crás, crás. Siempre mañana. 

Mas, por qué los pecadores solos? No vivimos todos con esta idea fija? 

No somos todos una especie de cuervos? Yo también digo: crás. Yo también cuento con un placer dulcísimo para el día de mañana. 

Pero si es un cuervo el que me anuncia este día, ¿qué puedo esperar de bueno? Mensajeros de malas nuevas, por qué no las traéis siquiera bien expresadas? 

En todos tiempos se ha creído en agüeros. Quién debió de inventar esta creencia? Sería posible que un pueblo tan culto como el griego, que uno tan inteligente como el romano, se dejase engañar por media docena de impostores

Los apóstoles de la civilización declamarán cuanto quieran; pero ¿son capaces de explicar todos los arcanos de la naturaleza? Si el llanto de Adela fuese un presentimiento...? Si el graznido de los cuervos fuese un agüero...? 

Un agüero? Y de qué? crás, crás. Este chillido me hiela el corazón."

(Recuerden el poema de Edgar Allan Poe, de esta misma época, the raven

En esto había subido ya el áspero repecho: hallábase en la parte superior de la montaña y apeóse de la mula para bajarla con menos riesgo o con mayor descanso. El largo y profundo valle que descubría estaba todo cubierto de sombra, el ramaje de los pinos en las vertientes laterales era ya de un verdinegro muy subido: las copas de los olivos que alfombraban la hondonada, inmóviles y uniformes producían un melancólico aspecto; solamente a lo lejos, allá en las últimas crestas de enfrente veíanse algunas manchas iluminadas de una manera pálida y sin brillo. Una ancha nube asomándose por la derecha cubría un buen pedazo de cielo: en su parte más densa presentaba un color de ceniza mojada, sus bordes unos eran blanquecinos y otros débilmente amoratados. Algunas nubecillas, como jirones desprendidos de aquel manto, flotaban indecisas por el resto del hemisferio. Eugenio a fin de acortar un poco su camino, en vez de seguir la empedrada cuesta, tomó una vereda mal abierta sobre rocas y entre espesos matorrales. Mas antes de emprenderla volvióse para mirar el sol, y precisamente en aquel instante desaparecía su disco. 

“Oh! cuán triste ha de ser para un moribundo que conserva sus sentidos ver la puesta del sol, y pensar interiormente, para mí no se levantará mañana! Y para cuántos, seguía pensando, no saldrá el sol mañana sin que estén moribundos hoy? Oh mañana! esfinge de la cual todos se creen Edipos, y de la cual todos vienen a quedar devorados!" 

La aspereza del terreno, que bajando siempre forma altos y desiguales escalones de puntiagudos riscos, o presenta la superficie inclinada y lisa de anchas rocas, le obligaba más bien a dar saltos que a sostener un paso igual y acompasado. Otras veces no había hecho el menor alto en la incomodidad del camino, bien que no lo pasara nunca en hora tan avanzada del día. La semi- oscuridad y el aspecto salvaje de la naturaleza, el silencio del desierto y la molestia física sobreviniendo a las ideas tristes que se habían infiltrado en su pensamiento, despertaron en él una especie de irritación nerviosa. 

"Vaya una diversión, ir trompicando por esas piedras! Y la noche que se me viene encima! Pues bueno sería que me perdiese por estos andurriales sin oír otra cosa que crás, crás por toda palabra de consuelo! 

Y Adelita? yo no debía dejarla hoy. Me he mostrado duro, indiferente con ella. He sido un bárbaro. Maldito el hortelano que me ha entretenido con su charla sempiterna: maldito sea el diamantista que hace quince días podía tener listo mi encargo. No sé qué daría por verme ya en la ciudad." 

Y luego como para disipar su mal humor buscó un pensamiento cualquiera, y se entretuvo en desenvolver y anatomizar, por decirlo así, la primera idea que le había ocurrido. 

"Y si ahora yo resbalase... pensó. Una cosa tan fácil! Si ahora cayese y me rompiese una pierna? La mula se escaparía, y yo aquí, solo, herido, desamparado. ¿Quién es el valiente que en tal situación no llorase? Muchos blasfemarían sin duda; pero de seguro que empaparían de lágrimas sus blasfemias. Bien puede uno decir: llueve males, o Júpiter! cuando está rodeado de admiradores; pero solo, enteramente solo, en medio del desierto, esto ya es otra cosa. Yo probaría a levantarme y no podría: tendría que ir arrastrando y a cada paso las puntas del hueso roto me entrarían en la carne, y en una hora no andaría quince varas. No, lo mejor sería acurrucarme aquí, y esperar a que mañana oyese mis gritos algún pasajero. Qué noche tan larga! tan horrorosamente larga! Qué frío tan intenso padecería! De seguro que entonces daría toda mi hacienda por las dos zaleas del aparejo, una para acostarme y la otra para cubrirme. Pero no, no la diera. Preferiría un martirio tan atroz a dejar pobre a mi Adelita. Y yo me estaría aquí abandonado de todo el mundo, y mis amigos de la ciudad en el teatro, y los mozos de labranza junto a la llama del hogar, y ella durmiendo sobre mullidos colchones. Y si mañana me encontrasen transido de frío, helado, muerto, ella se desmayaría, me lloraría un mes, dos meses, tres meses; pero también el lloro cansa, y al fin vendría el consuelo, y quizás con el tiempo otro amor... ¡Oh dichas de este mundo, cuán falaces, cuan pequeñas, cuán efímeras sois!" 

Esta situación horrorosa se apoderó de su fantasía. Había querido jugar con esta idea como con un lobezno, y de repente se sintió mordido. Frecuentes escalofríos recorrían sus miembros, erizábanse los cabellos, y las piernas le flaqueaban. Montó otra vez en su cabalgadura, pero asimismo se veía andar a gatas, rozando el pecho sobre las piedras, arañándose el rostro con los abrojos de los zarzales, desollándose las manos, y dando un grito agudísimo a cada movimiento de la pierna herida. En valde trataba de ahuyentar estas imágenes: ellas volvían con la importunidad de las moscas, con la tenacidad de las avispas, con la ferocidad de las arañas. Y la luz del crepúsculo más y más palidecía, y el camino se prolongaba, y la mula andaba lentamente, y Eugenio no osaba arrearla por miedo de caerse. 

Lindan con el camino dos o tres trozos de pared derruída, restos de una pobre casa desde mucho tiempo abandonada: una porción de olivos plantados a hileras se extiende a su alrededor, la Riera circuye la falda del montecillo, y 

fuese por casualidad o por alguna causa desconocida, la mula se detuvo enfrente de sus ruinas. Eugenio la aguijaba con suavidad y recelo, tiraba de la rienda, y ella cabeceaba y no obedecía. Despertáronse entonces en la memoria del pobre joven recuerdos de tradiciones y consejas en que nunca había parado la atención. Trasgos y duendes hervían en su imaginación, de antemano tan cruelmente sobreexcitada: ruido de cadenas sonaba en sus oídos, fantasmas vestidos de blanco se deslizaban ante sus ojos, los árboles se habían convertido en procesión de frailes, y el rumor de las aguas en responsos de difuntos. Eugenio sudaba a mares y tiritaba de frío. 

Más adelante encontró dos niños que venían hacia él cargados de sendos haces de leña. Respiró Eugenio, pues iba a disfrutar un minuto de humana compañía en medio de aquella soledad para él tan espantosa. Hubiera dado de buena gana su bolsillo entero al que de ellos hubiese consentido en subir a las ancas y acompañarle hasta la ciudad. Y eran niños de seis a siete años. Para saborear aquella especie de ligerísimo consuelo se detuvo a preguntarles. 

- A dónde vais, niñitos? 

- A casa, con esta leña. 

- Está muy lejos? 

- Cerca de media hora. 

- Y no tenéis miedo de la oscuridad de la noche? 

- No señor. 

- Felices vosotros, dijo entre sí. De quién sois hijos? 

- No tenemos más que madre que está ciega

- Y de qué vivís? 

- Mendigamos por estos contornos. 

- Pobres niños! exclamó interiormente. Decidme, qué pájaro es el que ahora ha cantado?

- No lo habemos oído. 

- No habéis oído un pájaro que cantaba? 

- No señor. 

- Un pájaro que hacía así. Y se puso a remedar una especie de melancólico y prolongado silbo que poco antes había oído. 

- Esto es una lechuza

- Una lechuza, y no la habíais oído vosotros? 

- No señor. 

- Entonces habrá cantado solamente para mí. Y la vieja Margarita me dijo que había oído una lechuza la víspera de la muerte de mi padre. Oh Virgen santísima! Oh Madre de los Dolores! Oh Adela! tu presentimiento era cierto. 

Crás. 

Redobláronse entonces los sacudimientos nerviosos del infeliz mancebo: castañeteaban sus dientes, la calentura abrasaba sus venas, y un frío intenso congelaba sus extremidades. So corazón repetía aceleradamente las pulsaciones, como un reloj desconcertado, y la imaginación despótica reinaba sobre las demás facultades del alma. El desgraciado ya creía de todo corazón en presentimientos, en agüeros, en fantasmas. La lechuza era para él un mensajero de la muerte: y para él, solamente para él había resonado su fatídico acento. Eugenio invocaba a los santos, rezaba en alta voz, pero su memoria trastornaba y confundía las oraciones más usuales, las preces que había repetido cotidianamente desde su infancia. 

La noche había cerrado completamente. Ni una estrella brillaba en el firmamento. La sombra vespertina, cundiendo como una mancha inmensa, había encapotado el cielo todo; y la ciudad parecía haberse alejado diez leguas. Si el pintor griego pudo marcar los diversos grados del dolor en las fisonomías de los concurrentes al sacrificio de Ifigenia, tuvo que cubrir con un velo el rostro de su desdichado padre. El arte se confesó impotente para rivalizar así con la 

naturaleza. Así también aquí nos damos por vencidos confesándonos incapaces de trasladar al papel la prolongada agonía, la tortura moral del pobre Eugenio, desde que dejó súbitamente a los niños hasta que penetró en la ciudad, hasta que estuvo en su casa. 

Recibióle su nodriza, la vieja Margarita, quien parando los ojos en su palidez y desencajadas facciones prorrumpió: 

- Señor, qué tenéis? Qué novedad ha ocurrido? 

- Nada. Estoy bueno. Ve a buscar al padre Ignacio, dile que venga. Quiero confesarme. 

- Pero, estáis enfermo? qué ha sucedido? Y Adelita? 

- Obedece. Pero no, ve antes a casa del diamantista y dile que te entregue aquello. Pronto, pronto. 

- Voy. Encima del bufete encontraréis una carta del correo. 

- Carta para mí? no es posible. Yo no conozco a nadie fuera de la isla: yo no tengo correspondencias. 

Y al entrar en su gabinete vio una carta cuyo sobre decía: A D. Eugenio Ribalta, y volviéndola para abrirla reparó que estaba cerrada con oblea negra. Dióle el corazón un vuelco. De dónde, de dónde es esta carta? Y miraba y remiraba el sello del correo, y no descubría más que una ligera mancha aceitosa con unas pequeñas motas rojizas. Abrióla con el afán del que prefiere la certidumbre de una desgracia al martirio de la zozobra, y desdoblando un papel que contenía, lo primero que hirió su vista fue una calavera sobre dos huesos cruzados. Otro aviso del cielo! exclamó. Temblábale el pulso, y haciendo un esfuerzo, leyó casi deletreando: "La esposa y demás parientes de D. Eugenio Ribalta y Soler 
(Q. E. P. D.) suplican a V. que se sirva asistir a las exequias que han de celebrarse por su alma, en la iglesia de Santa Cruz..." Y no pudo proseguir. Sus ojos inmóviles se clavaron en las mayúsculas que trazaban su nombre. 

Eugenio Ribalta y Soler. Y lo leía y releía, y la exaltación de su fantasía y la fiebre que le devoraba se exacerbaron de un modo horrible. No pudiendo tenerse en pie cayó desfallecido sobre la cama. Este soy yo, decía. Yo mismo... Y yo he muerto. Dónde estoy ahora? Adela! ven aquí. Dame la mano, ponla sobre mi corazón... Tu collar de amatistas, con sus pendientes y brazalete... Todo igual, todo bonito! Oh qué sorpresa! Sí..., para el día de tu santo. 

No, no quiero morir. Adela, dame un beso... Un beso más. Cómo me duele todo el cuerpo! Qué ardor siento en la frente! Eugenio Ribalta y Soler. No: no soy yo. Yo me llamo... me llamo... Y pasábase la mano por la frente de una manera convulsiva.

En esto llegó la anciana y le dijo: Señor, aquí le traigo la cajita.

Estas palabras fueron una especie de calmante, pero activo e instantáneo: las ideas confusas que atravesaban la mente de Eugenio se esclarecieron un poco, la calentura perdió de su intensidad, las tinieblas abrieron paso a una ráfaga de luz efímera y amortecida. 

- Dame, dame, mañana es santa Adela; no sabe nada. He de sorprenderla... Oh!!! negras! negras! De luto..! viuda! 

Efectivamente al destapar la cajita había descubierto un collar y unos pendientes de azabache. Apretábalos el enfermo convulsivamente y repetía... Amatistas negras... negras como el cuervo. Crás, crás. Y Adela es ciega, y viuda, y busca leña... Y el sol? Dónde está el sol? 

- Señor! Qué es esto! Dios mío! exclamaba llorando la anciana Margarita. Eugenio! Eugenio mío! 

- He muerto, me he roto una pierna, tengo sangre... arre mula. Dame un beso, otro, sino, no te daré el collar... Amatistas finas, finas... no, tú eres viuda... 

He muerto... iglesia de Santa Cruz... 

Un hombre entró con una cosa en la mano, y dijo a la anciana. 

- Mirad, buena mujer, que os habéis equivocado: habéis tomado una cajita por otra. 

- Y esto ha muerto a mi pobre Eugenio: corred por Dios en busca de un médico: corred. 

Y la anciana mesándose los cabellos lloraba inclinada sobre el pecho del enfermo, quien cogiéndola por el cuello proseguía: Crás crás. No es verdad que me quieres mucho? Por eso te regalo el collar. Arre mula. Y no estás en la ventana? y lloras? Lloras porque eres viuda y te casarás con otro. Fuera de aquí esta lechuza. Decid que salga el sol. Yo quiero el sol. Sino no te daré el collar ni un abrazo, ni piedras negras... Yo tengo dos hijos muy hermosos, muy rubios, y vienen en las ancas... arre mula... y ya no buscan leña... pero tendrán collares finos... pero tú... tú eres viuda... Adela, Adela un beso... 

Así continuaba en su delirio repitiendo palabras incoherentes, pero siempre alusivas a los pormenores de su fatal jornada, a su tierna y acendrada pasión, a los azares que podían considerarse como agüeros de su muerte. Llegó el médico, le examinó largo rato con ademán meditabundo, luego arqueó las cejas, y volviendo el rostro con voz reposada y monótona exclamó: 

Congestión cerebral fulminante. Que llamen corriendo la santa Unción. Dentro de ocho minutos habrá muerto. 

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