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martes, 26 de octubre de 2021

VIII. LA CRUZ DEL OLIVO.

VIII.

LA CRUZ DEL OLIVO.

Era ya demasiado tarde para no llegar a deshora. Faltábanme por andar cerca de dos leguas y el sol había traspuesto ya la cima de las montañas y llevado tras sí las caprichosas ráfagas de oro y púrpura, que así cautivan la fantasía por la brillantez de su colorido como por la inestabilidad de su hermosura. Del lado de oriente la celeste bóveda iba tomando un color plomizo que por momentos se volvía más subido y avanzaba hacia el ocaso como la sorda corriente de un río. La noche amenazaba ser tempestuosa sobre completamente obscura. Las nubes que vagaban esparcidas juntábanse en una, como piezas soldadas por la mano de un artífice invisible. Silbaba el viento a mis espaldas, y su lejano silbido parecía salir de la garganta de una áspera sierra, crecía acercándose, y pronto los árboles bajo cuyas copas había pasado y luego los que me rodeaban y luego los que delante de mí tenía, aumentaban el fragor horrísono con sus crujidos y doblaban sucesivamente sus cabezas, cual turba de esclavos por entre quienes pasa corriendo la carroza de su despótico amo. Poco de risueño y agradable ofrecía la perspectiva de mi nocturna y solitaria jornada. Iba además montado en una mula que más que de andadora tenía de asustadiza, y a trechos se plantaba como un poste, sin darse por entendida a las insinuaciones de una vara de acebuche. Llevaba yo algo tirantes sus riendas; pero del todo flojas las de mi imaginación. No sé qué miedo pueril, qué terror vago me había sobrecogido, y yo mismo le daba pábulo con mis disparatadas creaciones. Como el Menedemo de Terencio atormentábame a mí mismo aunque por diferente estilo. Convertía en gigantescas apariciones las nubes de vagos e irregulares contornos, en vampiros y espectros el negro follaje de los arbustos y matorrales, en silbos de serpientes y bramidos de fieras el intermitente rumor de los vientos. Poblaba aquellos pacíficos valles de monstruosas alimañas, extravagantes como en los libros de caballerías, simbólicas como en las visiones de los profetas, y al sentir que mis cabellos se erizaban, que un sudor frío bajaba por mis espaldas y que un rápido estremecimiento recorría todo mi cuerpo, experimentaba una extraña complacencia, percibía un sabor agridulce en este género de sensaciones.

En un espeso olivar, y junto al sendero por donde yo pasar debía, hay un viejo olivo en cuyo tronco se ve clavada una cruz de madera. Qué triste historia me recordaba esta cruz semejante a la de una tumba en el desierto! 

Apoyándose en un grosero bastón y llevando colgada del brazo una esportilla de palma, una noche de las más crudas del invierno, dirigíase a su rústico albergue un anciano, agobiado bajo la triple carga de los años, de las enfermedades y de la indigencia. Inútil ya para las pesadas labores del campo imploraba la caridad de los arrendadores que en ellas le habían ocupado, y vivía del pan de la limosna recogiéndolo fatigosamente de alquería en alquería. 

Cuán blando y sabroso se le volvía este pan al remojarlo en agua y compartirlo con sus nietecitos, al calor de las encendidas ramas que ellos recogían también como de limosna en los bosques y olivares convecinos! Falto de aliento, molestado por el hambre, transido de frío acercábase al término de su lenta excursión, esperando con afán la única hora de su consolación harto mezquina, cuando un ataque epiléptico le hizo caer sin sentido. Aquella noche las estrellas brillaron con toda la magnificencia de sus trémulos resplandores, y al volver la luz del día el agua, de los charcos se presentó convertida en cristalinos témpanos, y al pie del funesto olivo se encontró un cadáver congelado como el agua de los charcos. El pobre mendigo había muerto de frío. 

No es verdad que este es un género de muerte sobremanera horrible? Morir así, morir como un pájaro a quien sobrecoge una nevada! Mas, ¿cuánto tiempo resiste una avecilla, y cuántas horas pudo prolongarse la agonía de aquel desdichado? Cuántos esfuerzos haría para levantarse, para acurrucarse siquiera? 

Deliciosamente trascurren las horas de una velada de invierno en esos elegantes salones donde la profusión de la riqueza, los progresos de la industria y el refinamiento de las artes acumulan todas las comodidades que puede apetecer el más sensual epicureísmo. Cubiertos los muros de hermosos tapices, el suelo de mullidas alfombras, el techo de preciadas pinturas, desde la marmórea chimenea se extiende el blando calor de las resinosas astillas, y globos de labrado cristal suavizan la claridad de multiplicadas bujías. Alternan las guirnaldas de flores con las diademas de perlas, y chispean con variados reflejos la porcelana, el oro y los diamantes. Recostados lánguidamente en acolchados sillones saboreamos los placeres de la conversación, las ilusiones del amor, los encantos de la sociabilidad humana en medio de una atmósfera impregnada de luz, de aromas y de plácidas armonías. Qué sucediera entonces si, mientras nos hallamos en el pleno goce de la vida, a manera de la mano que apareció en el festín de Baltasar, una voz sobrenatural exclamase: Ahora, en este mismo instante, en medio de un lóbrego desierto, solo y desamparado, un hermano vuestro se está muriendo de frío!

Quién hubiera vaticinado semejante muerte al mendigo cuando era recién nacido? Y hay quien haya podido decir: Bienaventurados los que tienen hambre y sed, los que derraman lágrimas y padecen frío? Si quien lo dijo no era más que un mero filósofo en verdad que es extraña y absurda su filosofía. Diógenes a lo menos quería calentarse con los benéficos rayos del sol. Si no era más que un hombre el que proclamaba un sistema tan contrario a los instintos de la naturaleza, razón tuvo Herodes para tratarle de mentecato. Él aspiraría sin duda a la gloria de la originalidad predicando doctrinas no importadas del Oriente, ni discutidas en el Pórtico o en la Academia; pero, y sus discípulos? Locos! que arrostraron los suplicios y la muerte por el extravagante gusto de sufrir hambre y sed, verter lágrimas y tiritar de frío. Qué valor tiene la palabra de un mero hombre para santificar los padecimientos y hacer aceptable lo que a todos los hombres repugna?

Vocingleros de la igualdad, cuando habréis dado a cada individuo un salón confortable en que pueda aspirar de una vez todas las seducciones de los sentidos, ¿cómo impediréis que un viajero sea acometido de un ataque epiléptico y perezca de frío abandonado en medio de un camino? Sin duda la igualdad que preconizaba aquel a quien llamáis el primer socialista, es una cosa más elevada y sublime que vuestras ideas. Qué tienen que ver las ideas que se realizan en el cielo con las que se concretan a la tierra? Qué tiene que ver el vuelo del águila con las rastreras huellas de los reptiles?

Si no hay otro mundo más que este en que vivimos no se venga el doctor Pangloss a decirnos que es el mejor de los mundos posibles aquel en que uno puede morirse de frío. Alfonso el Sabio dijo que él hubiera arreglado mejor el sistema solar y planetario. Cuando los reformadores del género humano habrán desterrado de todo el orbe el hambre y la sed, la desnudez y el frío, también lo habrán arreglado mejor que Dios. Pobre Creador que no previó que el hombre debia corregirle la plana y enmendar así su obra!

Nada más humillante para la soberbia humana que la vanidad de sus decantados triunfos, y el continuo sonrojo que debieran acarrearle sus insensatas aspiraciones. Remóntase el espíritu a regiones ideales, y toma por su mayor habilidad la de cernerse en el vacío. Qué aparato de ciencia, qué trabajos de investigación, qué tesoros de poesía no ha malgastado para elaborar sistemas que tienen tanto de falaces como de ingeniosos? Existen en la actualidad, como existían en otros tiempos, alquimistas que buscan la piedra filosofal, sólo que ahora han cambiado de nombre y de procedimiento. Y no está todo el daño en la manía de buscarla, lo peor es el empeño de persuadirse y persuadir a los demás que la han encontrado. Qué de esfuerzos para trasformar en jardín de delicias lo que nuestros padres llamaban valle de lágrimas!

Qué de razonamientos y seducciones para hacernos creer que es una deleitosa morada lo que decían aquellos que era un escabroso camino! 

Más de tres mil años ha que se oyera un grito de dolor capaz de conmover las entrañas más empedernidas: El hombre nacido de mujer, viviendo breve tiempo está relleno de muchas miserias. Representaba a la humanidad el que echado en un estercolero tan hondamente gemía. Ahora el muladar desapareciera de la escena; pero de blando y perfumado lecho, cubierto de holandas y damascos, saldría un quejido de igual intensidad y amargura.

Oh cruz consoladora para los que creen que en tus brazos espiró el  Hombre-Dios! qué bien que estás en el sitio donde cayó el infeliz mendigo, recordando las miserias de la vida y las esperanzas de la inmortalidad!

Sumergido en estas reflexiones caminaba en medio de una obscuridad completa, confiado en el instinto de mi cabalgadura: esta se paró de improviso y no hubo medio de hacerla pasar adelante. Me vi obligado a apearme, detúveme un rato, y sin duda me senté en una piedra. Yo no estoy seguro de haberme sentado, pero es lo más probable que así lo haría. Entonces vi a mi lado un cadáver y conocí que era el infeliz mendigo; a pesar de no haberle visto en mi vida, y de que hacía más de treinta años que había muerto. Conocíle entonces como si la víspera hubiésemos conversado familiarmente. Contemplaba yo su rostro pálido y demacrado, sus ojos horriblemente abiertos, sus labios que me decían palabras que yo no entendía, su vestido hecho jirones, sus miembros tiesos y envarados. A su lado se veía la esportilla de palma, y un frío espantoso coagulaba la médula de mis huesos. De repente se acercaron cuatro hombres de gigantesca estatura, descalzos y vestidos a manera de disciplinantes con sus negras túnicas ceñidas de un cordón y sus larguísimas caperuzas, cogieron al difunto, lo pusieron tendido en una camilla, y colocándola sobre sus hombros empezaron a andar: y yo les seguía, y seguíales también una turba de mujeres y niños que lloraban en silencio y se mesaban sus desgreñadas cabelleras. Bañaba el espacio una claridad enfermiza, y en lo alto del cielo se veía la luna, grande como una era, pero sin brillo alguno como si fuese de cristal esmerilado. Caminábamos por una vasta llanura sin árboles ni plantas, y toda cubierta de una capa de nieve. Entonces vi que nos precedían dos largas hileras como de capuchinos con los brazos cruzados y las capuchas caladas, murmurando un canto lúgubre y monótono, canto que nunca había oído, que hacía erizar mis cabellos y cuyas palabras no podía comprender. Al canto de los frailes se mezclaban los ecos de trompetas y clarines, y yo percibía claras y distintas las pisadas y relinchos de los caballos; pero por ningún lado podía descubrir los escuadrones de Caballería. Subimos una colina, en su cumbre había tres pinos secos y en ellos tres hombres ahorcados, y mientras yo pasaba al uno se le cayeron los pies, al otro los brazos y al tercero la cabeza quedando su cuerpo pendiente de la cuerda, y las mujeres y los niños lanzaron un gemido espantoso. Entonces obscureció, y vi que cada fraile llevaba una vela de resplandor pálido y mortecino, apareciendo como dos hileras de luciérnagas, y entramos en una calle de cipreses, y luego por la boca de una larga, estrecha y tortuosa caverna. Apretábame la turba y sentí que me pisaban, pero eran pies descarnados y solamente de hueso: La caverna se transformó de repente en un patio inmenso, alumbrado por una lámpara sola y rodeado de nichos sepulcrales, y los que llevaban al difunto lo depositaron al pie de un crucifijo de estatura natural que en medio había. Y todos los capuchinos se agruparon y se hincaron de rodillas, bajáronse las capuchas y en vez de cabezas descubrieron cráneos pelados y desnudos, que me miraban con sus cuencas vacías como asombrados de ver entre ellos un viviente. Entonces del costado del crucifijo brotó un chorro de sangre y todos los cráneos quedaron salpicados, y luego los frailes y el difunto y las mujeres y los niños se empequeñecieron, se empequeñecieron hasta desaparecer del todo. Los nichos que estaban abiertos se vieron de repente cerrados con sus lápidas funerarias, y yo quedé solo al pie del crucifijo. Aterrado por aquella escena arranqué un grito de lo más profundo del corazón exclamando: Misericordia Señor

Entonces advertí que estaba sentado en una piedra, y al reflejo de algunas estrellas que habían aparecido, distinguí la cruz clavada en el olivo, y la mula, que se había asustado de un viejo serón echado en medio del camino, pacía tranquilamente la yerba de sus alrededores.

lunes, 25 de octubre de 2021

IV. EL VALLE DE LOS CIPRESES.

IV. 

EL VALLE DE LOS CIPRESES

IV.  EL VALLE DE LOS CIPRESES.



La serenidad y hermosura de la tarde me habían convidado a dar un largo paseo por las afueras de la ciudad, y bien que no recuerde precisamente cuáles eran los diversos pensamientos que a solas iba rumiando, sé que encerraban algo de triste y sombrío análogo al estado de mi corazón. Siempre me ha parecido que al declinar las tardes de otoño conducen a la melancolía. Con el codo apoyado en la rodilla y la cabeza en la palma de la mano descansaba un rato sentado en una piedra del camino, y en esa actitud meditabunda poco o nada tendrían de risueñas las ideas que me asaltaron. Esparramábase a mi izquierda el caserío que lleva el nombre de pequeña villa, a mi derecha escondía su tortuoso cauce el torrente que lame los muros de Palma, enfrente de mí levantaba las ásperas crestas de sus fragosas ondulaciones la sierra poblada de espesos pinares sobre la cual asomaba su limbo superior el astro del día. 
Aquella postrer mirada, aquella despedida del sol me hizo una impresión semejante a la que produce el improviso adiós de apuesta doncella en el ánimo del mancebo que al pie de los balcones deseaba prolongar su plática amorosa. 
Quizás me hubiera distraído de mis tristezas una magnífica puesta de sol, pero no hubo aquella tarde nubes doradas por los últimos reflejos, ni ráfagas de carmín y violeta cambiando por momentos sus abrillantados matices. 
Una ligera neblina se había extendido por todo el cielo, y sobre esta cenicienta gasa destacábanse a lo lejos las desnudas ramas de los almendros, formando caprichosos dibujos, parecidos a los que aparecen puliendo una con otra dos 
tersas superficies de alabastro humedecido. La soledad y el silencio empezaron a serme desagradables, y los pensamientos mismos con quienes voluntariamente me había entretenido volviéronse como aquellos huéspedes que agasajados al principio acaban por convertirse en carga molesta e importuna. Traté de regresar antes que me sobrecogiera la noche; pero, quién podrá explicarme lo que entonces me aconteció? Cómo es posible que siéndome tan conocido el camino llegase a perderme en un extraño laberinto? 
Ni sé cómo fue ni me atrevería a señalar el punto en que empezó a desviarme; pero tengo muy presente en la memoria la extrañeza que me causó el verme internado en un angosto y solitario valle. En vano era preguntarme: de qué podía depender que nunca hubiese yo descubierto, que nunca a mis oídos hubiese llegado la más leve indicación de aquel sorprendente y exótico paisaje? Era un capricho del arte, o una aberración de la naturaleza lo que efectuaba allí un cambio de escena tan completo? Por qué en vez de la grata sensación que producen los sitios aun más agrestes y sombríos, el encanto de la novedad cedía el puesto a una especie de terror indefinible? Aquel era un largo valle flanqueado de dos altas colinas, coronadas en su cumbre y cubiertas en sus faldas de infinito número de árboles, todos de una misma especie. Y estos árboles eran cipreses, que bien los conocí por el fúnebre colorido de su ramaje, por su tétrica inmovilidad y su fuerte aroma. Extendíanse en torno mío en simétricas y prolongadas calles como los almendros de amellas cercanías, o veíanse más allá revueltos y apiñados como las encinas de espeso bosque. 
Ni selváticos arbustos, ni menudo césped cubrían la aridez de aquel terreno, y sobre los troncos de los cipreses, desnudos como los pies de un esqueleto, levantábanse sus copas sombrías como las pirámides de un mausoleo. Y yo en tanto con el estupor en el alma y el azoramiento en los ojos, luchando con una sensación que se acercaba al miedo, y que en vez de acelerar entorpecía mis plantas, avanzaba por entre aquellos centinelas de la muerte, y seguía un camino semejante a los que en otros tiempos conducían a la mansión de austeros cenobitas
De pronto vi que me precedía una niña como de tres años, que tiraba de un cochecito de cartón atado con un bramante, que correteaba a trechos y a trechos se paraba, que se entretenía en coger del suelo y arrojar al aire piedrecitas. Aquel talle robusto al par que agraciado, aquellos bracitos que se movían con encantadora ligereza, aquel vestidito color de rosa, aquel sombrerito de paja... Oh Dios mío! Dios mío! - Niña, niña, exclamé con un grito desatentado, sin ser dueño de contener los rápidos latidos de mi corazón, y ella volvió hacia mí su lindo rostro, clavó en mí sus ojos azules, y echó de nuevo a correr y brincar, a tirar piedrezuelas y flores. Una de estas recogí y la besé: 
era una flor de amarillenta corola, flor sin lustre ni aroma de la que recuerdo haber visto espesas matas en un cementerio abandonado. "Aguárdame, niña, aguárdame, iremos juntos a tu madre. Oh sola felicidad mía! Y yo que soñé haberte perdido para siempre! Y yo que pensaba que Dios había descargado sobre mí el más terrible de sus castigos! Ay, cuántas lágrimas han vertido mis ojos! Cuántas cayeron ocultas en torno de mi corazón! Aguárdame, hija mía, que he de darte un tierno y regalado beso. No han sido tus caricias el más íntimo y suave goce que en este mundo he disfrutado? Qué oro bastaría para comprarlas? Qué glorias ni placeres para hacer con ellas un trueque? 
Oh loca imaginación mía que se las figuraba ya tristemente fenecidas! 
Párate un momento, hija mía, un momento no más. La alegría de encontrarte me oprime el pecho como una fatiga inmensa. No corras tanto. Vamos, niña, no seas caprichosa: te compraré dulces, todos los dulces que quieras.” 
Y así diciendo esforzábame en apretar el paso y no podía. Parecíame entonces aquel valle interminable, y anhelaba el momento de salir a una llanura despejada con la misma ansiedad que en noche borrascosa desea el marinero que despunten los primeros albores de la mañana. 
Más y más descolorida se iba volviendo la pálida luz que penetraba en aquel fúnebre recinto, de manera que en el cuerpo de mi niña apenas distinguía ya la esbeltez de sus contornos; pero su gracioso acento hería de vez en cuando mis oídos, resonando en ellos como la más pura y deliciosa melodía. Parábase a trechos, decíame sonriéndose: Papá! Papá! y cuando yo creía tenerla a mi alcance escapábase como una sombra de entre mis brazos y seguía corriendo, corriendo con infantil travesura. "Niña! así correspondes a mi ternura? Mira que me destrozas el corazón cual si fuera uno de tus juguetes. Por qué haces hoy lo que nunca habías hecho? Detente, amor mío, tesoro mío que voy a llorar lágrimas de sangre sí no consigo abrazarte. Yo no sé dónde estoy, donde me encuentro; pero te veo, te oigo, a ti, mi única delicia, mi única esperanza en los cansados días que me restan por vivir. No, no huyas de mí que te quiero tanto. Ah! que en tus pocos años no te es dado comprender ni la vehemencia de mi cariño, ni la intensidad de mi amargura! Señor! qué crimen he cometido para que me inflijáis este horrible tormento? Confieso que no os he agradecido como debía una dicha que era sobrado grande para merecerla yo." Y con estas exclamaciones interrumpidas por sollozos y por las angustias de una respiración desigual y fatigosa, seguía las huellas de la encantadora niña confiando ciegamente en que había de alcanzarla. 
Y la alcancé; pero, dónde? en un paraje igualmente desconocido que no podía distinguir bien por la obscuridad que me rodeaba. La alcancé porque ya no corría sino que estaba tendida de espaldas en el duro suelo con sus manecitas cruzadas sobre el pecho, y sus párpados cerrados cual si estuviese tranquilamente dormida. Ay de mí! su vestidito color de rosa se había trocado en un manto azul, en una túnica de muselina blanca como las alas de una paloma, y su sombrerito de paja en una corona de plateada filigrana. Y yo la miraba, la miraba sumergido en profundo abatimiento, al favor de la tenue claridad que despedían algunas estrellas. De rodillas a sus pies la miraba con doloroso ahínco, y hubiera querido pasar siglos en aquella extraña situación de consuelo y amargura. Pero el cuerpo de mi niña se iba desvaneciendo poco a poco, a semejanza de las nubes que cambian de aspecto y lentamente se evaporan. 
Y todo estaba ya a punto de desaparecer cuando resonó en mis oídos un canto de una dulzura indefinible, una música de un ritmo extraño que no podría compararlo a ningún género conocido. Era una cosa parecida a los trinos del misterioso pajarito que por espacio de trescientos años suspendió los oídos y el alma de aquel monje del desierto. Era un coro de innumerables voces en que sin confusión ni ruido se oía: Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal, y entre esas voces que me tenían como arrobado distinguía yo perfectamente la de mi niña. Pero este himno incesante se iba perdiendo, perdiendo como si se hundiera en el seno de la tierra, como el canto de una procesión de vírgenes que se aleja por los corredores de su monasterio. Oh mi Pilarcita! Oh ángel del cielo!
Un rayo de luna bajó después a iluminar aquel sitio en que continuaba yo de rodillas, y la piedra labrada que tenía enfrente me indicó ser el lugar en que un día reposarán mis ateridos huesos

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