EL VALLE DE LOS CIPRESES.
lunes, 25 de octubre de 2021
IV. EL VALLE DE LOS CIPRESES.
EL VALLE DE LOS CIPRESES.
domingo, 24 de octubre de 2021
EL VALLE DE LOS SAUCES.
III.
EL VALLE DE LOS SAUCES.
FRAGMENTO DE NOVELA PASTORIL.
La fama del próximo casamiento de Fileno con la sin par Teolinda había atraído muchedumbre de pastores extranjeros al valle de los sauces que resonaba continuamente con alegres tañidos y amorosas canciones. El nombre de la pastora, retrato vivo de un ángel, y cifra de toda la hermosura creada, era el tema de los versos que se cantaban, y el de su querido el objeto de las lisonjas que le dirigían. Él entretanto sumergido en sus placenteras ilusiones, pisando casi el umbral de su ventura, caminaba a lentos pasos como para saborear a solas el último sorbo de la esperanza, licor exquisito que el cielo derrama para embriagar a los mortales; así es que sin apercibirse de ello vióse metido en el enmarañado bosque donde tenía su cabaña el mago Orfenio, y un terror vago e indefinible le sobrecogió de tal suerte que echó a correr para salir de aquel desagradable recinto, mejor guardado con el nombre de su dueño que con doble seto de entretejidos zarzales. Traspuesto ya el sol, la amortiguada luz del crepúsculo no hendía el espeso ramaje que a manera de toldo cubría las encrucijadas y vericuetos del bosque, cuando entre las sombras vio levantarse un bulto negro que le amedrentó, cual si se viera en campo raso acometido de hambriento lobo, y ni tuviese un arma ni un ñudoso bastón para defenderse.
¿A dónde corres desalentado? le dijo el mago. El tiempo se precipita como un neblí sobre la garza, y la necia remonta su vuelo para encontrarle más pronto. Antes de llegar al florido vergel en que soñabas has de atravesar una selva desierta, erizada, espantosa, ¿y corres para entrar en ella? Pastor, yo puedo convertir en un ramo de ajenjos tu guirnalda de flores: no te apresures a ceñirla, porque al tocar tus cabellos se marchitará. Sin duda se te ha trascordado el día que con Leriano y Simplicio cazabais en la falda de aquel monte y visteis descarriada una cervatilla mía; ellos no se atrevieron a herirla, y tú la tiraste una flecha sin pensar que podía retroceder hasta tu corazón. Sin duda se te han trascordado algunas de tus tiernas pláticas con la zagala más bella que alumbran los rayos del sol, y yo quiero volvértelas a la memoria. ¿No recuerdas que Teolinda te dijo que yo la amaba? No recuerdas lo que me respondió?
Que yo era viejo y áspero como la corteza de una encina, que yo era negro como las alas de la noche y feo al par de un sátiro; y vosotros reíais desatentados, sin pensar que el eco repetía vuestra risa en las concavidades de mi gruta, sin pensar que yo también debía reír alguna vez. Oh! vosotros creéis que vuestro día se acerca... el mío ha llegado.
Estas palabras helaron de espanto el corazón de Fileno y destruyeron de un golpe todas sus ilusiones, así como un furioso pedrisco arranca en pocos momentos las yemas todas de un almendro florecido. Como la ovejuela que el zagal quiere encerrar en su aprisco, dejábase llevar Fileno del mago, que asiéndole por el brazo le conducía a su gruta. Hallábase esta en medio del bosque, espinosos matorrales formando una bóveda sombría ocultaban su boca aterradora como la de una sima cuya profundidad no ha podido sondarse, aislado descollaba ante ella un altísimo ciprés como un centinela gigantesco, y a sus pies corría por entre brezos y carrascas un bramador torrente que no muy lejos vomitaba sus aguas en un barranco. En sus cristales hizo el mago reflejar la siniestra luz de un montón de hojarasca encendida, y con voz imperiosa ordenó al pastor que mirase en ellos. Una lozana rosa parecía desplegar debajo de aquel velo transparente sus hojas de riquísimo carmín, un insecto dañino se acerca con traidora precaución, roe su tallo y la reduce a polvo en un memento.
El pastor, que arrebatado de su hermosura por secreto impulso había sumergido su brazo para cogerla, sacó un puñado de cieno. Atroces desventuras anunciaba aquella misteriosa visión, y fueron comprendidas; mas no paró aquí su desdicha. Una extraordinaria sed le abrasaba las fauces y bebiendo de aquella agua, que estaba encantada sin saberlo, se imposibilitó de trasladar al labio la relación de suceso tan horrible, y aun de indicar con sus ojos y semblante las acerbas congojas que desgarraban su corazón.
En tanto el valle de los sauces resuena con la acostumbrada alegría: el susurro de apacible risa retozando con las plateadas hojas de los álamos, de olorosos sándalos y frescos alisos: el murmullo de un cristalino riachuelo que hacía reverberar en su tersa superficie la temblorosa luz de las estrellas, como si arrastrase en su curso millares de lentejuelas: el son de las esquilas; los tiernos balidos de los corderillos jugueteando al lado de sus madres esparramadas por la vasta dehesa; el concierto de los rabeles y zampoñas qué no ahogaban los trinos de la flautilla de Leriano, émula de los ruiseñores; todo esto inunda de armonía aquel deleitoso valle, y acompaña perfectamente las amorosas pláticas de una tropa de gallardos pastores y lindísimas zagalas que sentada en el florido césped, a la redonda de un tilo corpulento coronado de festones, aguarda la venida de Fileno, para celebrar con vistosas danzas la envidiada dicha de los futuros esposos. Allí se encontraban Leriano y Simplicio al lado de Albanisa y Florela, Galafron que había desquijarrado un oso, Lausso el desdeñado de Arsía, Belisarda que le miraba con ojos tiernos, Siralvo y Fílida, Galatea la de las doradas trenzas, Cardenio que apacentaba el rebaño más numeroso, y Olimpio el corredor más ligero de aquellas cercanías. Hermosa Teolinda con sus quince abriles, sus ruborosas mejillas, su ensortijada cabellera, sus ojos respirando el fuego de un amor puro, y su pecho la candidez de una alma inocente sobresalía entre sus compañeras, como su querido se aventajaba a los demás pastores. La azulada bóveda de los cielos extendiéndose, cual inmenso cenador cubierto de una enredadera de jazmines, mostraba por flores sus luceros, y brillando en medio de ellos, la luna, tan esplendorosa como si intentara hacer olvidar la ausencia del día, representaba en el cielo una imagen de la belleza de Teolinda en la tierra.
No tardó Fileno en llegar si bien eran sus pasos más mesurados de lo que en tal ocasión convenía; ella abrió luego sus nevados brazos para recibirle y con voz halagüeña y gentil donaire, exclamó: Otras veces el deseo ponía alas a tus pies cuando a verme venías, mas hoy no te has fatigado en correr porque tenías seguro el premio. - Premio...! repitió él. - ¿Qué, no estás contento de tu fortuna? - Fortuna...! Oh! yo no la esperaba, añadió con un acento involuntario que expresaba la satisfacción del alma en vez de acerba ironía. - ¿Y quién sino tú pudo merecerla? - Merecerla...? No, yo no merecía que el cielo me ofreciese esta copa de felicidad... Esforzábase a continuar, para quebrarla en mis labios, pero sus dientes se cerraron y no pudo articular la última frase.
- Querido Fileno qué deliciosa va a ser la vida mía! - Vida mía! - El pecho del pastor semejaba ser de piedra hueca, y repetía con el mismo acento de ternura unas palabras que en él amargamente se hundían. Llegáronsele en esto sus amigos y dábanle el parabién de tanta dicha, muy lejos de recelar que sus felicitaciones fuesen como aquellas armas traidoras que abren mortales heridas sin sacar una gota de sangre del corazón.
Horrible fuera ver el de Fileno en aquel trance: en su pecho estaba impresa una imagen de muerte cubierta empero con un cendal de oro y seda. La maravillosa virtud del ponzoñoso brebaje concentraba su inmenso dolor en el fondo de su alma, y no dejaba reflejar siquiera una huella en su fisonomía. Su rostro no era entonces más que una mascarilla que le sofocaba, pero estaba pintada en ella una expresión de inefable regocijo: semejaba un condenado revestido de una nube de gloria. Horrible fuera oírle cuando no podía pronunciar sino palabras dulces y melodiosas, al mismo tiempo que estallaban las fibras de su corazón y una corriente de hiel circulaba por sus venas. Empujado por un maligno genio a la voluptuosa danza, estrechaba la suave mano en que cifraba sus más risueñas esperanzas, y la idea de aquellos torneados dedos convertidos en áridos huesos y de aquel flexible talle en descarnado esqueleto anidaba como una ave carnicera en su fantasía. Poco después al pie del tilo descansaban entrambos: Teolinda más jovial que nunca se abandonaba sin reserva a las dulces emociones de su alegría, con infantil sonrisa atravesaba una región de luz, creía en el porvenir, soñaba en la vida, en una vida tan hermosa cuanto podían embellecerla los prestigios de la esperanza, las auroras del amor y los delirios de la juventud. Extasiado la contemplaba Fileno porque nunca le había parecido tan discreta, tan candorosa, tan hechicera. En aquel momento recordaba el triste todas sus ilusiones que como falsos amigos venían a escarnecerle en su último adiós. Mientras tanto deslizándose por entre la yerba, se acercaba cautelosamente un escorpión a los pies de la pastora, y una a una veíanse marchitas todas las flores que tocaba. Divisóle Fileno estremecido, probó a levantarse para aplastarle y estaba inmóvil como el tronco en que se había sentado, quiso gritar y estaba mudo como las flores que se marchitaban; su cabeza entonces cayó sobre el cuello de su adorada y ella creía que sus lágrimas eran de ternura. De repente callaron los pastoriles instrumentos, los que bailaban cesaron despavoridos, y algunas voces exclamaron llenas de terror: ¡el mago! al mismo tiempo dio Teolinda un grito agudísimo... Alzó los ojos Fileno y vio a lo lejos escurrirse una sombra, un cadáver entre sus brazos y un insecto venenoso a sus pies.
TÁNTALO.
II.
TÁNTALO.
Este amor virgen, que por espacio de tres años había dormido, como un niño inocente, en la cuna de mi corazón, cambió en un momento. Mi pasión purísima, digna del pecho de un ángel, se había desceñido su aureola celestial.
El atractivo del deleite inspiraba mis acentos, encendía mis suspiros, y asestaba mis miradas. Mi virtud estaba agonizando. Toda la pureza de mi antiguo afecto se había desvanecido, y quedaba el amor material, como una densa humareda al desaparecer la llama alumbradora de una antorcha. Un vértigo espantoso se apoderó de mi cabeza, que ardía entonces como la sangre de mi corazón.
Y ella?... Pobre flor en medio del desierto, cómo no doblegar tu airoso tallo al encendido soplo del huracán! Confusos entreveo aquellos instantes de embriaguez que remedan un cielo y pertenecen al infierno. Recuerdo no muy distintamente unas manos blanquísimas estrechadas contra mi pecho, unos labios de finísimo coral pegados a los míos, como dos claveles que juntan sus copas encarnadas al impulso de un ligero vientecillo; un hermoso cuello rodeado con mis brazos; y... un cañón de pistola asestado a mi corazón.
Sus latidos se sucedían rápidamente: eran los últimos. Su padre nos había sorprendido y exclamó: Me has quitado el honor, voy a matarte. Yo le repliqué. Me quitas la vida, yo te perdono!... y no oí el tiro.
Ignoro si los despojos de mi carne, por entre las rendijas del sepulcro, pasaron de su obscuro seno a regiones desconocidas, o si eran fantásticas las formas corpóreas en que me vi de nuevo envuelto. Parecióme atravesar un desierto árido y sombrío. El movimiento de unas alas que me precedían arrojaba de trecho en trecho vivísimas chispas, que brillando un momento para indicar mi ruta, se perdían después en aquella completa obscuridad. Ningún obstáculo se interponía a mi camino. Mis pies no daban un tropiezo, ni sentían la dureza del sitio en que se afirmaban. El más ligero airecillo no hirió mi rostro, ni el rumor más leve penetraba en mis oídos. Bajo mis plantas no había una flor que perfumase aquel ambiente muerto, ni una zarza que se enredase con mis vestidos. En vano procuraba escuchar: ni se oía el canto de un ave, ni el chasquido de una rama mecida por el viento; una hoja de álamo hubiera permanecido allí tan inmoble como una roca sepultada en las entrañas de la tierra. Sin duda había caminado larguísimo espacio, y la extremada soltura de mis miembros no había disminuido un punto. Respiraba tan suavemente como si dormido en un barquichuelo hubiese seguido la reposada corriente de majestuoso río. De repente mi cuerpo dio un golpe contra un pelado risco, a manera de la barquilla que dirigida por inexperto niño choca en las gradas del puerto.
Era aquella roca un mojón del imperio de Satanás. Mi ángel era el misterioso guía que me había conducido hasta allí para separarse de mí eternamente. Un suspiro suyo me estremeció. Estábase vuelto de espaldas y no podía mirarme a la cara porque yo era réprobo. ¡Réprobo! Una sola ráfaga de culpa bastó para marchitar, despojar, destruir, una corona adquirida con tantos años de resistencia a la debilidad humana. Yo era réprobo ¡después de haber sido tan desgraciado! La aldabada que en mi delirio creí dar a las puertas de la felicidad, fue a las puertas del infierno; y se abrieron. Yo era réprobo. ¡Dios justiciero! Cuántos malvados pasean la tierra después de diez mil crímenes, y mi primer desliz ha de arrebatarme a una, vida y salvación? Un día más, y me hubiera arrepentido. Arrepentido? Oh! La criaste tan hermosa! tan seductora! Había tanto fuego en mi corazón! La había amado yo tanto! Dios terrible, piedad! Perdona algo a quien pudo perdonar a su asesino. Déjamela ver al través de las sombras de la noche eterna, déjamela amar en la mansión misma del odio, y el infierno perderá la mitad de sus tormentos.
Mi ángel bueno desapareció después de abandonarme a un emisario de Satanás, a manera de un alcaide partidario de un rey vencido, que entrega las llaves de la fortaleza al afortunado usurpador. La marca de condenación echó una llamarada funesta en medio de mi frente abatida, como un rayo que serpea entre los pliegues de negrísima nube. Y sin embargo el infierno no era completo para mí. En sus orillas no se me había despojado enteramente de la esperanza, ni del amor. El objeto de mi cariño en la tierra iba a serlo en los abismos.
Víla (la vi) venir para acompañarme en aquella soledad sin límites: para ser mi sol en el lugar de las tinieblas; para ser mi ídolo allí donde no reina Dios.
¿Murió también a manos de su inflexible padre por haberme amado en demasía? No lo sé.
La roca donde yo de pie había oído el terrible fallo estaba empotrada en un vastísimo arenal, en que ni una sola yerba, ni una pintada concha, ni los restos carcomidos de un marisco alteraban la uniformidad de color y superficie. Un lago de verdinegras aguas se extendía a lo lejos sin que liviana brisa dibujase en ellas la arruga más ligera. Una luz melancólica, parecida al moribundo crepúsculo de una tarde lluviosa del otoño, iluminaba aquel cuadro imponente y desconsolador. Un manto de pegajosa niebla rodeaba aquel mundo misterioso, como la mortaja de un difunto. Una curva interminable era la valla que dividía las aguas de la parduzca arena. Ni unas ni otra la habían roto jamás. El ojo más lince no hubiera encontrado una altura en que descansar. Aquel horizonte siempre igual mostraba con evidencia que pertenecía al mundo de la eternidad.
Una barca solitaria recibió a los dos seres de carne, y al espíritu rebelde que sin tocar el timón la dirigía. Deslizábase por aquel piélago sin vida, como una estrella apagada cruzando su órbita vacía. No tenía velas ni remos, y ni una burbujita de espuma señalaba su rápida carrera.
Oh! cómo deseaba entonces dirigir mil preguntas a mi desdichada compañera!
y la tenía a mi lado, y no podía hablarla. El ceño de aquel nuevo Caronte nos convencía de que el más leve murmullo no debía alterar la monotonía de aquella terrífica escena. Nuestro silencio parecido al de aquellas aguas, al de aquellas playas, al de aquella atmósfera, era un suplicio aterrador.
Llegamos por fin. Satanás nos admitió en su reino, pero sus dientes rechinaron horriblemente cuando supo que sus nuevos vasallos podían amarse mutuamente. Amar en la mansión del odio más encarnizado! Amar donde el aborrecimiento es mutuo como los tormentos! Amar donde todos son los verdugos, y las víctimas de cada uno! Amar allí donde se aborrece cordialmente a Dios, y se le aborreciera aún en el acto mismo de romper las cadenas, apagar las llamas, y abrir las puertas del abismo! Oh! esto era una excepción asombrosa. Satanás no podía presenciarlo; pero el permiso obtenido del cielo era irrevocable. Una vasta soledad debía aislarnos para siempre. Los aullidos de los precitos resonaban a lo lejos como el ruido prolongado de un terremoto, y este ruido no debía cesar jamás. Nuestros ojos sentían una picazón inconcebible con aquella luz enfermiza, y esta luz hija de la sombra nunca había de sufrir la menor variación. Un vapor hediondo se alzaba hasta nuestras cabezas y debía permanecer sin disiparse nunca. La cálida atmósfera que nos circuía semejaba el vaho de una bestia disforme, y nunca debía soplar el céfiro que la refrescase. Pero en cambio estábamos juntos, nos amábamos, y nuestra vehemente pasión debía ser, como el infierno, inmutable y eterna. Esta situación casi me hacía dudar si nuestra suerte era deplorable.
Mas, ay de mí! Cómo era posible que en el infierno existiese un amor puro?
Si mi primer y único delito no hubiese cambiado la naturaleza de aquella purísima llama, el lugar de la maldición de Dios la hubiera maleado, como el aire de una ciudad apestada inficiona al viajero que se detiene en ella. Ay de mí!
Yo no la amaba ya como en los años de mi ardorosa juventud, en que un suspiro, una mirada tierna, me hubieran colmado de una felicidad indefinible.
Yo la amaba como en los postreros momentos de mi vida, en que el crimen había sofocado la inocencia, el idealismo, la sublimidad de mi amor. Ya no la adoraba como un joven en sus primeras ilusiones: la amaba como un viejo embrutecido en la maldad. Oh! y podía ser otro el amor del infierno que el amor de un lupanar? La amaba con extraordinaria violencia, y no me era suficiente hablarla a solas, tenerla a mi lado, clavar mis ojos en su rostro divino, aspirar su aliento, y absorber sus miradas. Ella había marchitado ya su corona de virgen, y su amor tampoco era el de una virgen. Quise llegar a mis labios aquellas manos blanquísimas, hermosas aún allí donde el ángel se cubriera de horrible fealdad. Mas, ay de mí! Retrocedí espantado y rugiendo de dolor. Al tocarse nuestras manos se inflamaron repentinamente como si una corriente de electricidad infernal hubiese pasado del uno al otro. Quería abrazarla, y su cuerpo volvíase ardiente como si fuese de metal enrojecido. Oh! sin duda le causaba atroces tormentos, y yo también los padecía. Cada vez que renovaba mis tentativas
alzábase horriblemente majestuosa la llama que nos separaba. Entonces oí unas horrísonas carcajadas que mugían entre la tempestad de blasfemias y maldiciones. Satanás había adivinado que este era el suplicio a que estábamos condenados. Un fuego nos impelía, otro fuego nos rechazaba, y entrambos fuegos insoportables, inextinguibles, eternos. Por qué no nos devoraba de una vez? Por qué no devoraba alomenos su hermosura? Ella conservaba la frescura de su tez, el hechizo de su talle, la magia de su acento, todos los resortes de la seducción. Me fascinaba como una serpiente, y esta fascinación era inevitable. Aun cuando sus torneados brazos quemaban como una antorcha de resina, incitaban al deleite, y este incentivo había de ser sempiterno, sempiternos mis deseos, sempiterna la imposibilidad de satisfacerlos. Oh! esto era horrible, horribilísimo. Cien infiernos a la vez no equivaldrían a esta mezcla de fuego y voluptuosidad. Oh Dios terrible y justiciero!
Esta exclamación, y un vuelco convulsivo despertáronme de repente, y me encontré bañado en sudor, todo azorado, los músculos contraídos, el corazón latiendo con rapidez y un vehementísimo dolor en mi cabeza efecto de tan horrorosa pesadilla.
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