domingo, 24 de octubre de 2021

NÚÑEZ EL MALO.

I.

NÚÑEZ EL MALO.

Algunos de mis lectores recordarán todavía la antigua puerta del muelle, y el poyo elevado en que solían sentarse los dependientes del resguardo; pocos empero tendrán presente la adusta fisonomía de uno de ellos, cuyo ceño e inmovilidad merecían llamar la atención de los transeúntes. ¡Es tan corto el número de los observadores, al par que tan crecido el de los curiosos! 

Los introductores de víveres no podían olvidarle; mirábanle de reojo cuando ejercía las funciones de su empleo, respondían a sus preguntas balbuceando un monosílabo, y maldecían en sus adentros la nimia escrupulosidad del registro. Desdichado del que se arriesgara a pasar un género prohibido: toda la plata del Potosí no fuera suficiente para fabricar un candado con que cerrar aquella boca, y su acusación hubiera sido menos terrible que su mirada. Maravillábanse después viéndole sentarse de nuevo en la extremidad del poyo, arrojar con notorio desdén el puntiagudo hierro como si le sacaran entonces de la fragua, arrebujarse en un raído capotón, cruzar los brazos, hundir entre ellos su cabeza y volver a su estado normal de meditación y aburrimiento. Sin duda aquel hombre padecía mucho. Enrique Núñez (tal era su nombre) había terminado su carrera militar decorado un hombro con una charretera de seda, y estropeado 

un brazo por una bala de plomo. Inútil para el trabajo se avergonzó de recurrir a la caridad del público, y aceptó aquella profesión para sostener una vida que le interesaba más que la suya. Los primeros acontecimientos de su vida nada importan a mis lectores, ni debo detenerme en referir por qué accidentes había parado a nuestra isla. Extranjero en ella tenía una hija de diez y ocho años que era toda su familia, todo su amor, todo su mundo; pero Enriqueta dividía los afectos de su corazón entre su padre y el mozo de una afamada droguería. Enrique lo ignoraba, siendo así que perder la mitad de aquel corazón equivalía a doblar todas las pesadumbres del suyo. Una noche que debía ir de ronda, tuvo que retirarse a su casa antes de la hora acostumbrada a causa de un improviso dolor que le taladraba las sienes. Estaba aquella situada en la esquina de un callejón, y cuando iba a enfilarle retrocedió. 

Había divisado un bulto bajo el ventanillo que caía encima de la puerta de su casa, y escondióse tras el ángulo de la pared quedando tan inmoble (inmóvil) y petrificado como el guardacantón que frisaba con sus rodillas. 

¿Qué es lo que había oído? 

Enriqueta conversaba con un mozo que le dirigía mil protestas de una pasión entrañable; decíale que tenía abierta una tienda propia de droguero; pronunciaba terribles juramentos, y los acompañaba de una promesa... 

la de amarla toda su vida, pero darla su mano en público... no se atrevía. 

¡La profesión de su padre! Y este padre lo oía, y callaba, y bebía un sorbo de veneno en cada frase que salía de aquellos labios: todo el dolor de su cabeza había pasado a su corazón y se había centuplicado. La mañana siguiente habló con su hija, y pocos días después a las cuatro de la madrugada salían de la parroquia tres personas. Núñez y el sacristán habían sido los únicos testigos de un contrato sacramental.

Tres años habían transcurrido y, Enrique, desamparado de su hija, apenas conocía a su yerno. El pundonoroso inválido sufría con resignación este sonrojo perpetuo, porque en el silencio de sus penas estribaba la felicidad de su querida Enriqueta. Duro sacrificio el de alejarse de un objeto, porque se le ama: incomprehensible cuando este amor, lejos de ser un crimen, es un afecto santificado por la naturaleza. Así nada tiene de extraño que la aspereza de su carácter arreciase de día en día, ya por los achaques de la edad, ya por la extrañeza de su posición, ya por el fastidio de su aislamiento, y que fruto de esta aspereza fuese una rigidez extrema en cumplir los deberes de su ministerio.  

Un día la voz imperiosa de un guarda hizo detener en la puerta del muelle un carro cargado al parecer de cables y velamen.  

- Qué traes ahí, dijo Enrique al conductor. 

- Pues no lo vé V.? Están desartillando el jabeque San Antonio para recomponerlo, y llevamos a almacenar estas jarcias.

- Jarcias no más? debo averiguarlo. 

Inmutóse el carretero, pero al momento recobró la serenidad y dijo: Mire V. que vamos a embarazar el público con ese bagage. Si no se fía de mis palabras, venga uno de ustedes conmigo. El almacén está a cuatro pasos de la Lonja, y mala peste me coja si se encuentra una brizna de esparto que no sea de ley. 

- Tiene razón, saltó otro de los guardas comprendiendo rápidamente la intención del carretero. Aguija, muchacho, vamos al almacén y veremos si eres hombre de honor. 

- Entonces os acompaño, añadió Enrique. 

- Si fuese al infierno!... profirió entre dientes el carretero al tiempo que sacudía un recio latigazo a la caballería, como por muestra de los que hiciera llover de buena gana sobre las espaldas del inflexible guarda. 

Sin hablarse palabra los tres seguían el carro que traqueteaba horriblemente por el desigual empedrado de tortuosa y poco habitada calle. Obra de trescientos pasos habrían andado cuando el carretero y el otro dependiente 

rezagados adrede se encontraron enfrente de una taberna, donde en amigable compañía varios marineros y soldados interrumpían con sendos tragos su alegre conversación. Aquel que era ladino cogió la ocasión de la melena, arrimó sus labios a los oídos del guarda, hizo colar misteriosamente entre sus dedos una cosa que relucía, y dejóle clavado delante del portal, cambiando en un momento sus deseos de seguir al carro con otros más eficaces de echar un traguito

- Hey! gritó a Enrique, ven acá hombre, no seas bobo. 

Es menester remojar el gaznate para tener bien despabilados los ojos. 

Pero él proseguía su camino sin volver siquiera la cabeza.

- Testarudo! murmuró el guarda. Más fácil sería a un niño de teta romper ese chuzo, que a todos los santos del cielo doblegar su alma de hierro colado. 

Y entróse en la taberna. 

El conductor llegóse a Enrique temblando y díjole. 

- Conque, no va V. a refrescar? 

- No bebo. 

- Oh! sí... vaya V. media onza... una si quiere. 

- Ni ciento. 

- Es V. muy cruel. 

- Cumplo con mi deber. 

- V. va a perder una familia... a perderla enteramente. 

- Yo no. La ley. 

Esta firmeza de carácter desconcertó al carretero; pero su presencia de ánimo le sugirió un recurso para salvar su caballo del peligro que corría. Al llegar al puesto a que se dirigían, aprovechando un ligero descuido de Enrique, desenganchóle rápidamente, montó en él y largóse a todo escape. El impasible guarda púsose a desenvolver un rollo de cuerdas, y a un tiempo aparecieron el droguero en el umbral del almacén, y un cajoncito sepultado entre los cables. 

- Por amor del cielo! exclamó éste. 

- Qué es eso? preguntó Enrique. 

- Salitre. Respondió el otro con voz apenas perceptible. 

- Salitre! y extranjero?... 

- Entrémoslo aquí... nadie nos ve. 

- Entrarlo yo? Yo debo denunciarlo. 

- Denunciarlo!... perderme!... Vos? Vos que sois... 

- Soy dependiente del resguardo. 

- ¿No sabéis...? 

- Sé mi obligación. 

- Enrique! gritó el droguero con el acento de rabiosa amargura y golpeando el suelo con furia desesperada. 

Enriqueta apareció en el mismo instante. Un niño colgaba de su pezón materno, y un chico de dos años la tenía asida por las faldas de su vestido. Ella comprendió con una mirada la situación de su esposo y exclamó: 

Padre mío! Padre mío! 

- Oh! quiere asesinarnos. 

- Sí, yo os asesino, exclamó tristemente Enrique, yo clavo un puñal en vuestros pechos. Yo!... Yo que diera mi sangre toda por salvaros, y no debo daros mi silencio que bastaría. No tener más amor que el de una hija, sacrificarlo todo por ella, y verse obligado después a ser el instrumento de su ruina! Oh! Comprended si es posible mi horrorosa situación. Hijos míos, yo padezco más que vosotros. 

Y volviéndose después a su yerno, díjole: ¿son tuyos esos cajones? 

- Sí, únicamente míos. 

- Pues debes venir preso. 

- Preso! exclamó con un grito de dolor Enriqueta, echándose a los pies de su padre y abrazándole tiernamente las rodillas; los niños se pusieron a llorar como si comprendiesen su futura desgracia, y los suspiros de Enrique no faltaban para completar aquel concierto de aflicción. Gruesas lágrimas corrían por sus tostadas mejillas: eran las primeras que se habían desprendido de sus ojos. 

- Preso yo? maldito seáis de Dios y de los hombres. 

Y esto diciendo entróse repentinamente el droguero, y atrancando tras sí la puerta fue a descolgarse por una ventana que salía a otra calle, y desapareció. 

El tribunal de rentas se apoderó de los géneros de comiso: el droguero huyó a la América olvidándose de que era padre y esposo: Enriqueta perdió sucesivamente el sostén de su marido, los recursos de su fortuna, las fuerzas 

de su salud y las caricias de un hijo. Abismada en tantos infortunios sólo le quedaba un padre y un hospicio. Ella escogió lo último. Enrique, abandonado de todo el mundo, mirado con horror de cuantos le conocían por causa de los desastres de su familia, nunca conversaba con sus compañeros, ni se distraía de su continua meditación. Aislado en la extremidad del poyo, arrebujado en su capote, hundida la cabeza entre sus brazos tal vez se preguntaba a sí mismo: ¿soy un monstruo, o soy un héroe? Y no sabía qué responderse. 

Uno de sus compañeros tuvo un día la ocurrencia de referirse a él con el nombre de Núñez el malo, y este mote no se le cayó, y aunque no por largo tiempo, le acompañó hasta el sepulcro


Tántalo

A LA SOMBRA DEL CIPRÉS. TOMÁS AGUILÓ.

A LA SOMBRA DEL CIPRÉS.

CUENTOS Y FANTASÍAS

POR

D. TOMÁS AGUILÓ.

PALMA. 

IMPRENTA DE D. FELIPE GUASP, IMPRESOR REAL. 

1863.

// Nota del editor, Ramón Guimerá Lorente: Actualizo la ortografía al año 2021. No hay grandes diferencias, g : j, etc... Añado comentarios entre paréntesis y cursiva (así) // 

Libro en Kindle disponible aquí:

sombra, ciprés, Tomás Aguiló, kindle

Dos palabras al lector.

Años hace, bien que no muchos, que el título de este libro, recordando otros de su mismo género, hubiera podido servirle de recomendación; pero siendo en el día algún tanto pasado de moda no fuera de extrañar que se le tachase de anticuado. Para disculpa de esta falta, de todas maneras venial y perdonable, basta advertir que de las narraciones fantásticas o novelescas recogidas en este volumen no todas son de reciente fecha, y que se presentarían como  sueltas y desatadas sin este lazo común que les da cierta unidad a pesar de su recíproca independencia. Tampoco era para desdeñada una frase tan sencilla y breve cuando por sí sola indica el colorido general que en ellas domina. Quizás algunos, so pretexto de haber caído en desuso la literatura lúgubre y sombría, prefirieran matices más halagüeños, y algo menos de ahínco en dispertar (despertar) ciertas ideas que no suelen buscarse en libros de mero solaz y esparcimiento. 

Conocido empero el origen y las circunstancias en que salieron a luz no pocos de esos relatos, queda justificada la severidad que se les achaque. Publicábanse en días que la sociedad y la Iglesia consagran de mancomún a la memoria de los finados, y ocupando el puesto de un artículo religioso, no debían olvidar ni la ocasión en que nacían, ni el objeto que reemplazaban. Así es que en ellos campean más la imaginación y el sentimiento que la inventiva de complicados sucesos o la perspicacia de un observador sagaz y minucioso; despunta más la tendencia moral que el filosófico análisis de las pasiones o el dramático desenvolvimiento de los caracteres. Si a tan escasas dotes pude marcarlas con un sello propio, si pude realzar el atractivo de las formas con cierta originalidad en el fondo, cuestión es esta en que no debo entrometerme a juez, que lo sería incompetente. A su arbitrio fallarán mis lectores, y unos quizás me tilden por no haber seguido paso a paso las huellas de escritores eminentes, y otros quizás tengan por digno de estima el no verme afiliado a determinada escuela. Puede que haya sido imitador sin saberlo; pero de seguro no por haberlo pretendido. Marchando a solas por mi camino evito el sonrojo de quedarme muy atrás en el ajeno. 

Núñez el malo


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Imagen de Tomás Aguiló Forteza:


Imagen de Tomás Aguiló Forteza

lunes, 18 de octubre de 2021

REVISTA DE TEATROS. LA TORRE DE LONDRES. UN TÍO Y UN SOBRINO. LA GRANDEZA DE ALCORCÓN

REVISTA DE TEATROS.

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LA TORRE DE LONDRES, drama de M. Carlos Lemaitre. - UN TÍO Y UN SOBRINO, comedia de D. N. - LA GRANDEZA DE ALCORCÓN, id., de D. Emilio Mozo de Rosales.

LA TORRE DE LONDRES, drama de M. Carlos Lemaitre


Lord Duglas, (Douglas) heredero de un nombre tradicionalmente unido al de los Estuardos, y fervoroso partidario de Carlos I, cuya cabeza acababa de rodar en el cadalso, no podía escapar a la implacable suspicacia de Cromwell. Próximo a sufrir el castigo de su lealtad, sus numerosos amigos determinan salvarle a viva fuerza. El conde John Murray es el alma del complot. Ligado él y su familia a Duglas con ese parentesco del corazón, mil veces más íntimo y dulce que el de la sangre, concibe para libertar a su amigo de infancia un plan atrevido. Compra a peso de oro la fuga del verdugo, y con el nombre de John Walker, (marca conocida de Whisky) que había adoptado para burlar las pesquisas del Protector, le escribe una carta suplicándole le permita ejecutar a lord Duglas, asegurándole que nunca el deseo de venganza habría dado en semejante ocasión un golpe más certero.
Así, no sólo hará cesar Murray toda gestión para buscar un nuevo verdugo, sino que podrá favorecer eficazmente la huida de Duglas, cuando el montañés Toby, fiel y antiguo criado del conde, se lance puñal en mano al frente de los conjurados para libertar al ilustre reo.

Cromwell accede a la petición de John Walker; pero llegado el día marcado para decapitar al lord duque, Murray ve surgir con desesperación un obstáculo terrible, con la aparición de un tal Hulet, infame libertino plagado de deudas, que anheloso de apuntalar el edificio ruinoso de su fortuna, ha solicitado el honor de reemplazar también al verdugo, mediante los honorarios convenidos. Hulet se apersona con Walker, deseoso de conocer a su estimable colega, y este determina in pectore pagar tan fina obsequiosidad con un buen hachazo. Llegados al centro de sus respectivas operaciones, y cuando Murray murmuraba su nombre a los oídos de Duglas que con el cuello en el tajo aguardaba el momento fatal, este le confiesa con frases entrecortadas por el dolor lo que ya le había indicado Hulet, a saber:
que ha seducido a Clara, hermana del conde, que había desaparecido algún tiempo hacía de la casa paterna. La revelación de tan atroz villanía es un golpe mortal para Walker, que vencido por su angustia cae desmayado en el patíbulo, y Hulet puede entonces cumplir con su deber.

Vuelto en sí Murray, lo primero que ve es la cabeza inanimada de Duglas; y la duda horrible de si le ha decapitado o no, le enloquece.

Sentado Carlos II en el trono de Inglaterra, miss Clara, que ha jurado descubrir a los dos verdugos de su amante, logra por fin ver colmados sus deseos con la prisión de Walker, a quien Hulet ha delatado, vengándose de la parsimonia con que, en concepto suyo, ha satisfecho aquel su insaciable codicia.

El duque de Hamilton, hijo de lord Duglas y privado del monarca reinante, está plenamente convencido de que Walker es uno de los verdugos de su padre.
No contento con la prueba plena de haber reconocido la desventurada esposa de Murray la firma del conde puesta al pie de la carta que escribió al Protector, dispone en la cárcel un simulacro de ejecución, con el doble objeto de hacer recobrar a John Walker su razón extraviada que hacía imposible legalmente su condenación, y de obtener mayor seguridad de su delito.

Pero apenas sabe el verdadero nombre del reo, determina hacerle huir secretamente. Entonces Hulet, a fuerza de artimañas y en premio de haber delatado a su ex-colega, logra ser nombrado alcaide de la cárcel en donde se halla Walker encerrado. Pero reconocido por este como su co-ejecutor, Hamilton hace encerrar a los dos en un mismo calabozo, esperando de este careo toda la luz que necesitaba para el esclarecimiento definitivo de la verdad. Walker entonces, a quien Toby ha entregado la llave que ha de abrirle las puertas de su encierro, se dispone a marchar, cuando Hulet, que ignora esta circunstancia, para acibarar caritativamente los últimos instantes de su compañero, le declara que él sólo decapitó al lord duque, pues el desmayo del conde le había imposibilitado de levantar siquiera el hacha. Murray, entonces, ebrio de gozo y completamente curado de su locura, le da la llave salvadora, a cambio de una carta en que Hulet declare solemnemente ser el único autor de la ejecución de Duglas.

Pero el duque de Hamilton ha presenciado desde un aposento contiguo al que entrambos ocupan, la mencionada escena; y, en el momento en que Hulet se disponía a fugarse, entra seguido de la esposa de Murray, y de su hermana miss Clara, que no había conocido al que perseguía con tanto encono, sino cuando era casi imposible su salvación. Patentizada la inocencia del conde, le abrazan todos con extremos de alegría, y finis coronat opus.

Este es el argumento del drama de Lemaitre y compañía, que el Sr. Chas de Lamotte ha traducido no sin algún esmero. Adoptaremos la forma interrogativa para formular las observaciones que esta producción nos sugiere:

1.a ¿Qué necesidad tenía Cromwell de comprar un verdugo, teniendo gratis tan precioso dije?

2.a ¿Es natural que un hombre del temple de John Murray se desmaye como una mujercilla cuando más necesidad tenía de su entereza?

3.a ¿Por qué M. John, en lugar de volverse loco con el único objeto de dar materia a M. Lemaitre para manipular un melodrama, no averiguó por boca de su apreciable coadjutor quién de los dos había dado mulé al pobre señor Duglas
(Q. E. P. D.)?

4.a ¿Es concebible que la interesante miss Clara no supiese l‘adresse de la casa en donde habitaba su hermano, ni el intríngulis de su pseudónimo, ni conociese al menos a su señora, ni a su unigénito el condesito, ni al antiguo criado de la casa, al tío Tobías, que le había dado papilla tantas veces?
5.a ¿Cómo diablos se le ocurrió a Valker ocultar a su familia la broma que quería gastar con el hombre más serio de Europa, arrancándole con su improvisado oficio de verdugo pour rire una de sus víctimas más codiciadas?

6.a ¿Por qué no dio un papel en la función de tan donoso escamoteo al mismo escamoteado? ¿No podía lord Duglas, si hubiese estado en el secreto, coadyuvar al intento de sus libertadores, cuyo plan tanto le importaba saber?

7.a ¿Tan romo de chirumen era el caballero Hulet que de tan tuno se las echa, que se comprometiese hasta el punto de ser alcaide de la cárcel que encerraba al que podía delatarle a su vez? ¿Se concibe tan majadera imprevisión en un perro viejo como el honorable pillo en cuestión?

Si no estamos dotados de un entendimiento cipayo, desgracia que lloraríamos eternamente, se nos antoja que el melodrama de M. Lemaitre (fils) se cae al suelo con un par de puñetazos que le dé cualquiera de las observaciones inocentes que acabamos de hacer.

Un tío y un sobrino son un par de gansos, que durante dos actos, eternos como la paciencia del público de Madrid, están haciendo oposición de majadería, y por fin ganan los dos. Sería curioso averiguar qué entiende por comedia el autor de Un tío y un sobrino, y por nueva el que nos da en tortilla lo que el Sr. Olona nos da en salsa con la segunda parte de El Duende. Peor es meneallo.

El pensamiento de La grandeza de Alcorcón es el mismo del Barón de Illescas. Como juguete destituido de pretensiones literarias, no es completamente despreciable, pues abunda en chistes de buena ley y está versificado con facilidad y soltura. El Sr. Rosales, su autor, tuvo el buen juicio de no presentarse en escena cuando sus amigos le llamaban. La Sra. Hijosa, este precioso bijou del teatro español, representó con sin igual primor y donosura su papel de alcorconesa.
- He dicho.

FIN DEL TOMO I.

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