domingo, 17 de octubre de 2021

ALGUNAS OBSERVACIONES ACERCA DEL ESTADO ACTUAL DE LAS LETRAS EN ESPAÑA.

ALGUNAS OBSERVACIONES

ACERCA DEL

ESTADO ACTUAL DE LAS LETRAS

EN ESPAÑA.

I.

Cuando una literatura, lejos de buscar en el fondo de sus entrañas la savia que

debe favorecer su genuino desarrollo, mendiga los desperdicios de ajenas civilizaciones sin acordarse siquiera de conservar incólume aquel sello característico que constituye su personalidad; entonces inaugura definitivamente el período de su decadencia. Las entidades morales, al igual de los individuos, nunca desatienden el respeto de si mismas sin abdicar el sagrado derecho que tenían a la consideración general. Por esto, siempre que las literaturas, perdida la luminosa huella de sus tradiciones, amortajan con el sudario del olvido los más preciados timbres de su historia, en lugar de acrecer piadosamente el tesoro de inmortales bellezas que heredaron de sus padres y cultivadores, descienden del puesto que ocupaban en la jerarquía intelectual de las naciones, y se cubren de baldón eterno.

Distamos mucho de pretender que ningún país establezca para las ideas un sistema aduanero que enfrene su fuerza expansiva: nuestro instinto, junto con nuestras más arraigadas convicciones, nos hacen rechazar semejante quimera. Queremos, sí, que las literaturas no cifren únicamente su ambición en vestirse de luz reflejada, pudiendo brillar con luz propia: queremos que no olviden sus títulos nobiliarios, ni descuiden el abono de sus pingües abolengos, que no bastardeen su carácter indígena con serviles imitaciones: queremos, sobre todo, que al absorber los elementos morales de otros países, les impongan las condiciones especiales de la suya.

El buen sentido y la experiencia acreditan que las literaturas no tienen más que dos caminos para seguir desarrollándose de una manera lógica, espontánea y fecunda: o apelar a los variados y naturales recursos que sus respectivas índoles les sugieren, o cuando necesitan acrecentar sus propios caudales con oro ajeno, fundirlo, acrisolarlo con exquisito discernimiento, y marcarlo, por fin, con el indeleble cuño de su originalidad histórica.

Los anales literarios de las naciones cultas nos ofrecen ejemplos de ambos métodos fundamentales de viabilidad.

La influencia de los enciclopedistas franceses, que despóticamente avasallaba en el pasado siglo el mundo entero, había encontrado en los estados alemanes un vehículo poderoso y un acérrimo protector en Federico II de Prusia, que hacía pública gala de su antigermanismo. Conocida es de todos la intimidad, no siempre sincera, de este gran monarca con el asombroso escritor, a quien se ha llamado en nuestros días el rey Voltaire. Oficioso sería encarecer lo pernicioso que semejante padrinazgo fue para la independencia moral y literaria que caracteriza el espíritu alemán. Más tarde algunos ingenios de este país, condolidos del abatimiento intelectual a que le había conducido tan fatal esclavitud, y sintiéndose animados por el fuego del patriotismo, dieron el grito de Surge, Lázare, que hizo levantarse del sepulcro de su abyección a la musa germana vestida de fortaleza y llena de fé en sus altos y gloriosos destinos. Desde entonces, la literatura alemana resplandece con fulgores inmortales: ¿De qué milagroso talismán echaron mano Klopstock, Schiller, Goethe, Bürger, y otros escritores dignos de inmarcesible lauro para obrar tan inaudita resurrección? Rompieron simplemente las cadenas que oprimían al genio nacional, enardecieron sus nobles aspiraciones hacia lo ideal y desconocido, y desentumecieron la rica sangre que por sus venas circulaba. Para ello evocaron con el mágico conjuro de su potente inspiración las tradiciones y la historia de su patria, e hicieron brotar de su seno manantiales de pura, espontánea y sabrosa poesía.

La segunda manera de regeneración literaria que hemos indicado, da también resultados felicísimos.

Recordemos de qué modo supo Grecia nacionalizar las riquezas intelectuales que acaudaló, gracias a sus numerosas conquistas; y el admirable acierto con que el genio, eminentemente asimilador de la cesárea Roma, hizo suyas las letras griegas al constituirse en legataria universal de la patria de Homero. El mismo fenómeno observamos en las épocas modernas. La España de Carlos V, de Felipe II y de Felipe III, no contenta con la exuberante savia que su literatura atesoraba, quiso aprovechar también los raudales de luz que el numen de Italia derramaba por todas partes, y logró imprimir en sus adquisiciones el sello de su nativa originalidad. En Francia el elemento español y el italiano, junto con una imitación discreta y sabia de los antiguos, cuajaron de regaladísimo fruto el árbol de la literatura más peregrinamente elaborada que en los modernos tiempos se conoce.

Por último, ya que hablamos de restauraciones literarias, no es lícito pasar por alto la última de las que en España se han verificado.

El genio, que por su excelsa condición es amigo de volar a sus anchuras por las regiones luminosas de lo infinito, tiempo hacía que odiaba secretamente la dinastía tradicional de un arte, cuya sobrada estrechez de miras, cuyo rutinario materialismo, cuya codificación plagada de disposiciones convencionales, le inspiraban vehementes deseos de sacudir sus cadenas. Sacudiólas, en efecto, y el estallido resonó por el mundo entero. Esta revolución trascendental tuvo no pocos puntos de contacto en el fondo con el protestantismo, y se inició también en la patria de Lutero y de Melanchton. Rápidamente generalizada, a la voz de los poetas y pensadores alemanes, en breve respondieron, ora simultánea, ora sucesivamente, la baronesa de Staël, orgullo de su sexo, Chateaubriand, Lamartine, Víctor Hugo, Vigny, Dumas, Delavigne, Senancour en Francia; Walter Scott, Wordsworth, Byron, Moore, Coleridge en Inglaterra; Manzoni, Hugo Fóscolo, Silvio Pellico, Monti, en Italia.

La literatura ibérica, al trasfigurarse como todas, comprendió admirablemente su misión. Muchos ingenios de valía, lustre de la nación hispana, mútuamente enlazados por el doble y común parentesco del patriotismo y del amor a la gloria, se asociaron con férvido entusiasmo al movimiento general. Unos enaltecieron la oratoria parlamentaria a un grado tal vez excesivo de pomposa exornación, otros dramatizaron con colorido local más o menos discutible, pero siempre con pasión y energía, el espíritu poético de la edad media y los personajes salientes de nuestra épica historia; algunos cultivaron el romance histórico, y la generalidad, mojando sus plumas en sangre del corazón, supieron engalanar con la púrpura rozagante de nuestra rima el lirismo de aquella época que encarna en el foco mismo de la vida moral, que ora escéptico y rebosando satánica rebeldía, ora creyente y resignado, es eminentemente sincero, porque pinta al vivo esa hambre de inmortalidad que vela siempre devoradora en lo íntimo del alma, como testimonio irrefragable de su divina esencia. Por otra parte, la sociedad española que atravesaba entonces un período de transición, que, indecisa entre sus costumbres tradicionales y el torrente de nuevas ideas y aspiraciones, forcejaba para penetrar en su seno por mil escondidos y angostos cauces, apenas acertaba a columbrar el blanco de sus esfuerzos, encontró primorosos pinceles que la retratasen. Sus caracteres flotantes, sus flaquezas, todas sus miserias y extravíos ya fueron objeto de una comedia saturada de discreto chiste y no escasa de vis cómica, ya de una sátira, ora llena de travieso desenfado, benévolamente sagaz y ora sarcástica, profunda y sangrienta. La posteridad recordará con gratitud y respeto la brillante pléyada de escritores que en estos distintos ramos dieron muestras de su alto talento y bellísimas dotes. Su mérito no sólo estriba en la bondad intrínseca de sus producciones, sino en el sello nacional que las avalora.

Al olvido de condición tan vital e imprescindible debe achacar principalmente nuestra literatura el deplorable abatimiento en que se halla sumida, y que tanto aflige a sus desinteresados amadores.

Otras causas han concurrido a este vergonzoso estado de abyección.

Años hace que en España el encarnizado guerrear de esos partidos políticos que tienen a gala no variar nunca de jefes, de enseñas, ni de credos, y ensordecer sistemáticamente a las rudas lecciones del tiempo; sobre desangrar el país, convertirle en palenque de egoístas y desalmadas ambiciones y entorpecer su marcha por la senda del progreso; monopolizan el núcleo de sus inteligencias y sirven de pasto casi exclusivo a la curiosidad pública. Ese estado de crónico desasosiego y de mal contenta expectación produce el desvío con que mira la nación sus medros intelectuales. He aquí por qué las ciencias, exceptuando la economía política, cuyo porvenir es visiblemente lisonjero, yacen en ella en vergonzosa postración, y las letras agonizan. Ciñéndonos a la literatura, objeto especial de estas sencillas observaciones, inútil es acariciar el buen deseo con risueñas esperanzas, mientras nuestra política no lave la lepra de personalismo que la corroe en la piscina del amor patrio; mientras se reduzca al sucesivo entronizamiento de banderías más o menos aptas para sostenerse en el poder, pero igualmente ineptas para labrar la ventura del país. Sólo así volverá este los ojos hacia sus verdaderos intereses: sólo así podrán desenvolverse los gérmenes de vitalidad intelectual que entraña.

Si por un cambio providencial de circunstancias, tenemos la fortuna de que alboree tan hermoso día, la enfermiza indolencia que actualmente malogra en flor los ingenios más bien dotados de España, desaparecerá como por ensalmo. Nuestro pueblo sin ventura, que ahora carece hasta de las rudimentarias nociones de arte, y, por lo mismo, apenas siente ninguna clase de necesidades estéticas, comprenderá entonces hasta qué punto influyen los goces mentales y las misteriosas fruiciones del sentimiento acrisolado en la felicidad relativa que puede el hombre alcanzar en la tierra.

A medida que su educación artística se formalice, rechazará instintivamente la cáfila de monederos falsos de talento literario que le deshonran, separará el pingüe y fecundo grano de la cizaña, y ceñirá con la corona de su respetuoso cariño aquellas frentes que son sagrarios de la inspiración divina. Entonces los espíritus superiores de nuestra nación no tendrán que aceptar la vida como un martirio sin palma, o una lucha sin victoria, sino que aguijoneados por la seguridad del triunfo, saborearán instintivamente la existencia inmortal que les espera, e inflamados con este deseo de gloria que arranca del principio de sociabilidad, ley fundamental de la naturaleza humana, y que instintivamente, villanamente escarnecen todos los que no pueden aspirar a ella; consagrados al cumplimiento de su misión soberana, pelearán con incontrastable brío las batallas del pensamiento, y serán, lo que tienen derecho a ser, gala y luz de la humanidad.

Descendamos al terreno de la realidad, del cual no es lícito apartarnos por más árido y desagradable que sea.

Nuestros gobiernos, algunos por un lujo de ignorancia agresiva que exaspera, han hostilizado a inteligencias de primer orden cuya superioridad les humillaba; otros les han brindado por única recompensa con toda suerte de libreas políticas, encadenándolos a sus varias miras de ambición personal, y no pocos les han dejado patullar en el charco de la miseria, no queriendo sin duda privarles del placer poético que debieron sentir Cervantes y Camoens muriéndose de hambre con la frente coronada de laurel. No ha faltado gobierno, sin embargo, que ansioso de premiar condignamente las letras, han sonreído benévolamente a los que conceptuaba acreedores a recompensas oficiales. Así, por ejemplo, ha tenido el fabuloso tacto de nombrar cónsul a un eminente letrillero, diplomático a un dramaturgo o a un poeta sentimental, y recaudador de contribuciones a cualquier filósofo disponible. Creeríamos ofender la ilustración de nuestros lectores ponderándoles las inmensas ventajas de este sistema protector.

A simple vista parece que apadrinar así a los literatos, equivale a matar cortésmente las letras. En efecto; los trabajos especulativos, y especialmente el sacerdocio de las musas, no son los más a propósito para formar modelos de empleados, sobre todo en esa complicada e indigesta rutina a que nosotros llamamos administración, para que se asemeje, siquiera en el nombre, a la de otros países más exigentes. No ignoramos el parentesco de consanguinidad que eslabona las diversas facultades del alma, por más que muchas veces su intima trabazón escape al juicio vulgar. Pero, aun rindiendo merecido homenaje a este principio filosófico, no está todavía completamente probado que baste ser un literato distinguido para sobresalir en la práctica administrativa, ni hasta para sujetarse humildemente a ella: y no se olvide que en esta materia la sobra de comprensión teórica suele ser embarazosa y perjudicial cuando se aplica en el terreno práctico. Es posible que un literato verdadero o un poeta pur sang, encontrándose en el caso referido, tomase una de las dos determinaciones siguientes: renunciar a lo que ha sido el alimento habitual de su espíritu para cumplir con firme constancia con las obligaciones de su correspondiente oficina, o dar al traste con ellas y domiciliarse otra vez en el Parnaso. En el primer supuesto la protección del gobierno sería mortal para la literatura; en el segundo sería perfectamente ilusoria. Los literatos que acierten a conciliar ambas cosas, o carecen de vocación literaria propiamente dicha, o entran en la categoría de excepciones, y por lo tanto bajo ningún concepto destruyen la regla general.

Sin embargo, estas argucias aparentemente valederas se derrumban por su propio peso a la simple enunciación de un axioma importantísimo: a saber, que el criterio gubernamental es esencialmente distinto del común, y tiene sus arcanos impenetrables a los torpes ojos de la lógica usual. Dudar de tamaña verdad podría conducirnos al extremo de negar que la Providencia dirige la razón de los gobernantes, a menos que intente perderlos; y los gobiernos españoles han sido siempre demasiado buenos y sabios para que pueda realizarse en ellos aquella terrible amenaza de quos vult perdere, dementat.

Demos un sesgo más formal a la cuestión.

No es lícito al Estado contrariar los sentimientos nacionales cuando son hidalgos y castizos, so pena de tropezar en el escollo de la impopularidad. Por conveniencia, pues, ya que no por deber, tiene el de premiar a todos aquellos escritores que el voto popular señala como insignes. Con dificultad acontece que la nación en masa conceda los honores del triunfo literario a personas que no los merezcan, atendiendo a que nunca debe confundirse el brillo fugaz de las reputaciones falsas o dudosas, con esa celebridad de ley que sólo se consigue a fuerza de genio, de tiempo y de infatigables vigilias. Además, cuando la nación emite un fallo de esta naturaleza suele encontrarse de acuerdo con la opinión general de sus críticos más imparciales e ilustrados. De consiguiente las eminencias a que aludimos tienen el derecho de ser recompensadas por la utilidad, gloria y prestigio que han proporcionado con sus tareas al país, y el Estado, si no lo hiciese, faltaría a su misión de justicia suprema. Para que tales recompensas no degeneren en onerosas, no han de lastimar en manera alguna la dignidad e independencia de los agraciados ni oponerse a sus hábitos intelectuales: y si han de redundar igualmente en pro de la patria misma que ilustran, es de todo punto indispensable que les coloque en una situación que pueda alentarles a continuar sus beneméritos trabajos.

Dejando aparte esos testimonios directos у extraordinarios de simpatía nacional, el Estado debe no sólo procurar que los talentos de los gobernados puedan desarrollarse con el mayor desahogo posible, sino poner en juego los numerosos y eficaces recursos que están a su alcance para estimularles a su progresivo perfeccionamiento. Descuidar un deber tan imperioso es hacerse indigno de las encumbradas funciones que desempeña y declararse en abierta lucha con los principios más elementales de la civilización.

¿De qué manera han cumplido nuestros inolvidables gobiernos, a quienes sin duda la asombrada posteridad erigirá altares de puro agradecida, las sagradas obligaciones que llevamos apuntadas?

Respecto al capítulo de recompensas que hemos indicado, o no han pensado siquiera en semejantes naderías, o han atado con hipócritas alardes de protección los ingenios distinguidos al carro de su ambición desaforada.

Pocos años ha, un venerable anciano, cantor clásico de la libertad, poeta, crítico, historiador y publicista, subió en brazos de sus amigos las gradas del trono, y aclamado por una multitud inmensa, tuvo la honra de que su soberana misma orlase sus sienes, llenas de limpias y gloriosas canas, con el áurea corona del triunfo.

¿Qué resorte pudo mover para laurear a Quintana, a esa nación que ha dejado pordiosear al Manco de Lepanto, que ha visto tranquilamente morir entre infames hierros a Cristóbal Colón, y en la más triste orfandad al autor sin ventura de la Verdad sospechosa; a esa nación, en cuyos calabozos ha escrito Cervantes el Quijote, y padecieron mil infortunios Alonso Cano, Fray Luis de León, Santa Teresa, Martínez de la Rosa, Argüelles y el mismo Quintana; a esa nación que no tiene bronce en sus talleres ni mármol en sus canteras para levantar estatuas a sus grandes hombres? Lo diremos por más que el carmín de la vergüenza encienda nuestras mejillas. Quien coronó al cantor de la imprenta, no fue la admiración de su patria; fue la egoísta gratitud de una fracción política, y el motivo real de esta inaudita coronación fue premiar al autor del Panteón del Escorial, porque nunca habla de Dios en sus imperecederas poesías, y porque todas sus composiciones revelan un odio profundo a la monarquía. No: Quintana no bajó al sepulcro con el inefable consuelo de que su querida España le había adjudicado el laurel del triunfo poético y de las virtudes cívicas, sino con el convencimiento de que su ateísmo literario y sus doctrinas heterodoxas convenían a los intereses particulares del partido que tan ostentosamente las honraba y enaltecía.

Por lo tocante a ese género de protección indirecta pero normal, constante, asidua, que coadyuva y enfervoriza los talentos: he aquí lo que han hecho los innumerables gobiernos constitucionales que nos han regido hasta ahora:

1.° Plagiar torpemente un plan de estudios francés.

2.° Reformarlo, es decir, hacerlo más y más absurdo, antifilosófico, irregular y desatinado a favor de múltiples y casi anuales reformas, causando así perjuicios incalculables a los alumnos y a sus familias, e imposibilitando la estabilidad en materia que tanto la requiere.

3.° Monopolizar la elección de esos catecismos de la enseñanza oficial, vulgarmente llamados obras de texto, desatendiendo casi siempre su valor científicos aunque teniendo a la vista el favoritismo gubernamental de que sus respectivos autores, o sea compaginadores, disfrutaban; ejerciendo por lo mismo una coacción sobre los profesores, muy perniciosa si se sujetaban a ella; absolutamente inútil si la evadían, como ha sucedido o podido suceder.

4.° Tergiversar las ternas con que los tribunales de oposiciones formulan sus fallos, que debieron haber tenido desde su presentación al ministerio autoridad de cosa juzgada, por razones que sería oficioso revelar: irritante abuso del cual tenemos numerosas pruebas, que manifestaremos si a darlas se nos provoca.

5.° Hacer obligatorias hasta para los empleados más ínfimos y mal retribuidos de la administración la compra de algunas obras escritas por devotos y paniaguados de varios gobiernos.

6.° Crear una ley de teatros bajo la influencia de mezquinas consideraciones personales.

7.° Publicar una ley de imprenta ultra draconiana, que en pleno parlamento ha sido tachada de mala por el ministro del ramo, que implícitamente la declaraba buena por el mero hecho de no abolirla.

8.° Tener sumida en el más deplorable abandono, hasta una fecha muy reciente, la instrucción primaria, que comúnmente decide del sesgo que toma el espíritu humano en su peregrinación por el mundo.

¡Oh musas! aprestad guirnaldas de recién cogidas flores para ceñir las frentes de los gobiernos hispanos que así han sabido enalteceros.

¡Oh Fernando el Deseado: tú que por un rasgo de peregrina sagacidad cerraste las universidades y abriste cátedras de esa ciencia trascendental que llamamos tauromaquia, regocíjate desde tu venerado mausoleo!

Agréguese a las concausas capitales que acabamos de borrajear los móviles de producción literaria que impulsan a nuestros escritores, y se podrá rastrear aproximadamente el por qué de la decadencia que deploramos.

Quejábase con desolada amargura el grande humorista Fígaro de que en España faltaba eco a la palabra del escritor. Efectivamente. El pueblo español es tan poco aficionado a cultivar el campo feracísimo de su entendimiento y de su imaginación, como a multiplicar con los numerosos medios de que dispone la industria agrícola, los inestimables terrenos que la naturaleza le ha regalado. Esta pereza intelectual, no sólo inutiliza tan buenas prendas, sino que le inspira el más severo desdén hacia las manifestaciones laboriosas del espíritu. Como no siente la necesidad de abonar su inteligencia, no puede apreciar el mérito de los que la abonan. He aquí por qué en España el inmenso sacrificio, el afán infatigable de aquellos que se empeñan en ilustrarla y enriquecerla con sus obras literarias, es apenas comprendido y mucho menos estimado en lo que vale. ¿Cómo podrá satisfacer, pues, el obrero de la idea, el literato, el filósofo, el poeta, el sabio, el artista, el innegable derecho que tiene de que sus tareas sean conocidas, justipreciadas y pagadas con honorarios de gloria por sus apáticos conciudadanos?
¿Trabajará para ganar dinero? Un sólo autor extranjero de nombradía vende mejor una obra que veinte autores españoles célebres la colección completa de las suyas. Y no se culpe a los editores, puesto que el comercio de libros está aquí atravesando una perenne crisis industrial, es decir, que la oferta de estas mercancías es infinitamente superior a la demanda. Los únicos libros que suelen tener salida en el mercado son los que satisfacen algún capricho pasajero del reducido público leyente o las traducciones de las peores novelas francesas.
Por otra parte, querer que fuera de España sean populares los escritos que dentro de ella apenas son conocidos es una imbécil quimera. ¿Qué estimulo, pues, puede moverles a escribir? Pura y simplemente el de satisfacer sus primeras necesidades. Por esto en lugar de dar a luz obras sazonadas por el tiempo y la meditación, y concienzudamente pulidas por el severo cincel del arte, escriben al desgaire y con el descuido chapucero de los menestrales mal pagados. Exigir lo contrario sería justo si se encontrase la solución de ese problema de vivir sin comer, que plantean mentalmente todos los desvalidos, y se concediese después el privilegio exclusivo de una bella invención a los míseros seres de que hablamos.

Demos el último toque a ese cuadro tan exacto como sombrío, recordando que la literatura central que ha fundido en su crisol el oro y la escoria de las provinciales, las mira con el más ofensivo desdén, y estas, completamente aisladas unas de otras, viven sin relaciones literarias de ninguna clase. ¿Quién ha leído en la orgullosa corte los preciosos libros de D. Manuel Milá, ilustre profesor de la universidad de Barcelona, acerca de la poesía popular, materia de elevado interés que tan a fondo posee? En cambio el patriarca de la crítica europea, Fernando Wolff, ha hecho sobre ella un estudio de la mayor importancia, tributando extraordinarios elogios a su modesto y esclarecido autor. ¿Son muchos aquí los que sospechan que haya existido el malogrado Piferrer, gran pensador, incomparable hablista, aventajado poeta, honor de Cataluña? Por lo demás, ¿qué sabe Barcelona de los literatos gallegos y sevillanos ni estos de los barceloneses? ¿Qué hilos eléctricos enlazan las inteligencias de las provincias entre sí?

¡O terque, quaterque beata! ¡Oh mil y mil veces dichosa patria mía! Tú comprendes la existencia sin los goces intelectuales, y la conceptuarías inaceptable sin los capeos del Tato! Sigue feliz y risueña entre los harapos de tu ignorancia. Hierve en los redondeles, bulle en las romerías, deja a un lado la azada, tira la pluma, y créeme, haz un auto de fé con la mole indigesta de tus libros. Has nacido para dormir cuando las demás naciones velan, para holgar cuando trabajan, para echarte en medio del camino cuando corren. ¡Bendita seas!


II.

Indicadas en el anterior las causas principales que, en nuestro humilde sentir, han ocasionado el actual decaimiento de nuestra literatura, cúmplenos dar en el presente una sucinta reseña del estado en que sus distintos géneros se hallan.

Por lo tocante al teatro, aun sin hacer gala de un ceñudo pesimismo, que no siempre arguye vasta erudición ni alteza de criterio, puede afirmarse que se encuentra en el mayor desbarajuste.

Una juventud audaz, falta por lo general de los más rudimentarios principios de arte, invade en tumultuoso tropel la patria escena. Sus esclarecidos restauradores, unos regaladamente toman el sol de su gloria con la bienandanza de quien cree cumplida su misión acá en la tierra; otros, imitando a los ruiseñores que no trinan nunca al lado de charquetales llenos de ranas vocingleras, se encastillan en un silencio desdeñoso y significativo; y no pocos capitulan vergonzosamente con las circunstancias, y rindiendo homenaje a la universal corrupción del buen gusto, la acrecientan y sancionan con su ejemplo. Una dolorosa fatalidad hace que el teatro sea la única palestra en donde los desventurados alumnos de las musas castellanas consiguen despertar la atención del público, obtener algunas probabilidades de lucro, y sobre todo no morirse de hambre, o vivir de hambre, que es peor.

Por esa tristísima circunstancia la crítica no puede ensañarse con esa chusma de jornaleros del arte, que desconociendo las condiciones esenciales del que se atreven a cultivar, ni tan sólo aciertan a disimular su carencia radical de dotes dramáticas, bajo las artificiosas combinaciones del movimiento escénico. Y como el peor de los géneros literarios es el que Boileau llamaba le genre ennuyeux, y que, aplicándolo a nuestro caso, bien pudiéramos llamar el género sandio, es decir, el que ni aun logra satisfacer las exigencias de la curiosidad; la gente a que aludimos, no merece siquiera esa especie de floja y contentadiza gratitud que sentimos por quien nos proporciona algún esparcimiento, sea el que fuere.

Nos duele mucho consignarlo, pero lo cierto es que en el trascurso de un año sólo se ha representado en los teatros españoles una obra original de verdadero mérito. La campana de la Almudaina, a vuelta de su falsedad histórica, y de algunos defectos secundarios, revela en su joven y aplaudido autor prendas dramáticas de subido quilate. Los pecados veniales y La culebra en el pecho, contienen algunas bellezas dignas de atención, y auguran un lisonjero porvenir a sus estimables autores, pero no tienen en conjunto gran valor. El mal apóstol y el buen ladrón, drama simbólico, calcado especialmente sobre El condenado por desconfiado de Tirso de Molina, es una prueba más de la habilidad con que Hartzenbusch elabora sus producciones, y está sembrado de rasgos magistrales. Aparte de estas obras, ¡cuántos engendros raquíticos, cuántas majaderías se han presentado en la escena española! Recuérdense esos dos estudios históricos del gran vencedor de Francisco I, intitulados Carlos I y El monarca cenobita: recuérdense El padre de los pobres, y ¿Quién es él? y se verá si llevamos la razón al afirmar que nuestro teatro está en decadencia.

Para colmo de vilipendio, eso que llaman zarzuela, aborto enfermizo del impotente mal gusto, logogrifo musical y dramático, cobra de día en día mayor valimiento y fortuna. Algunos especuladores, que tienen su conciencia artística dentro de su portamonedas y envuelta en billetes de banco, han tomado por su cuenta ese abigarrado baturrillo, que ha pasado a ser un ramo de industria para los que lo manipulan, como particularmente para los que explotan sus materiales y pingües resultados. Los primeros no necesitan más que derramar un aluvión de estrofas tan huecas y grotescamente endomingadas como sea posible sobre cualquier calaverada, más o menos verídica, del asendereado Felipe IV, o el primer argumento insustancial que se tenga a tiro de pluma; y abandonar su esperpento a la inspiración de un contrapuntista adocenado, que zurza algunas melodías populares bárbaramente retorcidas y adulteradas, con retazos de la ópera francesa e italiana. No ignoramos que hay media docena escasa de zarzuelas, cuyos libretos y cuya música merecen el aplauso de los inteligentes: nunca barajaremos las composiciones de Ventura de la Vega, García Gutiérrez, Narciso Serra y Ayala, con las mamarrachadas de Olona, ni las charadas poéticas que emborrona en caló acatalanado el tan deploramente (deplorablemente) fecundo Camprodon y Compañía. Tampoco confundiremos nunca la suave, delicada y primorosa música del Dominó azul, de Marina y del Grumete, con la chapucera, trivial y desvencijada de Gaztambide, de Cepeda y de otros Rossinis ejusdem furfuris. Pero sería cerrar los ojos a la luz del día negar que generalmente se puede repetir de ellas, que lo bueno que tienen no es nuevo, y lo nuevo no es bueno. Urge sobremanera atajar la preponderancia cada vez mayor de los zarzuelistas, si no hemos de ver algún día completamente extinguidas entre nosotros las más sencillas nociones del arte musical, y pervertidas lastimosamente las teatrales.

A estos motivos del notorio abatimiento en que se halla nuestro teatro, a pesar de los esfuerzos que hacen para retardar su ruina algunos pocos ingenios, dignos del aprecio público, debe agregarse otra estrechamente ligada a las que acabamos de apuntar, esto es, la ignorancia crasísima, mezclada con las colosales pretensiones, con el insoportable endiosamiento de la mayoría de actores españoles. Da lástima considerar que a tales intérpretes deben fiar los desdichados autores dramáticos aquellas producciones, de cuyo éxito depende su gloria, y casi siempre su subsistencia. Jóvenes imberbes, que apenas saben dar expresión a lo que recitan, pasan desde los teatros caseros a figurar en los de primer orden sin que nada les arredre. Henchidos de petulancia, todo su afán consiste en emanciparse de la tutela de los pocos actores que podrían comunicarles, ya que no facultades, alguna instrucción, en llegar a la anhelada meta, al sueño de oro, al bello ideal de sus fervientes aspiraciones, a ser directores de escena.

Y no es, ciertamente, lo más deplorable, que estos infelices ambicionen tan alto y espinoso puesto, sino que vean sin dificultad realizada su noble ambición. En efecto: los empresarios de teatros, que son comúnmente algunos logreros, faltos de caudales y ricos de esa gran virtud del siglo, que en el Diccionario de la lengua tiene un nombre no muy lisonjero, conocedores del detestable gusto del público, que es ya crónico en provincias, y codiciosos sin freno, no buscan en los directores y primeros actores que contratan más que baratura, no mérito ni experiencia. Por esto desdeñan muchas veces a los poquísimos actores buenos, que para honor del arte conservamos todavía, y andan a caza de los chambones y atrevidos, cuyos servicios pueden alquilar a ínfimo precio, con notable aumento del líquido que ha de figurar en sus finiquitos mercantiles. A tan escandalosa rapacidad se debe a menudo el que los segundos, con una pequeña dosis de ese savoir faire, que es el talento de las nulidades, encuentren con frecuencia acomodo, al paso que los primeros tengan que entregarse a los ocios de las vacaciones o a un verano extra-sazón.

¿Y qué conducta sigue en situación tan aflictiva la crítica teatral? Lo diremos sin rebozo, ya que nunca nos ha intimidado el decir la verdad. Exceptuando un escasísimo número de folletinistas, que tienen una vaga idea de la responsabilidad de su cargo, y la voluntad decidida de ser imparciales, los críticos de teatros no escuchan más que sus simpatías o antipatías y el fetichismo obligado a reputaciones consagradas. Así se explica que en las revistas de esta clase aparezcan siempre ciertos nombres con su estado mayor de calificativos encomiásticos, y cruel o desdeñosamente adjetivados otros, que no supieron granjearse las benevolencias del turibulario.

Si atendidas las circunstancias altamente desfavorables con que los revisteros teatrales escriben, son, a no dudarlo, acreedores a indulgencia respecto al aplomo y madurez de sus fallos y reconocimientos de crítica dramática que exigen estudios de por vida y práctica larga; es faltar al público, y, sobre todo, faltarse a sí propios el ajustar sus juicios a sugestiones puramente personales. Sabemos por nosotros mismos hasta qué punto es doloroso sacrificar en aras de la buena fé y de la lealtad las predilecciones del corazón, o tener que elogiar al que miramos con más o menos fundada malevolencia; pero la crítica no tiene entrañas, ni parientes ni amigos, ni ídolos ni afecciones; es nada menos que la magistratura literaria, y un juez deja de serlo cuando atiende a otra cosa que a la justicia, que es su única y soberana norma, la causa primera de su misión.

Respecto a la novela, no pecaremos de prolijos.

La de costumbres nacionales sólo tiene, en nuestro humilde sentir, un legítimo representante en España, Fernán Caballero. Sin contar los críticos más autorizados de nuestra nación, Wolf, Mazade, Latour han ponderado con amore y han aquilatado perfectamente las envidiables dotes de narrador que adornan al ilustre autor de Clemencia. Su postrer libro, sencillo relato hecho por el soldado Juan José, de las gloriosas penalidades de nuestro ejército en Marruecos, está escrito con una tierna ingenuidad que llega al alma. La de Fernán Caballero que, algún tiempo hace, cubre el más acerbo dolor con su gasa fúnebre; refrescado por las auras regeneradoras venidas de África, ha podido encontrar su perdida fuerza en el entusiasmo universal. ¡Bendita sea la pluma que así sabe interpretar todos los sentimientos buenos, nobles y sublimes de su patria!

De novelas históricas originales (así las bautizan sus infinitos cultivadores en España) hay en ella materiales para alimentar de combustible todos los hornos de cal de la monarquía. Por si llega a verificarse algún día tan donoso escrutinio, recomendamos a sus futuros ejecutores las de Ibo Alfaro, Ortega y Frías, Orellana, Tarragó, A. Altadill, Manuel Angelón y demás Walter Scotts de pacotilla: total = 0. No hablamos de Fernández y González, en quien admiramos un empuje lírico nada común, fantasía espléndida y rara fecundidad, porque apenas conocemos nada suyo en este género.

Poco diremos también de composiciones poéticas.

Aparte del Romancero de la guerra de Africa, en el cual hay doce bellísimos romances, y del libro de Recuerdos nuevamente publicado por el simpático Trueba, que sentimos no haber leído todavía, han llamado la atención pública de una manera, por cierto bien poco agradable, los dos poemas últimamente premiados por la Academia de la lengua con escándalo y ludibrio de la nación entera. No hablaré de unos ni de otra. Dejemos en paz a los muertos con los difuntos.

A todo esto, la crítica refugiada en los vergonzantes entresuelos de los periódicos políticos, o convertida en sosa e insustancial gacetilla, mal encubre su desnudez de ideas, de convicciones y de conocimientos con los andrajosos guiñapos de cuatro adjetivos campanudos, eternamente pegados a varios sustantivos de cajón, y mil vagas generalidades. Por otra parte: ¿qué podría decir ahora la crítica sana, severa y leal? Su voz sería vox clamantis in deserto, y una fiscalización estéril, dolorosa, pesada y sempiterna. Además, ¡cuán poco número de obras contemporáneas españolas son dignas de que la crítica les conceda los honores de su judicatura! ¡Cuán pocas entran en la esfera literaria!

Añádase que la prensa política diaria, con muy contadas excepciones, ha arrojado ignominiosamente a la literatura de sus columnas, que vivía en ella casi de limosna, y se vendrá en conocimiento del desairado papel que esta señora juega en la patria insigne de Pepe Hillo, de Costillares y del Chiclanero.
Respecto al movimiento literario de la Península, en los demás puntos, o es en alto grado pernicioso, como sucede hoy por hoy en Barcelona, o insignificante como en Valencia, o completamente nulo como en Sevilla, Málaga, Zaragoza, Valladolid, Palma de Mallorca y en las ciudades de la Mancha y de Galicia.

Consecuencia final de nuestras pobres observaciones es, que España, por más que reconozcamos sus considerables progresos materiales y sociales, ha retrocedido literariamente. Y si no, preguntamos refiriéndonos a nuestra restauración del 40, cuando desaparezcan los veteranos de la citada era,
¿quiénes son los destinados a sustituirles? No contestamos a esta interrogación para no descender al terreno de las personalidades. El tiempo contestará por nosotros.

INFLUENCIA DE LA NOVELA EN LAS COSTUMBRES.

INFLUENCIA

DE LA

NOVELA EN LAS COSTUMBRES.

(Nota del editor: Aquí pego el texto suelto que edité antes; podría haber alguna ligera variación respecto al del libro que estoy editando.)

DE LA INFLUENCIA DE LA NOVELA EN LAS COSTUMBRES;
POR D. GUILLERMO FORTEZA.

MEMORIA PREMIADA
POR LA REAL ACADEMIA SEVILLANA DE BUENAS LETRAS,
EN EL CERTAMEN PÚBLICO DE 1857.

PRECÉDELA
UN DISCURSO SOBRE EL MISMO TEMA
LEÍDO
POR EL SEÑOR DON JOSÉ FERNÁNDEZ-ESPINO,
Vice-Director de dicha Real Academia,
EN LA SOLEMNE ADJUDICACIÓN DEL PREMIO.
___
SEVILLA.

FRANCISCO ÁLVAREZ y Ca Impresores de SS. AA. AR.
y honorarios de Cámara de S.M.
1857.

SEÑORES:

Siempre fue la modestia símbolo de los triunfos literarios, así como de la política la pompa y adoraciones. Ora el Estadista en benéfico sistema de mando inculque en las Naciones los sagrados deberes del orden y de la justicia, ora llevado por cálculos de bastarda ambición desate en ellas el espantoso aliento de las tempestades, siempre escúchanse alrededor suyo los plácemes de la lisonja y sírvenle de cortejo la grandeza y el sumiso homenaje de los poderosos. Y sin embargo, ha podido deber gran parte de la gloria que le ensalza, a inteligencias felices que le sirvieron, a maravilla, en la realización de sus concepciones, y sobre todo al poder incontrastable de la Fortuna, de esa dominadora y árbitra de los sucesos humanos.
Mas el triunfo del hombre de Letras que ni recibe fuerza de ajena inspiración, ni el auxilio de la Fortuna, que sirve de solaz y encanto y a la vez de provechosa enseñanza a la culta humanidad, suavizando las costumbres de la inculta, apenas aparece en su apacible carrera, cuando ya la envidia, enemiga terrible de cuanto es noble y generoso, comienza a marchitar sus laureles, para robarle hasta una mísera recompensa, si es que alguna le aguarda.
No hay que dudarlo, Señores: desde que un cambio en las costumbres romanas trajo la separación de las Armas y las Letras, sólo el consorcio casual de unas y otras, ha dado alas últimas, raras veces, las altísimas consideraciones que recibieron en la civilización antigua. Fuera de esto preséntanos la historia con lamentable frecuencia tristes ejemplos de abandono, y aun de marcada injusticia hacia el genio literario. Considerad, sinó, esta Academia creada por la munificencia de nuestro augusto Monarca D. Fernando VI. En ella resonaron las voces elocuentes de Jovellanos, de Forner, de Arjona, de Reinoso, de Lista y de tantos otros egregios varones, legítimo orgullo de la Patria y gloria de Europa entera: ella al lado de la de Letras Humanas, (1) contribuyó a la destrucción de los perversos estudios filosóficos, y al renacimiento de las sacras musas de Herrera y de Rioja. Ella, en fin, en medio de las perturbaciones de la edad presente, ha conservado pura la llama encendida por tan ilustres sabios.

(1) Fundada en 1793 por Arjona, Reinoso, Lista y otros estudiosos jóvenes. Su vida fue tan fugaz como rica en excelentes frutos.
Se extinguió en 1801.

¿Pero cuál ha sido su recompensa? ¿cuáles las consideraciones debidas rigurosamente a su mérito y sus esfuerzos bienhechores? Retirada, no largos años después de su establecimiento, la modesta pensión que el Gobierno le concediera; privada del recinto que su excelso Fundador le otorgó en el regio Alcázar, se vio obligada a mendigar otro en que guarecerse. Reducida desde entonces, por falta de recursos y de asilo propio a vagar de edificio en edificio, según le faltaba el que debía a la generosidad de alguna Corporación, arrastró una existencia pobre e insegura, hasta que la Academia de Medicina le sirvió, con el que hoy ocupa, de amparo generoso. Sin este auxilio, sin la constancia nunca bastantemente plausible, de algunos de nuestros compañeros, y de nuestro dignísimo Director que les secundó en la meritoria empresa de sostener abiertos estos penetrales al saber, sólo quedaría memoria de su existencia.
Mas lejos de abatirse con tan repetidos infortunios, ha rendido en su olvidado albergue constante culto a las Ciencias y las Letras; concediendo con el escaso producto de la cuota mensual de sus Individuos, premios a los que, aun sin pertenecer a la Corporación, han desenvuelto más acertadamente los teoremas que anualmente publica. La humildad de estos premios tan desproporcionada al trabajo, contribuye sin duda, a que los más afamados ingenios españoles se alejen de tan noble liza, y a que uno de los dos lemas del Certamen actual quede sin expositores. Para premiar el otro, se reúne hoy la Academia. Empero son mis acentos demasiado humildes para esta solemnidad literaria; otros más autorizados y dignos, los de nuestro respetable Director, debieran resonar ante tan imponente concurso. Nadie además, entre nosotros, con más títulos ni con mayores merecimientos que el que en las Armas, en el Profesorado, en altos oficios administrativos y en la Representación Nacional, ha servido a su Patria con rara inteligencia, dejando en su dilatada carrera pura y esclarecida fama.
Mas los padecimientos físicos y el grave peso de los años impídenle gozar de esta merecida honra, que viene a recaer en mí, aunque indigno de ella, por el cargo de Vice Director que, más por benevolencia extremada conmigo que por mis escasas prendas literarias, debí a esta Real Academia.
Al examinar la misma los puntos, cuya crítica pudiera prestar halago a la fantasía, interés a la razón y provecho a la sociedad, comprendió que la Novela, verdadera historia de las pasiones y de los móviles secretos del corazón humano, era por lo mismo asunto digno de severo y detenido examen. Determinar, pues, hasta qué punto influye en las costumbres, sin olvidar las cualidades literarias que pueden embellecerla es el objeto que se propuso en su teorema, expuesto acertadamente y con gran copia de escogida erudición en la Memoria premiada.
No se crea que un espíritu de ciega pasión hubo de infundir en la Academia el pensamiento de examinar este género literario y de calificarle de tan trascendental importancia. Lo remoto de su existencia anterior a su antiquísima historia, y la propensión natural del hombre a crearse en la idealidad de sus deseos un mundo más perfecto que el existente son prueba segura de la necesidad de su estudio y hasta de su indisputable mérito. Parece que el Omnipotente, ya que la culpa de nuestros primeros padres nos arrebató en la tierra las delicias del Paraíso, dejó de intento a nuestro espíritu facultades para comprenderlas. ¿Qué alma, aun la más ruda, no se ha conmovido alguna vez dulcemente a la deslumbradora ilusión de una vida de mayores atractivos que la real, ni ha vislumbrado situaciones y personajes más perfectos que los que le cercan? ¡Ah! sean o no sueños del alma esas aspiraciones ingénitas en el hombre, esas aspiraciones son una necesidad en el idealismo de su imaginación. Por eso la Novela que la satisface, y anima en sus cuadros la naturaleza con irresistible encanto, es el recreo del sabio y del ignorante: por eso a su seductor influjo no suelen escapar ni los más adustos caracteres, ni la helada decrepitud de los años.
Cierto es que arrebata a la ficción sus pinceles; pero también le presta la verdad sus más bellos colores. Principia ordinariamente donde acaba la Historia; en el seno de la vida privada, resucitando en ella personajes y sucesos que pasaron. En esas pinturas, donde reconoce el corazón humano su verdadera imagen, que son expresión fiel de sus sentimientos y pasiones y de los usos y las costumbres, y en cuyos risueños o terribles cuadros aparecen con indeleble marca los rasgos inalterables de la humanidad, si falta la verdad histórica contienen, en cambio, la moral y la poética tan interesantes, por lo menos como las narraciones históricas.
Ya coloque la Novela a sus personajes en humilde y reducido teatro, ya en el de la vida común, ya en el de elevada esfera, la entonación de su estilo puede ser tan varia como las situaciones que presenta. Como le es familiar cuanto a la sociedad pertenece; como puede reunir en sólo un punto cualidades que en ella aparecen diseminadas; como su dominio es más extenso y libre que el del Drama y le es lícito prodigar los detalles y las descripciones y mezclar el lenguaje de la imaginación al de la crítica, y pintar y explicar al propio tiempo, puede también mostrar, con tan poderosos auxilios, más clara y vivamente los resortes secretos que agitan el corazón del hombre.
No oculta la Novela el designio de instruir a sus lectores. Sin las pretensiones del Filósofo enseña con el halago deslumbrador de la Poesía toda clase de verdades, inclusas las abstractas, aun al alcance de inteligencias débiles o frívolas, y máximas sociales de grave interés para la vida práctica sin el aparato sentencioso del Moralista. Por este artificioso medio nos convierte en observadores, hácenos ver lo que diariamente pasa delante de nuestros ojos, desapercibido antes para ellos: y reuniendo la verdad a la invención ofrece al juicio el espectáculo de lo existente y a la fantasía el de la idealidad embellecida por la verosimilitud en costumbres y pasiones. No es, pues, extraño, con tan preciosas cualidades, que fijando sus escenas poderosamente nuestra atención, obtengan ventaja sobre las observaciones que puede sugerirnos la vida real: porque, sereno y libre el ánimo de la parcialidad o el interés que suelen inspirarnos en ella los afectos, permítenos un examen más tranquilo, y por consiguiente menos expuesto a peligrosos errores. Más aún: la lectura de algunas horas, no sólo derrama purísimo deleite en el ánimo, sino que a veces produce en él mayor enseñanza que la que suele adquirirse en el mundo, tras la amarga experiencia de los años y quizás a precio de prolongados infortunios.
La Novela, pues, que participa de la verdad histórica en alguna de sus narraciones; que, como la Filosofía enseña verdades especulativas, y como la Moral las que sirven al hombre de consejo en el mar proceloso de la vida; que no extraña al incentivo de la Poesía admite en sus cuadros desde el Entremés hasta el Drama, y desde el Epigrama hasta la elevación y sublimidad de la Epopeya; que se sirve de todos los géneros literarios, sin confundirse con ninguno, merece de justicia un lugar importante en la república de las Letras, y que se la considere por su mérito y sus tendencias sociales con madura atención por la crítica ilustrada.
Aún merece interés más grave, Señores, considerada bajo su inevitable influencia en las costumbres. Ningún ramo literario la iguala en este punto. Sólo el Drama es el único que se eleva a su altura; pero jamás en tan amplio horizonte como ella, por lo mismo que su voz ni es tan constante, ni suele llegar hasta las poblaciones humildes.
Desde que apareció en tiempos remotos por primera vez la Novela entre los Asiáticos, (1) ora en forma de Apólogo, ora en la de Alegoría, se la ve presentando un fin moral, aunque la rica imaginación de Oriente, como acontece en los cuentos de Pilpai (2) busque más bien el agrado en la ficción que en la pintura de caracteres y afectos. Si exceptuamos los ligeros Cuentos Milesianos que respiran la vida muelle del dulce clima de la Jonia, de una manera más filosófica y elocuente comenzó a brillar en la civilización helénica.
(1) Hüe en su historia de la Novela atribuye su origen a los pueblos Asiáticos.
(2) Pilpai era indio. Su famosa novela titulada Calila y Dimna es una colección de Novelas y Apólogos.
En la Ciropedia de Xenofonte la invención histórica de las situaciones hállase hábilmente dispuesta para producir instrucción moral, así como en la Atlántida de Platón, la tradición y las narraciones fabulosas de los viajeros sirvieron al gran Filósofo de agradable resorte para alcanzar idéntico resultado.
No debe extrañarse que este género brille como fugaz relámpago en estos dos preclaros escritores, con raras y poco felices excepciones durante la República, hasta que ya en el Cristianismo volvió a aparecer con luz diversa en la preciosa Novela pastoral, de Longo, titulada Dafnis y Cloe y en la de Teágenes y Cariclea del Obispo de Trica, que tanto sedujo el delicado corazón de Racine en su tierna juventud. Los Griegos veían en su ingenioso politeísmo las ficciones que deleitaban más hondamente su viva y versátil fantasía, satisfaciendo además en ellas esa propensión del alma a lo ideal y a las maravillas de la fábula. Cada solemnidad teatral o religiosa traíales a la memoria las aventuras más interesantes de los dioses y los héroes. No cabía distracción en la soledad por que duraba breves instantes: la vida pública que agitaba casi exclusivamente al pueblo, lo mantenía de continuo reunido en las Asambleas políticas, o en las Academias de Retórica y de Filosofía, y para recrear su ánimo en los Juegos Olímpicos y en el teatro. La forma de aquella sociedad, por otra parte, era poco a propósito para el estudio e imitación de la vida privada. De un lado la igualdad republicana y la esclavitud doméstica, de otro las creencias materialistas, de otro, en fin, la condición triste y oscura de la mujer, hacían que ni pudieran presentarse intrigas fundadas en la variedad de caracteres o en la diversidad de condiciones sociales, ni la lucha entre el deseo y el deber, ni la pasión espiritual del amor, que son, las dos últimas con especialidad, el agente más poderoso de la Novela en la civilización cristiana.
Perdidas las Comedias de Menandro no puede calcularse con seguridad hasta qué punto en los tiempos de este Poeta, extinguido ya el Gobierno popular, ofrecía el interior de la familia Griega asuntos interesantes para el teatro. A juzgar por lo que de ellas se refiere, y más que todo por las de Terencio su imitador, hasta el punto de ser apellidado por Julio César, medio Menandro, aunque se proponía un fin moral y lo desenvolvía con admirable ingenio, la ficción de la intriga y de las situaciones en la vida común es de tan severa sencillez que suele rayar en pobreza de inventiva. El amor en Terencio se dirige siempre a cortesanas, y el nudo cómico, que suele consistir en la pérdida o el robo de un hijo, termina por hallar este a sus padres.
De creer es, cuando así se expresaba el Teatro, que también recibiese nuevo aliento la Novela; y que revestida con modestas pero interesantes galas, mostrase en personajes fingidos o por medio de alegorías las verdaderas costumbres de la época del mismo modo que aparecían pintadas en la Comedia. Plutarco refiere que Heráclidas escribió un libro bajo el nombre fabuloso de Abaris, en el cual alternan los cuentos con las doctrinas de los Filósofos sobre la naturaleza de nuestro espíritu. Las Novelas milesianas vienen a robustecer con irrecusable prueba la veracidad de esta opinión.
Apareció entonces, con motivo de la victoriosa expedición de Alejandro a la India, una clase de fábulas inverosímiles por la exageración y extrañeza de las aventuras que fingen, pero digna de crítico examen por la afinidad que entre ellas existe y las que produjo la institución de la Caballería en la Edad Media. Para que no se crea, Señores, que atraído por el aliciente de la novedad procuro ver semejanzas soñadas, citaré las Babilónicas, en cuya obra, después de robos de doncellas, de mil extraordinarios combates y de increíbles aventuras, algunos de los héroes llegan a ser Emperadores o Reyes de extensas y poderosas naciones. La historia de Luciano, fue al parecer, escrita para dar muerte con el puñal del ridículo a tan detestables invenciones favorecidas entonces por la ignorancia o por el mal gusto de los Griegos. Exagerada horriblemente la pasión amorosa en este linaje de Novelas, faltas de veracidad en las costumbres y presentando en extraña caricatura la naturaleza humana, sólo algunos rasgos de imaginación pueden hacer momentáneamente tolerable su lectura. Un extravío parecido en la Novela Caballeresca Española puso la pluma en manos de Cervantes. Ocultando en el Quijote bajo la máscara risueña de la locura una filosofía dulce y grave, ningún libro ha contribuido tanto a calmar las penas y recrear el corazón de la especie humana. Cervantes supo ridiculizar admirablemente su héroe sin hacerle perder nunca la estimación de los lectores. De corazón sano y generoso, de valor sin peligro que le arredre, de acrisolada discreción y de clara y docta inteligencia, tiene, sin embargo, la desgracia de que le domine una singular idea que a manera de anteojo mágico le cambia la forma y la naturaleza de las cosas, hasta el punto de ver fieros gigantes en humildes molinos de viento. Su escudero Sancho, con excelente juicio y viendo el mundo en su desnuda realidad, conserva los groseros resabios de su clase: y aunque procura disipar las exaltadas ilusiones de su Señor, y es la personificación del buen sentido que sigue al genio extraviado y pretende iluminarlo en sus errores, déjase, por interés o debilidad, seducir muchas veces de las mismas quimeras que combate.
En una palabra D. Quijote, presa de su locura, es la exageración de la poesía, Sancho la exageración de la prosa, el Caballero del Verde Gabán, el símbolo de la razón y de las virtudes sociales. Los unos en sus yerros producen esa risa eterna que sólo, según Homero, era concedida a los Dioses en el Olimpo; el otro, ejemplo felicísimo del hombre sensato y bueno, inspira respeto y admiración: y todos juntos, y la riqueza inagotable de incidentes, y la asombrosa perfección en los detalles y la diversidad de bellísimos caracteres, forman el libro más ameno y filosófico de cuantos ha producido el mundo.
Con ariete tan poderoso, habiendo largo tiempo hacia desaparecido el espíritu antiguo caballeresco, y no hallándose, lo que de él restaba, en armonía con las formas políticas y sociales de aquella edad, cayó fácilmente a sus terribles golpes con la ignorante Literatura que lo sostenía.
Una variedad de la Novela Caballeresca es la Pastoral, invención facticia, pero favorecida del mundo ilustrado en el siglo XVI y parte del XVII. Sábese que la Literatura es reflejo constante de la sociedad en que vive, y que la Novela, como ramo suyo importantísimo ha seguido la misma senda, procurando ser reflejo de sus ideas y pasiones. Mas no debe olvidarse que según Virgilio «habitarum di quoque silvas» y que en siglos de refinada cultura social de la propia agitación humana nace el irresistible deseo de una vida más dulce y pacífica, y menos sujeta a tormentosas vicisitudes que la que alienta al hombre en el torbellino de las ciudades. De aquí, en esa tendencia instintiva al idealismo, el haberse complacido en describir la amenidad risueña de los campos, la transparencia y frescura de sus aguas, la vida apacible de los pastores, la pureza casi angelical de sus afectos. El Novelista pastoral no retrata una época, al contrario, busca el contraste de lo que pasa a su vista y atormenta su corazón. En el mundo que finge, si no pinta la sociedad que le rodea, descubre, al menos, las dulzuras o los tormentos de su amor y las aspiraciones de su alma.
Monte-Mayor es buen testimonio: a la manera de Sannázaro en su Diana, Novela pastoral de subido precio, refiere y canta al par, en expresivo y elegante estilo, su amor y la facilidad liviana con que la ausencia robóle el de su querida. Si en ella y las de su género no se pintan, en verdad, las costumbres del tiempo en que escribe el Poeta contribuyen, de ordinario, a esclarecer su vida, cualidad importante 
para la Historia Literaria, y enseñan, una moral apacible y seducen el ánimo con la belleza de los cuadros campestres que fantasean.

A este género sucedió, especialmente en la Corte de Francia, otro a modo del de los Amadíses, vivo remedo de los libros de Caballería, no menos falso y absurdo que ellos y siempre menos interesante y menos rico en sus ficciones. Prestando a los héroes de la antigua civilización Griega y Romana cualidades y aliento parecidos a los que la Literatura muerta a manos de Cervantes daba a los de la Edad Media, tuvo algún tiempo la inmerecida fortuna de excitar la admiración de los caballeros y las damas de París en el siglo de Luis XIV.
Mas estas desatentadas producciones dieron lugar a la Novela histórica, fruto de doctos y lozanos entendimientos. No me atrevo, como hacen otros, a colocar en esta clase El Telémaco del sapientísimo Fenelón; la crítica le ha concedido alto asiento entre las más ilustres Epopeyas, y no seré yo quien le haga descender de su merecido solio. Los Viajes de Antenor y sobre lodo Los del joven Anacársis de Barthelemy, bellos productos de tan generosa Escuela, en quienes compite la dulzura del agrado, con la riqueza de provechosa instrucción abrieron ancho camino a la prodigiosa pluma del gran Novelista Escocés. Si en nombre de los fueros debidos al Arte y a la Historia, deben mirarse con justo desvío los géneros antes mencionados por falta de colorido local y de ajustada exactitud a los usos y costumbres en los sucesos que refieren, la Novela basada en fondo histórico, que, sin alterar los hechos, transfórmalos con habilidad de manera que vienen a contribuir a la perfección y magia del conjunto, cumple nobilísimamente con su objeto y seduce, con razón, lo mismo a los espíritus ignorantes que a las más profundas inteligencias. Walter Scott a quien me he referido, no falsea la Historia: complétala unas veces en la vida privada, coméntala otras, y hace circular en sus escenas la animación y el encanto, como Prometeo en su estatua con el fuego que robó al Olimpo. Entre los caracteres históricos que aparecen en el fondo de sus pinturas coloca en relieve otros de pura ficción que reciben de su ingenio la vida y la inmortalidad. Destinados a personificar las virtudes, los vicios, los placeres y dolores de lo pasado revelan lo mismo la vida interior de las cabañas que el movimiento y agitación de suntuosos edificios, ante los cuales pasa la Historia sin juzgarlos y aun sin dirigirles una mirada indiferente. Imitadores y dignos émulos suyos son Bulwer y Manzoni. En ellos la Novela histórica, nutrida de copiosa erudición y dotada del envidiable instinto que penetra en los corazones y llega hasta el fondo de una época, no sólo no desmiente el título que lleva, sino que se convierte en complemento y en intérprete de la Historia.
No es cierto que la Novela de costumbres haya sido patrimonio exclusivo del siglo anterior y del presente, por más que se le deban los adelantos y aun la perfección con que se la ha visto salir bella y profundamente filosófica de varias insignes plumas. Conocíase entre nosotros en los tiempos y después del ilustre Soldado de Lepanto, especialmente en el género picaresco. Este imponderable escritor con quien la Providencia fue avara para la fortuna, pero largamente generosa para el genio, prueba en sus preciosas Novelas ejemplares que su pincel no se circunscribe a una clase social determinada; por el contrario que alcanza a todas y en todas dejó inmortal y provechosa muestra de su casi divino entendimiento.
Efectivamente en la Novela de costumbres, más todavía que en la histórica, ofrécese al ingenio el estado social entero con sus infinitos accidentes, con caracteres de inagotable variedad y con aplicaciones de utilísima enseñanza, si el error o un fin perverso no le conduce a degradar la inteligencia que le dio el Cielo. Un género literario, donde pueden aparecer los sentimientos de la humanidad limpios de toda mancilla por el espectáculo benéfico de las virtudes o por el retrato de su dignidad y grandeza, donde si hallamos también el cuadro de nuestros vicios y debilidades le vemos corregido por inevitables penas, si no por el arrepentimiento mostrado en ejemplares sacrificios, es de mayor precio, sin duda, que las otras clases novelescas, y tal vez que la histórica, en que si su lectura no es perdida para la virtud, tiende más al recreo e instrucción del espíritu que a nuestra perfección moral en el escabroso camino de la vida.
No disimularé, aunque con pena, que algunos Novelistas de esta última centuria abusando de las envidiables prendas de su fantasía: ora por corrupción del alma, ora por el deseo de hallar más fácil acceso en la muchedumbre, enseñan una Moral tanto más peligrosa, cuanto que la ostentan, dorada con apariencias de indudables virtudes: otros de conocida perversión social calumnian la santidad de la fé cristiana y despiertan en el alma del hombre locos pensamientos que después le producen larga y terrible cosecha de amarguras. ¡Cuántos horribles desastres han llevado esos aleves escritores al seno de familias virtuosas, seduciendo el corazón de la inocente juventud, siempre ligera y fácil para beber el tósigo que halaga sus instintos! Otros, en fin, arrebatando a los utopitas sociales sus absurdas elucubraciones sembraron (sembra+ron al revés y efecto espejo) semillas de eterna perdición. Cuando leíamos no ha muchos años en Tomás Moro, Owen, Saint Simon y Fourrier sus delirantes sueños, que no teorías deben llamarse las creaciones de su desatentada inteligencia sobre la igualdad social, lamentábamos el extravío del ingenio que busca al hombre por desusada vía una perfección imposible en la tierra. ¡Ah salir del Evangelio y de la Caridad preceptuada por Jesucristo, es engolfarse en un mar de tempestades y zozobras. Mas la extrañeza de la doctrina y el reducido número de sus lectores alejaban el peligro. No así en la Novela: el interés que inspira y el talento dramático con que sus autores presentan la igualdad, la apariencia de justicia con que la revisten, la natural conmiseración que despierta la desgracia, y la admirable rapidez con que se ha extendido su lectura basta los míseros tugurios, de tal manera ha producido apóstoles y prosélitos en las clases que lisonjean, que ya comenzaron a rendir frutos abominables. Y eso que no siempre sus autores siguieron la misma senda, semejantes a un espacioso campo en que junio a la maleza brillan flores de oloroso y suave aroma.
Por fortuna otros nunca mancillaron su fama tiñendo la pluma en el veneno de la inmoralidad. Richardson, aunque a veces demasiado lento en la acción, píntanos en seres verdaderamente celestiales una virtud purísima y la ejemplar resignación del infortunio; Godmisth (Goldsmith) sus retratos morales; la casta musa de Saint Pierre, la ternura apasionada de un amor inocente; Madame Staël, las ardientes y poéticas concepciones de Corina; Chateaubriand, la pureza y augusta majestad del Cristianismo; el humorista Richter, la exaltada idealidad de sus sentimientos; y Silvio Pellico el corazón humano venciéndose a sí mismo en los accesos del encono y de la ira. En este vario y delicioso espectáculo de situaciones y de caracteres interesantes, aparece la humanidad purificada del grosero egoísmo de la materia y transfigurado el hombre en la verdadera imagen del Todopoderoso que le inspiró su aliento soberano. ¿Quién no ve en nuestro célebre compatriota Fernán Caballero ese pincel tan feliz para los rasgos bellos del cuerpo, como para los divinos del alma, en cuyos cuadros retrata con viva y candorosa naturalidad nuestros usos y costumbres, aun los de las clases humildes; en que el horror de la miseria se dulcifica por el trabajo y la tranquilidad de una fé resignada; en que el furioso embate de las pasiones se estrella en el respeto al deber y en el ejercicio de las virtudes y en que si halla colores para el vicio encuentra consejos que lo templen, o arrepentimiento que lo destruya, o penas que lo castiguen?
¡Oh! La Novela en tales plumas y en otras que he omitido por no fatigar más la atención de tan ilustre auditorio, después de mostrarse como verdadero trasunto de la sociedad en que vive, es dulcísimo recreo del alma, lenitivo al enojo y penalidades de la tierra, estímulo constante al noble y generoso anhelo de las virtudes. Si su abuso trae el mal, el uso legítimo de inspirados ingenios infunde en nuestro corazón la idea purísima de la verdad, del bien y de la belleza. Y puesto que nació con el hombre, y es su compañera inseparable y no puede morir mientras él exista, si extraviada se prostituye corríjanla el Gobierno y la crítica; él impidiendo su circulación, ella con la inflexible severidad de sus censuras. La influencia, pues, que ejerce en las costumbres, la claridad con que la comprenden aun los más limitados entendimientos, la facilidad con que circula por todas las jerarquías sociales, y su mérito e importancia, como género literario, muestran ampliamente la razón de la Academia en juzgarla digna de imparcial y profundo examen.

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INFLUENCIA
DE LA NOVELA EN LAS COSTUMBRES.

La Literatura no es sólo un pasatiempo, es una gran potencia social, y debiera ser un sacerdocio.

I.

Cuentan de un Matemático, que, concluida la representación de un drama sublime, exclamó con desdeñoso acento: «¿Y esto qué prueba?»
- No faltan, si bien escasean por fortuna, pensadores rastreros que, como aquel mal avisado varón, creen insignificante o nula la influencia de la imaginación y del sentimiento en el progreso de la humanidad.

Espíritus mutilados, antes que confesar sus cualidades negativas, prefieren desacreditar las que no poseen: bien así como ciertos desalmados egoístas escarnecen el amor verdadero, porque son incapaces de sentir sus vivificadoras emociones. Encaprichados por las deducciones de un análisis inflexible, no aciertan a descubrir la íntima unidad que resplandece en el mundo intelectual, ni el parentesco y armonía de las facultades humanas, y venden por fortaleza metafísica la
estrechez y corto alcance de sus entendimientos. ¿Qué son para ellos las bellezas artísticas de más subido quilate? ¿Qué el lirismo profundo y trascendental de Schiller, de Lamartine, de Ulhand (Uhland)? ¿Qué los dramas de Shakespeare, las comedias de Molière, las novelas de Dikens (Dickens), las baladas de Richter y Schubart (Schubert)?... Golosinas del alma, frívolo pasatiempo, ocupación entretenida de los verdes años.
Oficioso, cuando menos, fuera demostrar la injusticia notoria de semejante opinión. Baste recordar que muchas verdades se deben a la maravillosa inspiración del sentimiento, guía luminoso e infalible de la razón, siempre ocasionada a extravíos y aberraciones. Baste proclamar que la imaginación no sólo ha esparcido flores, sino semillas preciosas que han fecundado y embellecido el campo de la Filosofía. La Loca de la Casa se ha llamado a la imaginación: enhorabuena; pero confiésese que si esta admirable facultad merece tan acerba calificación, ha tenido intervalos lúcidos copiosos.
Preciso es afirmar que si es condición ordinaria, ya que no imprescindible, de la influencia de una cosa, su importancia, la tienen en grado superlativo la imaginación y el sentimiento. Por otra parte la universalidad de estas facultades y la instantaneidad con que obran hacen inconmensurable su esfera de acción. Obvio y socorrido es raciocinar, en extremo raro y difícil aplicar provechosamente el raciocinio. Además, una imagen queda con eléctrica rapidez daguerrotipada, la explosión de un afecto verdadero, levanta, conmueve, agita, arrebata con portentosa celeridad; al paso que las operaciones lógicas del entendimiento son laboriosas y tardías, y penetran en él con la penosa lentitud de una cuña.
El consorcio de los mencionados elementos es un minero inagotable de producciones literarias, que adquieren toda la apetecible perfección (perfecion en el original) cuando las sazona el buen sentido y el arte puro las acrisola.
Las más trascendentales son sin disputa el Drama y la Novela. En tanto está reconocida la influencia del primero en las costumbres, en cuanto hacerlas saludable ha sido su objeto filosóficamente originario. Es incuestionable que las composiciones teatrales disponen de poderosos recursos que dan extraordinaria viveza y energía a las impresiones que producen. Prescindiendo de la Ópera, síntesis sublime de las Bellas Artes, el atractivo palpitante de la mímica, la ilusión de trajes y decoraciones, los mil matices de la entonación y casi siempre la melodía del ritmo, y la primorosa ornamentación poética, avasallan con su unidad el entendimiento, y con su variedad regaladamente señorean la fantasía. Sin embargo, el buen efecto de estas composiciones no sólo estriba en su bondad filosófica y literaria, sino en un mecanismo complicado que comúnmente malogra la ilusión dramática, sutil y quebradiza de suyo. Bastan para desvanecerla, la voz indiscreta del apuntador, la torpeza de un tramoyista, una distracción leve, un anacronismo chocante: a cuyos inconvenientes se agrega el conocer de antemano a los actores y hasta el prurito incorregible de lucir que, más que el cariño al arte escénico, reúne en nuestros teatros a una sociedad casquivana y antojadiza. Además: por enemigos que seamos de las cadenas que aherrojan al ingenio; preciso es aceptar las tradiciones clásicas en consonancia con los principios inmutables de la Estética: y no concebimos el efecto dramático sin la unidad de acción y hasta creemos indispensable la de tiempo en muchas ocasiones. Estas concausas neutralizan las inapreciables ventajas que tiene el género dramático en su abono. La Novela, al contrario: no ceñida a determinadas proporciones, los episodios artísticamente incrustados en su trama imaginativa realzan y suben de punto la acción principal, cosa de muy difícil logro en el Drama. En este la personalidad del autor se anula por completo: el interés debe ser superlativamente activo, debe brotar con enérgica viveza de las situaciones, no entorpecerse con las prolijidades de la palabra cuyas más inefables bellezas suelen escapar al público.
El Novelista teje descansadamente su tela narrativa, bordándola de mil primorosos detalles: retarda o precipita, a su sabor, el vuelo del tiempo; cambia con desahogo de lugares; retrata, pinta, describe con minucioso y sosegado pincel; observa, filosofa, perora, moraliza. Es un Cicerone entretenido e ingenioso que ameniza su relación con toda clase de ocurrencias. He aquí porque las impresiones que engendra la Novela sino tan eléctricas y subitáneas son tan poderosas, al menos, y duraderas como las que el Drama produce. Y si naturalmente influye en nosotros lo que con fuerza nos impresiona, claro está que las composiciones novelescas, han de ejercer en las costumbres una influencia real. A estas consideraciones generales se agrega otra de actualidad no poco valedera y atendible; y entiéndase que cuanto distamos de la influencia social de la Novela es implícitamente aplicable al Drama por ser géneros literarios que tienen idéntico origen filosófico y próximo parentesco.
Gran sembrador de ilusiones nuestro siglo (XIX), ha saludado todas las ideas, todas las teorías, todas las causas y apostolados con arranques de entusiasmo espasmódico: gran cosechador de desengaños, a sus idolatrías y apoteosis han sucedido el cansancio, la recelosa suspicacia, el desprecio burlón o la más glacial indiferencia. Por otra parte conserva muy vivos aún en su memoria los acerados epigramas de Voltaire y Beaumarchais, la terrible ironía de Göethe, los sarcasmos de Byron, las risas lúgubres de Heine y las cínicas bufonadas de tantos espíritus escépticos, más o menos superficiales, más o menos superiores, más o menos implacables. Por esto escasean de día en día los lectores de buena voluntad, los corazones entusiastas, los pensadores reflexivos que en el silencio de la meditación solitaria estudien imparcialmente las ideas nuevas o remozadas que cruzan en el mundo intelectual. Por esto se vuelve la espalda o se acoge con sarcástico desdén a los dogmatizadores de toda especie. Semejante desvío por la propaganda doctoral y ex-cátedra, acrecienta de una manera portentosa la importancia de las obras de imaginación y sentimiento y en particular la de las Novelas, cuya perenne popularidad les presta suma influencia. Así lo han reconocido numerosos escritores que han mirado este género literario como un vehículo poderoso para transmitir hasta las regiones más ínfimas de la sociedad, toda clase de ideas, principios y teorías, económicas, sociales, metafísicas, morales, fisiológicas, religiosas y hasta estéticas.

II.

Tan inoportuno como superior a nuestra erudición desmedrada fuera trazar aquí una historia crítica de la Novela: nos ceñiremos simplemente a indicar su influencia respectiva en las costumbres.
Cuando Roma, cansada de producir héroes, apenas acertaba a producir hombres, estalló en el Norte una tempestad de guerreros, asolando el ya caduco Mediodía. El primer género de Novela que encontramos después de tan inmensa transformación, es el caballeresco que, fielmente histórico al principio, va tomando proporciones maravillosas, fantásticas y absurdas, a medida que se aleja de su primitivo manantial. Llegado a su máximun de exageración, lejos de mantener ileso y pujante el espíritu poético de la Edad Media, producidor de belleza moral y literaria, desanuda los vínculos que a la verdadera y alta poesía le ligaban; lejos de envalentonar los bríos no domados del valor heroico, infunde un ardor infecundo a las imaginaciones, y deja frías las almas; lejos de inspirar el amor cristiano que da al juicio lo que es del juicio y al corazón lo que es del corazón, endiosa a la mujer, sin tributar a sus buenas prendas un homenaje práctico y positivo. Y como el absurdo en Literatura es señal infalible de disolución y muerte, he aquí porque la Novela caballeresca estaba ya mortalmente herida cuando el insigne autor del Quijote le asestó su rudo golpe de gracia. No se achaque, pues, a esta obra una influencia sobrado lata, ni una intención anti-poética, incompatible con el alma nobilísima de Cervantes, que rendía un culto altamente acrisolado por sus inmortales proezas, al honor, al valor y a la Religión, principios fundamentales del sistema caballeresco. En horabuena que se considere el Quijote como un símbolo a posteriori de la eterna lucha entre el espíritu de la Poesía y el de la Prosa: pero creer que Cervantes tuvo intención de crear este símbolo, para entregar a la risa del vulgo las aspiraciones ideales de un corazón hidalgo, es una suposición gratuitamente injusta y una metafísica aberración de la crítica moderna. El Quijote tuvo una inmensa influencia literaria y social. Basada en la moral práctica de un buen sentido lleno de serenidad y fortaleza, anatomizadora risueña y benévola de los sentimientos humanos, no su disecadora feroz, esta obra inmortal es una continua y maravillosa fiesta para la imaginación y un alimento sano para la inteligencia que nutre y satisface con todo género de saludable doctrina y enseñanza. En ella Cervantes no desencanta ni desilusiona; alecciona sí, y con apacible sátira blandamente castiga a la vanidad, enfermedad crónica de corazones flacos, y a la inmoderada sed de ideal, dolencia de fantasías extraviadas: enemigas irreconciliables ambas del trabajo modesto, del resignado y humilde deber, de la santa monotonía de las fruiciones domésticas y de todo sosiego del alma. Aunque nos sea, pues, imposible señalar con datos positivos la influencia histórica del Quijote en las costumbres populares, racionalmente hablando debió tenerla real y efectiva si se atiende a la curiosidad inmensa que despertó en lodos los ámbitos del mundo civilizado y a la avidez con que fue en todas partes leída. La influencia literaria del Quijote es incuestionable: fue la llave de oro que abrió las puertas del templo de la belleza moderna.
«Cervantes fue para Europa, dice Enrique Hallam, lo que Ariosto para Italia y Shakespeare para Inglaterra.» Con su insigne producción no sólo inauguró la Novela cómica, sino la de costumbres en toda su latitud y perfección concebibles.
En la misma época nació la Novela pastoral y un siglo después la heroica, baturrillo informe (batiburrillo), abigarrada mezcolanza de las reminiscencias caballerescas y de las pastorales. Géneros ambos puramente convencionales, estriban en un orden de cosas falso, inverosímil y absurdo. Frutos enfermizos del mal gusto impotente, pudieron, a lo más, tener un éxito de boga, pero no influencia alguna en las costumbres, y ahora sólo pueden servir para conciliar agradablemente el sueño.
Contemporáneo de estos géneros ficticios fue el género de Novela más verdadera e importante de los tiempos modernos: la Novela histórica, a la cual imprimió Fenelón el sello característico de su exquisita elegancia y delicadísimo buen gusto. Imitaciones del Telémaco fueron Los Viajes de Antenor, El Filoctétes y Los Viajes del joven Anacársis, obra trascendental del Abate Barthelemy.
Pero quien fijó definitivamente las condiciones literarias de la Novela histórica fue Walter Scott que realizó el consorcio dificilísimo entre la erudición amiga de pormenores, analítica y minuciosa; y la fantasía esencialmente sintética y generalizadora. Pocos imitadores dignos de él ha tenido el insigne Escocés. Entre ellos descuellan Fenimore Cooper y
Manzoni (Mauzoni en el original, Manzoni anteriormente). No hablaremos de otros ingenios fecundos que con una mano hojean la Historia y con otra tejen sus Novelas históricas; que hacen figurar siglos en lugar de épocas y generaciones en lugar de personajes. Su inventiva es portentosa; su fuerza dramática sin igual; su estilo lleno de primores, pero calumnian los tiempos, exageran el colorido local, o lo anulan, y estos son defectos capitales sin compensación cuando de Novela histórica se trata.
Este precioso género novelesco tiene grande influencia moral. Es el archivo de las tradiciones que mantienen el amor patrio, así como el respeto a los hechos de los antepasados acrecienta y enardece el cariño a la familia. Y urge sobremanera en nuestro siglo presuntuoso, olvidadizo y tan aferrado a lo presente, equilibrar el desatentado egoísmo o las aspiraciones locas hacia un porvenir de felicidad inasequible, con el santo amor a las tradiciones, con el respeto imparcial, no ciego, a los tiempos pasados.

III.

La Novela que ejerce sobre las costumbres más directa y poderosa acción, es sin disputa la de costumbres contemporáneas puesto que de ellas saca su alma, su vida, su influencia.
El trato habitual con la sociedad influye en nosotros de una manera superficial e imperceptible. Ni la sagacidad observadora es don otorgado al común de las gentes, ni las costumbres sociales se presentan a menudo bajo un punto de vista plástico, o digamos, convergente, como los rayos solares que se reúnen y unifican en un foco de cristal, para que causen en nosotros una impresión enérgica y profunda. Raras veces la observación cotidiana y vulgar acierta a descubrir los resortes internos que mueven a la sociedad; rarísimas logra ver pintorescamente contrastados los caracteres que en ella resaltan y agrupados de una manera típica los rasgos, perdidos entre la multitud, de la infinita variedad de fisonomías morales que aquella sin tasa ni agotamiento ofrece. Esta percepción analizadora al principio y sintética después, pertenece al dominio del artista y del escritor, y en ella se cifra su mayor y más preciada gloria. No se nos tilde, pues, de paradojales (paradójicos) si afirmamos que una Novela de costumbres briosamente escrita por un genio observador puede impresionarnos con más viveza que el espectáculo ordinario y frío de las costumbres mismas.
Estas indicaciones bastan para evidenciar la grande importancia que tienen las composiciones novelescas de un género esencialmente social, conocido ya de la Antigüedad griega y romana (1) bajo la forma candorosamente descarada peculiar a sus respectivas civilizaciones; cronista rudo en la edad media; completamente literario, aunque superficial, en los siglos XVI y XVII, y que en la actualidad ha adquirido proporciones alarmantes, y una popularidad excesiva: gracias al carácter esencial del siglo que corremos. En efecto: preciso es que confiesen los más encaprichados optimistas actuales que nuestro siglo está sobradamente pagado de sus luces y enamorado de sí mismo. He aquí porque huelga tanto de verse retratado y reproducido de mil diferentes maneras. He aquí porque los escritores de todos calibres, ansiosos de acariciar sus antojos y presuntuosa manía, multiplican al infinito bocetos, esbozos y estudios íntimos de su fisonomía moral.
(1) Así lo atestiguan el Asno de Oro del Filósofo platónico Lucio Apuleyo (Apuleio, Apuleius) y el Satiricon (Satiricón) de Petronio: cuadro libidinoso de las costumbres corrompidas del tiempo de Neron (Nerón).
Dos escuelas diametralmente opuestas dominan en la Novela de costumbres contemporáneas: la idealista y la realista, cuyo exclusivismo conduce o a la abstracción sobrado metafísica o poética o al prosaísmo enemigo de toda artística belleza. El porvenir fecundo de ambas escuelas estriba en su discreto consorcio y armonía; realizado ya por los modernos Novelistas Ingleses y Alemanes, por algunos Franceses, desgraciadamente pocos, y por la ilustre Andaluza que vanamente quiere achicarse y escapar a sus legítimos triunfos con su modestia ejemplar y falta absoluta de pretensiones, Fernán Caballero.
Tan variadas y de tan diversa índole son las Novelas de costumbres que se hace cuesta arriba agruparlas bajo clasificaciones naturales. Sin embargo, no es difícil formar algunas, fijándose en los caracteres que más especialmente distinguen a aquellas. Víctor Hugo y Balzac, imitadores a su manera de Göethe, han dado formas tangibles a un género de Novela que podemos llamar psicológica y que tiene infinitos adeptos. Los Novelistas de esta escuela bajan al fondo del corazón humano, como los buzos al fondo del mar, y lo anatomizan y disecan. Pero, casi todos pesimistas, calumnian al constante objeto de sus inexorables observaciones, o traspasan los límites y alcance de su propia sagacidad: achaque común de sistemáticos y exclusivos ingenios. El defecto capital de estos anatómicos morales suele ser un descarado escepticismo que corroe las costumbres como la gangrena devora la carne, y una adoración sin límites a los placeres sensuales y al gigantesco orgullo. Novelistas hay sin pudor ni conciencia que prostituyen dotes intelectuales de muy subido precio arrancando a las almas bien nacidas su preciada corona de sentimientos puros, su aureola santa de candor y honestidad. Si se castiga con la pena capital a los envenenadores públicos, ¿qué pena será proporcionada al inmenso crimen de estos asesinos de almas? ¿Puede compararse tal vez la muerte del cuerpo, con la vida infernal del cancerado cínico que nada cree, que nada espera, que devora su existencia, que lucha y forcejea dentro del vacío y las tinieblas: que reniega de lo pasado, se hastía de lo presente y cierra los ojos a lo porvenir, inmenso y desolado como un desierto sin límites cubierto con un sudario de nieve? Vale más morir con esperanza que vivir sin ella. Y a no pocos la han hecho perder muchas Novelas semejantes. En ellas se endiosa el egoísmo, la más ruin de las flaquezas humanas; se escarnecen los inviolables vínculos de familia; se ponderan los placeres del lujo más insolente, de la sensualidad, del juego, de la embriaguez. ¿Y cuántos jóvenes magnetizados por un Novelista de esta especie no han soñado la vida como una continua y desenfrenada orgía de voluptuosidad y materiales fruiciones? ¿A cuántos la impotencia de realizar sus sueños, no ha puesto el veneno o la pistola en la mano? Y no son estas frases de melodrama; no. Una lógica fatal conduce al suicidio al que concibiendo sólo la existencia como una fiesta suntuosa y oriental, síntesis de todos los goces corporales, tiene que tascar el freno del trabajo, luchar con la miseria o estrellarse contra la cárcel angosta del deber, que es para otros un paraíso de escondidos y regalados deleites. Si los Novelistas escépticos y cínicos meditasen las terribles consecuencias que pueden ocasionar sus producciones; las tempestades vertiginosas que pueden levantar en las almas tranquilas y honestas, no tendrían valor seguramente para abandonarlas a la curiosidad pública, que engolosinan con la popularidad de su nombre y el poderío seductor de su ingenio. Variedad original de la Novela escéptico-psicológica y cínica es la humorística: hija del Norte y que tiene pocos representantes en el Mediodía.
Género esencialmente contrario por su tendencia moral y literaria a los indicados es el conocido bajo el nombre de Novela Casera o Familiar, nacida en el seno tranquilo de la buena sociedad Inglesa, trasplantada con éxito felicísimo a Alemania, y que tiene ya estimabilísimos imitadores en Francia y en España.
Sus argumentos son sencillos y sobrios: suelen ser delicadísimos cuadros que tienen por marco el sagrado recinto del hogar doméstico, y las pasiones que en estas preciosas novelas hierven no turban el alma ni la conciencia, no ocasionan vértigos ni alucinamientos. Se parecen a la sangre fresca y pura que lozanea en un cuerpo bien constituido y sano. Los personajes que en ella figuran están diseñados con la exquisita verdad y maestría que resplandece en las telas delicadas de Miéris y Van Ostade.
Por la índole misma de la Novela familiar puede conocerse lo saludable y provechoso de su influencia en las costumbres. Himnos de bendición salidos de todas las inteligencias sanas y de todos los corazones honrados saludan los crecientes triunfos de la Novela casera: protesta generosa de ingenios inmaculados y esclarecidos que no conciben la Literatura y el Arte sin los principios vivificadores y eternos de la Moral: que desestiman el talento, cuando el dulce calor de la buena conciencia no le nutre y robustece.


IV.

Como en la primera juventud la lectura de Novelas tiene un atractivo extraordinario, y en ella cabalmente adquieren las costumbres un desarrollo, si no definitivo, aproximado, creemos oportunas algunas indicaciones sobre la conveniencia de la mencionada lectura en la edad juvenil, que darán fin y remate a este informe y desaliñado bosquejo.
Piensa el ilustre Bacon (Francis) que el placer instintivo que las historias ficticias nos hacen experimentar, patentiza con esplendidez la dignidad y grandeza del entendimiento humano. En efecto: mal hallada la razón con la multitud monótona de intereses ruines, de chocantes injusticias, de pequeñeces y miserias que suelen formar la urdimbre de nuestra vida, apetece un orden social más que el común, poético, variado y agradable. De aquí el regalo y deleite que a nobles almas proporciona el desplegar de cuando en cuando sus vagorosas (vagarosas) alas y cruzar a sus anchuras los dominios inmensos de la fantasía. En esta aspiración y en el placer que satisfaciéndola sentimos, debemos buscar el origen primordial de las fruiciones novelescas.
Sentado el principio de que tan importante género literario no es postizo ni convencional, sino que se funda en una necesidad soberana de almas bien nacidas, atemperada por el mayor o menor predominio de la imaginación y del sentimiento, veamos hasta qué punto es racional el prohibir a la juventud la lectura de novelas.
Funesto achaque de la educación doméstica suele ser el exclusivismo. Los Padres de familia, unos por ineptitud, otros por hábitos inveterados, y casi todos por desconocer la importancia de sus deberes, creen haber cumplido su misión sagrada promulgando para sus hijos una especie de ordenanza sucinta, uniforme e inexorable, en cuyo riguroso cumplimiento cifran toda la educación paternal. El Padre cuya existencia está absorbida por gananciosas especulaciones, no inculca a sus hijos sino ideas de economía y de cálculo mercantil. Aquel otro que ha encanecido en las investigaciones laboriosas de una infatigable erudición, sólo mira en sus hijos los continuadores de sus estudiosas tareas. El que se halla imbuido en ideas de exaltado misticismo y cuya alma pura y tierna se alimenta del rocío celestial de la comunicación divina habla siempre a sus hijos el lenguaje de León y de Granada. El código de educación del primero dirá: «ganad.» El del segundo: «estudiad.» El del tercero: «orad.» De aquí resulta que la educación doméstica peca generalmente de exclusivista y manca, por no atender al desarrollo armónico de las facultades humanas; de absurda y desproporcionada, por no variar los medios de aplicación según las circunstancias intelectuales, morales y hasta físicas de los hijos.
Indudablemente existen principios invariables, y, por decirlo así, dogmáticos, que deben servir de base a toda educación; pero la mayor parte de ellos deben amoldarse al carácter, inteligencia y temperamento de los educandos.
Olvidan este axioma de Filosofía moral los padres timoratos que suelen anatematizar inflexiblemente la lectura de Novelas. No advierten que esta prohibición absoluta, cuando recae sobre imaginaciones fogosas, a fuer de juveniles, y sobre corazones sedientos de emoción, puede originar, ya una languidez intelectual progresiva y enervadora, ya una aquiescencia hipócrita a la orden paterna, o bien una descarada rebelión contra ella. De todas maneras siempre será peligroso el sistema de educación que prescinde del corazón y de la fantasía, justamente en una edad en la cual suele ser su esclavo el juicio más prematuro. Porque peligroso es poner los deberes de la juventud en abierta contradicción con sus instintos reales y buenos, con sus necesidades verdaderas.
No desconocemos hasta qué punto deplorable ha prostituido la Novela su misión moral. Muchos jóvenes debemos confesar paladinamente que si las flores purísimas y virginales de nuestra alma se han marchitado, cabe de ello no escasa culpa a la acción paulatina y letal de las Novelas escépticas francesas, por desgracia las más populares en la Nación Española. Pero los mismos estragos que este género bastardeado escandalosamente ha producido en las costumbres sociales, patentizan que, encarrilado dentro de los límites de la moral, puede servir de elemento poderosísimo para purificar y perfeccionar la naturaleza humana. La cuestión principal se reduce al tino necesario para escoger las Novelas cuya moderada lectura debe producir en los jóvenes tan lisonjeros resultados. Cervantes, Fenelón, Richardson, Walter Scott, Saint Pierre, Madame Genlis, Chateaubriand, Manzoni, Daniel de Foé (Defoe : ejemplo Robinson Crusoe), Dikens, Julio Sandeau, Fernán Caballero y algunos otros han hecho esfuerzos sublimes para mezclar en sus inmortales novelas la moral más sana y castiza con una erudición sólida y variada, con una sagacidad de observación maravillosa, con lo sabio, ameno y deleitable de la invención y con todas las gracias, primores y magnificencias del estilo. ¿Por qué privar a la juventud de un tesoro tan inestimable de observaciones exquisitas, de saludable instrucción, de sabroso y mágico entretenimiento? ¿Por qué ponerla en la alternativa de anular una necesidad o deseo irresistible, o de abandonarse a hurtadillas a una desenfrenada lectura de Novelas, sin discernimiento ni tino, con riesgo inminente de que pervierta de consuno su inteligencia y su corazón? Vale más, pues, que los Padres concedan a sus hijos facultad limitada de leer Novelas, que no que se la tomen ellos desmedida.
Ni por trivial es menos exacto y atendible el principio de que el más sabroso aliciente de un goce cualquiera, es su prohibición. Si pernicioso en alto grado sería adoptar sin restricción alguna este axioma, triste prueba de nuestros instintos aviesos y rebelde condición, desestimarlo por completo fuera exponerse a crueles y tardíos desengaños; y el no tomarlo en cuenta en la educación privada y pública, pudiera acarrear, sobre todo en nuestra época, consecuencias lamentables. Aunque sea doloroso consignarlo, preciso es confesar que los hábitos de sumisión ciega son, en la juventud actual, sumamente débiles y escasos. Hierve en su seno el orgullo, hierve la rebeldía: y sólo con la dulce violencia de la persuasión, con miramientos exquisitos y delicados, con mañosas y oportunas concesiones, puede reducírsela a la docilidad y mansedumbre. Ilusorio, sobre inútil, es empeñarse en aislar la educación en medio del siglo, cuya vida, cuyo aliento debe infiltrarse por precisión en la existencia más retraída y sigilosa. He aquí porque si rechazamos desembozadamente toda transacción con el siglo en materia de Ortodoxia católica, y de aquellos soberanos principios de Moral esculpidos por la Omnipotente diestra en el corazón humano, creemos, no ya provechoso sino indispensable amoldarse a ciertas exigencias de la sociedad actual que no traspasan los linderos de lo lícito y de lo honesto. Tal es, sino en todas sus aplicaciones, al menos en su esencia, la necesidad estética que ha dado origen a las composiciones teatrales y a las novelescas: géneros literarios igualmente puros y nobilísimos en épocas de gloriosa recordación; igualmente bastardeados en la nuestra, más aficionada a fruiciones vivas y pasajeras que al culto sosegado e incesante de la belleza artística, inseparable compañera de la verdad. Ciñéndonos a la Novela, objeto principal de estas observaciones, nadie desconoce cuán general es su lectura hasta en las clases menos cultas e instruidas de la sociedad. Como hemos dicho antes y ha observado felizmente un profundo pensador, D. José Maria Quadrado, con la certera sagacidad que resplandece en sus inestimables escritos: «El siglo décimonono, a fuer de vanidoso y enamorado de sí mismo, huelga de ver retratada su múltiple fisonomía, sus costumbres, su vida moral.»
La Novela moderna con sus formas holgadas, sus vastos argumentos, su asombrosa variedad de situaciones y localidades, su estilo no sujeto a traba alguna, su facilidad en echar mano de todos los recursos narrativos, dramáticos, poéticos, pintorescos y hasta musicales, reúne cuantas condiciones puede apetecer el escritor de costumbres para retratar al siglo-Protéo.
He aquí porque desde el vergonzante folletín de los periódicos, hasta las publicaciones lujosas de los más afamados Editores, las Novelas de Costumbres son el entretenimiento cotidiano, el favorito solaz de innumerables personas. ¿Bastará una simple prohibición para que la juventud, ávida de emociones, aparte su curiosa vista de aquellas páginas apetitosas, y cierre el oído a los acentos del mágico narrador que quiere a todo trance hechizar su fantasía? ¿No será obrar más cuerdamente permitir a los jóvenes la lectura de buenas Novelas, como esparcimiento honestísimo del alma, como recompensa de los adelantos hechos en los estudios severos y laboriosos? Una vez formado el buen gusto moral y literario, más emparentados de lo que generalmente se cree; una vez arraigado en el corazón impresionable de la juventud el amor sacrosanto de la verdadera belleza, no lo duden los Padres de familia, este doble instinto de sus hijos rechazará infaliblemente toda lectura peligrosa. Por otra parte es en extremo necesario, particularmente en un siglo tan sensual como el nuestro, cultivar con ahínco todas las facultades intelectuales de la juventud para que en este cultivo llegue a cifrar algún día sus más preciados deleites. En la lucha encarnizada y perenne del alma con los sentidos, fuera enorme desbarro despojar a la primera de ninguna de sus armas defensivas. No se olvide nunca que, después de la virtud, el deber más alto del hombre es su perfeccionamiento intelectual; y que en la economía moral, lo mismo que en la física, ninguna función es inútil y todas tienen su origen en Dios.

FIN.

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