martes, 26 de octubre de 2021

XIV. MORIR SONRIENDO.

XIV. 

MORIR SONRIENDO. 

I. 

Cuidado que es mucha serenidad y sangre fría!

- Hombres de ese temple se echan al suelo bajo una lluvia de balas, y se duermen como si se acostaran en un lecho de flores. 

- He visto batirse y me he batido también. Trances ocurren en la guerra que hacen erizar los cabellos de espanto, y es menester presenciarlos para comprender bien toda la energía de que es susceptible el corazón humano. De camaradas, y aun de enemigos, pudiera referir no pocos de estos lances; pero, francamente, el de hoy es cosa que me deja aturdido.

- Y cree V. que nosotros los marinos, añadió un tercero, en punto a valor tenemos que ceder la palma a los militares? En esas luchas a brazo partido con los elementos desencadenados las situaciones críticas no son menos frecuentes ni menos espantosas. 

- Sin embargo, replicó el primero, una cosa es hallarse de improviso cara a cara con el espectro de la muerte, otra evocarlo tranquilamente, como hacían con los diablos los nigrománticos de la edad media. 

- Resignarse a morir dentro de pocos momentos es lo que repugna, contestó el marino; pero hecho este supremo esfuerzo que la muerte sobrevenga o no, eso no quita. 

- Sí quita. Por grande que sea la inminencia del peligro siempre queda un resquicio a la esperanza, y no es lo mismo pugnar en valde para abrir una puerta que cerrarla con mano firme a todas las eventualidades de salvación. 

- Tener aliento para comer y beber, dijo el militar, viendo sobre su cabeza la espada de Damocles pendiente de un hilo, prueba es de gran corazón; pero irse a sentar a la mesa sabiendo de fijo que el hilo ha de romperse...? 

En esta conversación que tenían de sobremesa unos cuantos amigos; ¿cuál era el asunto de que se trataba? Quién el héroe sobre cuyas últimas proezas recaía su conversación? Triste es confesarlo, un suicida. 

La capa del mundo es aun más holgada que el manto de la caridad, pues basta aquella para abrigar al pecado si este solamente al pecador. El mundo, que ha canonizado ciertos errores y flaquezas, no puede ser sobrado rigorista con las demás, y no es extraño que encuentre sofísticas escusas para ciertos crímenes el que otros crímenes abiertamente patrocina. En el código de su moral faltan no pocos artículos, y esta omisión no se limita a culpas leves, a debilidades de menor cuantía. Juez ridículamente severo contra faltas que no llegan a veniales, debía mostrar la antítesis de su carácter absolviendo monstruosas aberraciones, que cuando no las absuelve las disculpa, y cuando a disculparlas del todo no se atreve, busca en sus condiciones y circunstancias algo que ceñir de una aureola resplandeciente. 

El suicidio de los dementes no es el que inspira a los dramaturgos, ni el que ofrece trágicas situaciones a los novelistas. Ante ese deplorable resultado de una enfermedad cerebral el mundo pasa de largo con ojos más o menos enjutos, apartándolos de un espectáculo que le repugna sin interesarle. Pero así como los frenéticos más furiosos en sus lúcidos intervalos usan el lenguaje y las acciones de los cuerdos, sin que por esto merezcan llamarse tales, así tampoco se puede recurrir siempre a la demencia para atenuar el horror de un acto, que debiera ser propio y exclusivo de la enajenación mental llevada a su último extremo. La filosofía pagana y la moderna paganizada han hecho la apología del suicidio premeditado, y los que a tales conclusiones no llegan se contentan admirando la serenidad en los preliminares, la fuerza de voluntad con que se prosigue, la sangre fría con que se consuma a veces tan horrible atentado. 

Esta fatal admiración, que ocupa el lugar debido al público anatema, es una especie de perdón que se arroja allí donde tal vez no cabe el de un Dios infinitamente misericordioso. 

Por otra parte el periodismo se empeña en servir de lazarillo a los delegados del Gobierno para formar la estadística criminal de las naciones. Ninguno de estos dolorosos acaecimientos se escapa a su olfato de sabueso, ninguno se substrae a la publicidad de su registro, y sólo Dios puede conocer el grado de complicidad del periodismo en esta serie de catástrofes, borrón asqueroso de la civilización moderna. La ciencia no ha desdeñado este problema; pero a pesar de las observaciones de la ciencia y de la historia, se continúa tomando nota de los suicidios que ocurren, refiriéndolos con sus pelos y señales, divulgándolos a son de trompeta, y acostumbrando los ánimos a tan mal género de impresiones. Así tal vez se ven secundadas las criminales aspiraciones de esos nuevos Eróstratos, cansados de luchar con sus indomables pasiones o con su adversa fortuna. Resueltos a poner término a sus días de una manera violenta, saborean de antemano el efecto que ha de producir su horrible atentado, meditan el plan como si tuvieran que componer un drama, lo rodean de circunstancias teatrales, escriben su última carta, nuevo linaje de manifiestos, y saben que a la mañana siguiente su nombre andará en lenguas, su valor será reputado a toda prueba, su desesperación les conquistará la fama de un día. Fama de un día, sí; ¿pero acaso es mucho más duradera la que obtienen hechos de suyo plausibles y gloriosos? 

Y esto era cabalmente lo que había sucedido. 

Asombro de unos, escándalo de otros, y sorpresa para todos fue aquella mañana la noticia de haberse suicidado uno de los jóvenes más elegantes y bienquistos de la sociedad barcelonesa. Pasaba apenas de los treinta años, y por cierto que a los ojos del mundo no podía contarse en el número de sus desheredados. Aquellos para quienes vivir es sinónimo de gozar, bien persuadidos estaban de que le había tocado uno de los mejores asientos en el banquete de la vida. Escasas ocupaciones interrumpían su cadena de placeres; su jovialidad y su facundia le distinguían en las reuniones de amigos, y en las que intervenía el otro sexo llevábase no solamente los ojos de jovencillas inexpertas, sino que se fijaban en él con peligrosa complacencia los de aquellas mujeres, que creyéndose fuertes y jactándose de virtuosas, gustan sin embargo de acercarse al borde y echar una furtiva mirada a los abismos del vicio. Quién se hubiera atrevido a decir que tal vez merecería de lástima lo que se le tenía de envidia? 

La víspera se le había visto en el café charlar y bromear con los concurrentes, después aplaudir en el teatro a una bailarina, más tarde obsequiar indistintamente a varias señoritas en un sarao, y concluido este, con su mismo traje de baile, sin que le temblara el pulso, sin una ligera incorrección, sin una falta de ortografía escribió su postrimera carta dirigida a un amigo. 

De esta carta, a cuya tinta, fresca aún, se mezcló la sangre de su autor, circulaban copias que se robaban de las manos, se leían con avidez y se comentaban de mil maneras; pero ni el más paciente descifrador de jeroglíficos, ni el más hábil intérprete de textos oscuros hubieran podido sacar en limpio la causa ocasional de tan horrible suceso. Todas sus conjeturas tendrían de aventurado todo lo que tuvieran de ingenioso. El desgraciado joven se había reservado la originalidad de no hacer al público partícipe de sus secretos. Pudiera decirse que le embromaba desde la huesa. Su carta, especie de capitulo humorístico de unas memorias de ultratumba, picaba la curiosidad y al mismo tiempo la desorientaba; allí un pensamiento delicado se codeaba con un feroz sarcasmo, una frase sentimental se entrelazaba al chiste más imprevisto, y todo con tanta naturalidad, con tal carencia de afectación que por ninguna parte podía rastrearse la huella de un espíritu preocupado y sombrío. Decía en un paréntesis: “son las tres y catorce minutos: principio un rico habano, espoleta de nueva invención, puesto que al concluirse estallará mi cabeza como una bomba." Y en efecto, cuando al ruido del tiro acudieron los vecinos y le encontraron cadáver con el cráneo destrozado, su reloj de oro no señalaba todavía las cuatro, y la punta de su cigarro ardía en el suelo. 

Proseguía la conversación de sobremesa cuando un joven abogado de Gerona que había guardado silencio, dijo: esto es morir con la sonrisa en los labios, dicen ustedes, no me opongo. Yo no trataré de investigar si este fenómeno moral proviene de una excitación nerviosa, ni si es afectada o sardónica la tal sonrisa. 

- De todos modos es prueba de una carencia absoluta de miedo a la muerte. 

- Pero no prueba que esta falta de miedo a la muerte no sea por sobra de miedo a otra cosa peor. 

- Peor? 

- Sí; la grandeza de los males de la tierra depende mucho de la imaginación. Esta, que no la razón, es quien suele medirlos. Sócrates forzado a beber la cicuta manifestó que no temía a la muerte; pero al dársela Catón, ¿quién asegura que no fuese por un miedo cerval a la humillación de su derrota, a la pérdida de su prestigio, al sonrojo de ver triunfantes a sus enemigos? 

Quién asegura que no le amilanase, más que la guadaña de la muerte, la mirada de César? 

- No, su amor a la patria, su apasionamiento a las formas republicanas... 

- Pamplinas! Qué ganaban la patria ni la república perdiendo una espada que en casos dados pudiera aun servir para defenderlas? 

- Pero, le parece a V. que un cobarde tendría ánimo para hincarse un puñal en el pecho? 

- Y les parece a ustedes que es para cacareado el valor de arrostrar la muerte cuando no se tiene el de arrostrar el sufrimiento? Ustedes hablan del desprendimiento de la vida como de un heroico despilfarro; pero convendría saber qué concepto han formado de su propia vida los que atentan contra ella, cómo la definen? cómo la juzgan? cuáles son sus verdaderas apreciaciones? 

Si tantos poetas no mintiesen nada tuviera de extraño que se suicidaran. Algún filósofo, o mejor sofista, se ha valido de una comparación que no sé si es muy propia: quitarse la vida es desnudarse de un vestido: pues díganme ustedes, ¿tendrían por muy generoso a un caballero que diese a un pobre su gabán estrecho, raído, incómodo, de un color y de un corte que ya no fuesen de moda? No se maravillarían ustedes con más razón de una señorita que vestida ya de baile obedeciera sonriendo a su madre al decirle esta: Mira, niña, la vecinita de enfrente no tiene traje para presentarse en el baile, dale el tuyo, y quédate en casa? 

- No hay señorita alguna capaz de tanta resignación y desprendimiento.

- No? pues escuchen ustedes una sencilla historia en que por desgracia o por fortuna he tenido alguna parte. 

- Cuente, cuente V. don Narciso. 

- La contaré, pero a mi manera, dejándome llevar de mis inspiraciones, y dándole un colorido en armonía con mis ideas y sentimientos. 

- Es muy justo. Escuchamos con religiosa atención. 

- Mil gracias. 

Bebióse D. Narciso un vaso de agua, pasóse el pañuelo por los ojos como si tratase de enjugar una lágrima oculta, y continuó poco más o menos en los términos siguientes. 


II. 


Que una pequeña circunstancia influya mucho en los destinos y vida de las naciones, punto es en que no conviene la filosofía moderna. Haciéndolo depender todo de un conjunto de graves causas existentes en épocas determinadas, ninguna fuerza da a tal o cual menudo hecho que pudiera haber servido de obstáculo a su desarrollo. Como si el quitar o añadir una incógnita de valor insignificante no trastornase enteramente el más complicado problema! Sea empero de esto lo que fuere, ello es que en cuanto al destino de los individuos tenemos sobra de ejemplos para desconocer que la Providencia se vale de los más vulgares incidentes para llevar a cabo sus designios. Paréceme a mí que ni tendría ahora la mujer que tengo, ni tampoco llevaría la vida que llevo si por una pamplina, que ya no recuerdo, no me hubiese disgustado con mi patrona cuando estudiaba leyes en esta Universidad. Si no me hubiese puesto la ensalada cruda, o mullido poco la cama o dejado sin agua la jofaina quizás me hubiera entregado a la política, y quizás a estas horas sería un potentado... o un perdido. Pero me incomodé por alguna fruslería de estas, y después de cinco años cambié de habitación, tomándola en una calle de las menos concurridas. 

Desde el balcón de mi tercer piso descubrí el fronterizo de unos entresuelos, y al través de sus cortinillas de muselina una cabeza de mujer tan perfectamente modelada que empecé a desperdiciar horas y más horas en contemplarla. Centinela perdurable, tan sólo para lograr un momento en que pudiera ver su rostro a todo mi sabor, qué de planes de conquista, qué de ensayos pantomímicos, qué de combinaciones telegráficas hilvanó mi imaginación! Tiempo perdido. Aquella joven (porque ya suponen ustedes que una mujer tan constantemente espiada era joven y sumamente hermosa) no levantaba la cabeza de su labor, ni se asomaba al balcón, ni salía de su casa más que para la iglesia. Y aun así solía acompañarla la esposa de su hermano que, aunque joven y bonita, equivalía para mí a una escolta de Dragones

Cambié de rumbo sin perder de vista mi objeto, y los vientos me fueron más favorables. Bajo del balconcillo había una tienda ocupada por su hermano que trabajaba de tallista; este era el reducto avanzado que me importaba tomar antes de dirigir mis fuegos a la ciudadela. Con pretexto de unos adornos empecé a menudear visitas al taller, a prolongarlas, a granjearme la confianza de aquel feliz matrimonio, y concluí por penetrar en el deseado cuartito de arriba. Aquello era el santuario de un ángel: la atmósfera que allí se respiraba era la de un templo. La lindeza de aquella joven, sus agraciados contornos, su pudoroso continente, su modesto aliño, y sobre todo la dulzura, el encanto inexplicable de su voz me dejaron como aturdido, como alelado. Qué pronto sus palabras fueron bastante poderosas para modificar, para cambiar radicalmente mis ideas! Señores, ustedes se burlarán de mí si les digo una cosa; mas no me importa. El resultado de algunos meses de conversación, de honesta familiaridad, de tierna correspondencia con aquella joven fue por mi parte una confesión general. Ah! si ustedes hubiesen conocido a mi adorada Rosalía! 

Si ustedes supieran lo que es amar y ser amado de una de estas jóvenes que con toda propiedad son llamadas ángeles en la tierra, no tanto por la gentileza de sus formas como por la pureza exquisita de sus almas! Si ustedes vieran qué dulcemente brilla el amor al abrigo de un recato virginal y de una inocencia inmaculada! Si experimentaran ustedes lo que es una pasión que se eleva cuanto se espiritualiza, que se embellece cuanto se santifica! Si comprendieran hasta dónde llega el ideal humano cuando ciñe una aureola de resplandor divino, de seguro que entonces no se burlarían ustedes de mí. 

Durante más de un año hubiera impugnado con toda la seguridad de la propia experiencia aquella antigua máxima de que nadie está contento con su suerte; pero después conocí la verdad que encierra aquella otra de que nadie es dichoso hasta el fin. Rosalía, en cuyas mejillas no brillaba el carmín encendido de los claveles sino la trasparente blancura de las azucenas, blancura que parecía ser un símbolo visible del candor de su alma, empezó a sentirse indispuesta con alguna frecuencia. Unos días más oprimida, otros más aliviada; pero siempre sufrida; siempre resignada, siempre risueña, trataba de ocultar sus padecimientos, diciéndome que debía abrazar aquella ligera cruz porque el cielo no le había enviado otra, y era demasiada la felicidad de que mi amor la inundaba. Al fin tuvo que ceder a los consejos del facultativo que le aseguraba el recobro de su salud con el aire vivificante de la campiña. 

Con su cuñada y su prima Clotilde, la amiga de su infancia, la que compartía conmigo los tesoros de aquel corazón tan rico de ternura; fuese a vivir en un pueblecillo distante legua y media de Barcelona. Los estudios me retenían aquí, porque un amor tan santo como el mío respeta todos los deberes, pero no pasaba semana sin que yo montase a caballo y fuese dos y tres veces a verla. 

Y en efecto pronto la hallé notablemente mejorada. La frescura de su tez impugnaba y confundía todas las cavilaciones de un carácter aprensivo. La aurora de la esperanza renacía con toda la esplendidez de sus albores. Oh! qué hermosos días aquellos! Qué largas y deliciosas excursiones al través de los campos respirando su perfumada brisa, contemplando los abrillantados matices, los fugitivos cambiantes con que el sol se despide de la tierra! Qué tiernas y sabrosas pláticas! Qué amores aquellos, rosas sin espinas, exentos de quisquillosos celos, de exigencias caprichosas, de recíprocas desconfianzas, 

de vagas reminiscencias de otros amores! Lo que es vivir dos almas estrechamente unidas, solitarias en la tierra, al abrigo del cielo, olvidadas del mundo, y reconociéndose siempre a los ojos de Dios! Ah señores! disimúlenme ustedes que ceda, quizás indiscretamente, a la sobre excitación de estos inefables recuerdos. 

Una tarde, la conservo tan fielmente grabada en la memoria! después de un largo paseo por los alrededores del pueblo, entramos como de costumbre en su solitaria iglesia al toque de Ave Marías, y mientras las rezábamos cogí un dedo a Rosalía y metí en él una sortijita de oro que yo llevaba. Concluido el rezo no me dijo más que estas palabras: O tuya o de Dios, y se fue a poner de rodillas y proseguir sus devociones con singular fervor y recogimiento. Yo me quedé sentado en un banco, los brazos cruzados y sintiendo caer sobre mi corazón como unas gotas de celeste rocío. Me atrevería a proponer como un problema curioso el de si es una felicidad o un infortunio haber probado momentos de dulcedumbre tan exquisita. 

Restablecida al parecer completamente volvió a la ciudad, y su regreso fue para mí el comienzo de una nueva era de tranquilos y dichosos días; pero concluyeron mis estudios, tomé la licenciatura, y me fue preciso pasar a mi casa a fin de preparar el camino y llevar a venturoso término mis designios. Deseaban mis padres para mí un casamiento más ventajoso a los ojos del mundo que el de una hermana de un oscuro tallista; pero a la pintura que les hice del carácter, y aun de la figura de Rosalía, se dieron por más que satisfechos de que les entrase un ángel en la familia. Sé que no cedieron solamente a palabras que podían nacer de una imaginación exaltada. Tres meses duró mi ausencia sin que me fuese dado interrumpirla con una sola visita a Rosalía, y de sus cartas no se desprendía la menor expresión que diese margen a funestos recelos. 

Lleno de júbilo y en alas de la más deliciosa esperanza volví a Barcelona, y al poner el pie en el umbral del tallista me dio el corazón un vuelco espantoso. Tal fue la acogida que me hizo el laborioso joven que la tomara por glacial y despreciativa si no le viera tan profundamente afligido. Me precipité a la escalerilla del entresuelo, y el grito de Rosalía al verme, su movimiento instintivo para levantarse del sillón que ocupaba, el súbito encendimiento de sus mejillas, el ímpetu con que se abrieron sus brazos, como si cedieran a la fuerza de un resorte, me certificaron el inmenso amor que me tenía. La gracia de sus contornos estaba ligeramente alterada, pero ni su hermosura, ni su sonrisa parecían haber disminuido. Sentéme a su lado, hablamos largamente, y el encanto de su conversación apenas me dejaba notar los ingeniosos efugios con que eludía mis preguntas concernientes a su salud. Así me tuvo por largo rato mitad inquieto, mitad embelesado, cuando con un tono en que la emoción interior no desvirtuaba la firmeza de su acento me dijo: 

- Te devuelvo la sortija.

- Cómo! exclamé tan sorprendido como si me fuera imposible adivinar el funesto origen de aquella resolución. 

- Está escrito que no he de ser tuya sino de Dios. 

- Dónde? repliqué tontamente. 

- En el libro rubricado por la mano del Eterno. 

- Rosalía! por todo lo que hay de más sagrado en el cielo te conjuro que no te entregues a tales imaginaciones. 

- Ten calma y escucha, respondióme dibujándose una tierna sonrisa en sus labios. Hoy cierro las puertas a mi pasado, del cual por cierto no tengo motivos de estar quejosa. Te doy mil gracias, querido Narciso, por el gozo interior, por las dulcísimas emociones que a tu lado han embellecido mi existencia. He sido feliz... y lo soy todavía. Vuelves a poseer tu libertad quizás a precio de lisonjeras esperanzas; pero si algo pueden contigo mis deseos te suplico que vengas todas las tardes. Hablaremos como amigos que se ven en la tierra, como amigos que esperan verse en el cielo; pero media horita solamente. Ni un minuto más: y en estos coloquios, no residuos amargos sino postreras gotas de la miel que ha llenado mi cáliz, te prohíbo absolutamente cualquiera alusión, cualquiera referencia al estado de mi salud y a los recuerdos de tu amor. Por hoy hemos concluido. 

Y levantándose, con suficiente ligereza todavía, se retiró a su alcoba. 

Quedeme cual si me hubieran dado con un mazo en la cabeza, pero me repuse luego y volé a casa del facultativo. 

- Sus días están contados, me dijo, y la sentencia es inapelable. Padece una de esas afecciones del corazón que se burlan de los desvelos del hombre y del poder de la ciencia. Ni yo, ni mis compañeros tenemos el don de hacer milagros, 

y para decir lo que a V. he dicho no se necesita el don de profecía. No hay más que hacer sino dejarla en reposo, cuidarla con esmero, no contrariarla... 

- Y conoce ella que no tiene remedio? pregunté con una ansiedad espantosa. 

- Eso no. Le hemos dicho que su dolencia no presenta ningún síntoma peligroso, que está reducida a unos accesos nerviosos que cederán a la eficacia de las pócimas que le receto, y al venir la primavera le hemos asegurado que se hallaría completamente restablecida. 

- Y opina V. que ella lo cree? 

 - Pues no ha de creerlo? La llevamos engañada. 

- Vosotros sois los engañados, dije para mis adentros. 

Renuncio a trazar el bosquejo de mis padecimientos morales, porque ni este cuadro psicológico, ni la descripción de la enfermedad de Rosalía importan mucho para poner de relieve el contraste de la historia divulgada hoy por toda Barcelona con esta que pasó desconocida entre las cuatro paredes de un humilde entresuelo. Para esta no tuvo el mundo admiración ni aplausos; pero hay hechos tan sublimes aunque obscuros que bien pueden competir con las exhibiciones del más ruidoso heroísmo.

Ya comprenderán ustedes que yo no debía oponerme a la voluntad de la pobre enferma, tan claramente expresada, pero pude mitigar el rigor de aquella consigna aparentando cumplirla con la ciega obediencia de un recluta. Gracias al ardid que me sugirió la esposa del tallista, al salir del cuartito, tomaba un pasadizo y dando la vuelta entraba en un gabinete que tenía otra puerta en el aposento de Rosalía. Allí pegado el rostro al ojo de la llave pasaba las horas en contemplarla, en ahogar mis sollozos, en pedir a Dios que cambiase nuestros destinos. 

Háblase mucho de la debilidad del otro sexo, y es algo extraño a primera vista que al bosquejar el retrato ideal de la mujer perfecta las divinas letras se sirvan cabalmente del epíteto fuerte como del rasgo que con más propiedad la caracteriza. Pues la fortaleza de Rosalía es precisamente lo que ocupa mi imaginación. 

Ella misma trabajaba las primorosas flores que debían adornar su cabeza helada por el soplo de la muerte, y las trabajaba sin afectación alguna, sin muestras de jactancia como sin visos de flaqueza. De seguro que ni más ni menos hubiera hecho para tejer su virginal corona a tener vocación de encerrarse en un monasterio. Pudiera decirse que para ella las puertas del sepulcro no eran más sombrías que las del claustro, pues se la veía despedirse del mundo con tanta tranquilidad de espíritu como si únicamente se despidiera del siglo. 

Sentada en el sillón y leyendo un librito que cerró al verme, y puso luego al otro lado como si quisiera ocultarlo a mis ojos, la encontré en una de mis últimas visitas. Qué especie de libro será ese? dije para mí. Descuido con cuidado busqué ocasión de cogerlo, y... señores! se me horripilaron las carnes, me temblaban las manos, se congeló mi sangre sólo de leer su título en el dorso. Era un libro ascético titulado: Preparación a la muerte. Que ella lo leyese cuando se veía joven y llena de vida, no es extraño; pero sabiendo como sabía que no le faltaba una semana para hallarse en la tumba! No me vengan a ponderar el valor del libertino hastiado de placeres si contempla fríamente las pistolas con que ha proyectado destrozarse el cráneo. Algo mayor fortaleza de alma arguye esa tranquila meditación de una joven de veinte abriles, que ofrece a Dios el sacrificio de sus doradas ilusiones, y puestos como quien dice ambos pies en el sepulcro se entretiene en registrar con ojo sereno sus misteriosas profundidades. 

Otra tarde estaban ella y Clotilde cosiendo unas telas blancas que adornaban con lazos y cintas azules. - Y eso? pregunté maquinalmente. - Es mi vestido de boda, contestó Rosalía. Clotilde inclinó la cabeza sin duda para ocultar sus 

lágrimas. Me quedé tan mudo como si por un extraño accidente hubiese perdido la facultad de hablar. Aquella vez mi visita no duró la media hora, porque me era imposible resistir al triste espectáculo que me desgarraba las entrañas. 

No pueden ustedes figurarse la minuciosidad, el esmero con que la pobre enferma atendía a la perfección de su último trabajo. Parecía una coqueta que espera dar golpe en un baile, que fía al estreno de un traje su triunfo más apetecido. Corrí a mi escondrijo... y allí puesta la cabeza entre las manos estuve largo rato llorando como un niño. Después me acerqué al ojo de la llave y vi a Rosalía de pie delante de un espejo, con el traje puesto, destrenzada su hermosa cabellera, ceñida la corona de flores artificiales, entrelazados los dedos de ambas manos y sosteniendo con ellos un ramillete de filigrana. Clotilde a sus pies y siguiendo sus avisos arreglaba con prolijo esmero los pliegues de la nevada túnica y de un manto azul celeste. Así se estuvo Rosalía un buen rato contemplándose tiesa, inmóvil, como si se hallara ya tendida en el féretro. Había para volverme loco. Llamaré mujeril capricho a lo que revelaba tan varonil energía? 

- Te gusto así? preguntó a Clotilde. Esta no contestó. Vamos, añadió aquella, no seas niña. Por qué lloras? Llorarías si un príncipe de remotos países me pidiera por esposa y me llevara a sus tierras? Es menos dichosa mi suerte? Quieres que me vaya del todo contenta? Dime, qué tal te parece Narciso? 

- No, prima, no. Nunca he puesto en él los ojos con segunda intención, contestó Clotilde mezclando de lágrimas sus palabras. Le he mirado siempre como cosa tuya. Si has tenido celos de mí, te aseguro... 

- Celos? No sabes que esta es una de aquellas pasiones que el cielo no bendice? Estas víboras nunca han picado mi corazón. 

- No se alimentan de sangre tan pura. 

- Sólo Dios sabe cuál corazón es puro y cuál mancillado. Respetemos sus inescrutables juicios. Pero dime, si Narciso pidiera tu mano... 

- No la pedirá, no lo temas. 

- Y si te la pidiese no se la dieras... por amor mío? 

- Por amor tuyo no hay sacrificio que yo no aceptase. 

- Y sería grande el que te pido? 

- Rosalía! gritó la pobre Clotilde, Rosalía! por qué te complaces en desgarrar tu corazón? 

- Al contrario. Tus palabras pueden henchirlo de un bálsamo delicioso. Quisiera morir en la persuasión de que los dos, los dos que más amo en este mundo, viviréis unidos y felices. Quisiera dejarte mi amor como una rica herencia. 

- Soy tan pobre de méritos como de fortuna. 

- Narciso es generoso; no le arredró mi pobreza, tampoco le arredrará la tuya. 

Qué precioso, qué gratísimo elogio para mí, pronunciado en circunstancias menos aflictivas! 

El día siguiente me dijo: Esta noche voy a recibir el santo Viático; después de la visita de mi Dios no admito sino las de sus ministros. Adiós hasta el cielo. 

- Te seguiré. 

- Te quedarás en la tierra. 

- Oh! no. Tú no conoces la intensidad de mi afecto. Basta para consumirme, para devorar mi existencia. 

- Llegará, pero más tarde, el tiempo de reunimos. 

- Y qué he de hacer a solas en este mundo? 

- Mostrar tu sumisión a la voluntad divina. Yo no tengo riquezas de qué hacer testamento; pero si mi última voluntad mereciera ser atendida... una cosa quisiera... una sola cosa. 

- Puedo negarme a nada que tú desees? 

- Y lo deseo con toda el alma. Mi prima... la pobre Clotilde... no es verdad que es hermosa? Mira, Narciso, moriría tan satisfecha si me prometieras... 

- Rosalía! Rosalía, única mujer a quien puedo amar en este mundo. 

- La amaras también... es digna de tu amor. Prométeme que en todo un año no mirarás a mujer alguna... es el único luto que has de llevar por mí. Después, el día de mi aniversario, si ambos no me habéis olvidado, entrégale a Clotilde la sortija que me diste.:. Bendígala el sacerdote al celebrar vuestro casamiento, y... venid los dos a orar cabe la tumba de vuestra Rosalía. 

Ya no se me permitió entrar más en el cuartito; pero al tercer día en que estaba ya oleada oí que el sacerdote esforzaba la voz, y me precipité como un desesperado, y me arrodillé a los pies de la enferma. La opresión de su pecho 

la ahogaba, había perdido el uso de la palabra; pero se abrieron sus ojos, y clavó en mí una penetrante mirada, que interpreté como signo de agradecimiento. Sus manos dejaron caer en las mías una pequeña medalla de la Virgen, como prenda inolvidable de su afecto, y sus labios se sonrieron como si saborease el último goce de la tierra, como si principiase a disfrutar las dulzuras del cielo. A los pocos momentos espiró: digo mal, se durmió en el ósculo del Señor. 

Esto, señores, esto sí que es morir con la sonrisa en los labios y la esperanza en el corazón. 

A los quince meses me casé con Clotilde, digna amiga de la sin par Rosalía. 

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