lunes, 18 de octubre de 2021

EL MAL APÓSTOL Y EL BUEN LADRÓN, DRAMA DE D. JUAN EUGENIO HARTZENBUSCH.

EL MAL APÓSTOL

Y EL BUEN LADRÓN,

DRAMA DE

D. JUAN EUGENIO HARTZENBUSCH.

Cuando el espíritu del hombre deja de ser humilde girasol de la luz increada, cuando apartados los ojos del cielo se enamora de sí mismo; su frágil y prestada soberanía le ensoberbece, forma estrecha alianza con mal nacidas pasiones que despóticamente lo tiranizan so color de rendirle vasallaje, y poco a poco nace en el corazón del hombre la rebeldía, y en su entendimiento crece y se entroniza la duda. Entonces, cual un ebrio a caballo, tan pronto cae de un lado como de otro, y rodeado de profundas tinieblas, lucha y forcejea para abrirse paso a la luz; pero una mano fatal le empuja de abismo en abismo, hasta que se hunde en el lodazal de su miseria, alumbrado en su congojosa agonía por los vacilantes resplandores de la razón, a la manera del que se ahogase con una lámpara colgada del cuello. El Sr. Hartzenbusch ha personificado en su drama simbólico esa enfermedad de almas soberbias, con aterradora verdad y maestría incomparable. Como Paulo en El Condenado por desconfiado, que se atribuye a Tirso de Molina, el escéptico de Hartzenbusch es un varón singularmente colmado por el Señor de beneficios inmensos; a su paso brotan y florecen los portentos de la gracia: es un apóstol, es Judas. Pero su aviesa condición y ruines pensamientos inutilizan todos los tesoros espirituales que Dios ha puesto a su alcance, y una pasión vil, la más infame de todas, le acaba de despeñar al abismo de su perdición. ¡Insensato!

Se empeña en acrisolar con su razón envilecida los actos de su Divino Maestro.
Le ve resucitar muertos, y duda; le ve acoger con inefable mansedumbre su inaudita traición y duda; le ve morir, las peñas se rompen de dolor, y su corazón no se quebranta, y duda todavía cuando el orbe todo estalla a los pies de su Señor, muerto en la cruz. En cambio, Dimas, bandolero como el Enrico de Fr. Gabriel Téllez, deja obrar la gracia sin entorpecer su acción inefable con los sofismas y cavilaciones del orgullo, y la secunda con los deseos ardorosos de regenerar su naturaleza degradada.
(En el Vita Christi, el niño Dimas, hijo de bandoleros del desierto, ladrones y asesinos, es curado por Jesús y María en su viaje a Egipto.
Será después el “ladrón bueno” "buen ladrón" que morirá crucificado junto a Jesús. )

El Sr. Hartzenbusch, con el tacto que le distingue, ha puesto en el corazón de Judas el apego inmoderado a los bienes terrenales, como cómplice poderoso de su sempiterno escepticismo. Así, no sólo ha respetado la tradición bíblica de todos los tiempos respecto a la pasión que avasallaba al traidor de los traidores, sino que ha alejado toda idea de predestinación, principio teológico que nuestra irreverente sociedad no se mostraría tal vez dispuesta a recibir con sumiso acatamiento.
A esta doble ventaja que lleva al Paulo del padre Téllez (Gabriel Téllez es Tirso de Molina) la creación del esclarecido dramático moderno, debe agregarse que las manifestaciones naturales de una pasión práctica se ajustan más de lleno a las condiciones del drama actual que las consecuencias de un principio más o menos abstracto. Con igual destreza el Sr. Hartzenbusch se ha abstenido de aglomerar sobre la conciencia de Dimas las ignominias y abominaciones con que ha cargado la de Enrico el padre Téllez, pues si bien este lujo de crímenes podría parecer conducente para patentizar con toda evidencia el poder eficacísimo de la gracia; mirándolo bajo el aspecto de la utilidad puramente dramática del personaje, es lo cierto que tanta maldad le enajenaría la estimación del público, causando su milagrosa conversión más sorpresa que tierna y dulce alegría. Aún más: si el portento de divina misericordia que salva al buen ladrón recayese en un malhechor tan fríamente criminal como el Enrico del
P. Tellez, no hubiera dejado de parecer sobrado voluntarioso y gratuito a un siglo tan habituado a deslindar los derechos de todos como el nuestro, y tan poco amigo de bajar la indomable cerviz ante los inescrutables designios de la Providencia.
El Sr. Hartzenbusch, con su instinto dramático, ha hecho que los crímenes de Dimas arrancasen de la venganza tomada por un acto bárbaramente injusto; y la venganza, cuando es la reparación de una injusticia atroz, suele encontrar cierta secreta excusa entre los hombres, ya que no ante Dios. Damos nuestro humilde parabién al autor de tantas obras maestras, por la conciencia con que ha trazado las dos figuras principales del drama sacro que nos ocupa, que son, a no dudarlo, dos creaciones inmortales por la profunda verdad que las enaltece.

Los demás caracteres están briosa y magistralmente trazados. El de Procla es un modelo acabado. Su dignidad es una preclara mezcla de la entereza esforzada, común en las matronas de la Roma gentil, y del vivo sentimiento de noble decoro que constituye la más preciada corona de las mujeres cristianas. Esta dignidad castiza y de buena ley, que siempre dimana de sentimientos hidalgos y levantados, contrasta con los arranques de cesárea vanidad con que su marido Poncio Pilatos quiere cubrir la ruin bajeza de sus pensamientos y la torpeza de sus liviandades. Betsabé es una figura radiante de pureza ideal y de adorable candor. Los rayos de celeste luz que parten de la doctrina del Crucificado, no necesitan derretir en el bello corazón de María ningún afecto bastardo, ninguna pasión vergonzosa. No hacen más que añadir un cambiante de divina luz a aquel prisma de puros resplandores. El de Sara es de suma belleza. Sumisa, buena, apacible, es toda abnegación y bondad. El cuadro de sus ambiciones, y la historia de su corazón, están entrañados en esta deliciosa octava:

SARA. Tu amor es mi único anhelo:

Dar el calzado a tu planta,

Collares a tu garganta,

Lazos y lustre a tu pelo.

No quiero cosa ninguna

De cuanto aquí se atesora;

Quiero a mi joven señora

Porque he mecido su cuna.

Nacor, aunque apenas asoma en la escena, aparece bosquejado de perfil con palpitante energía. Son admirables las estrofas en que pinta su pasión favorita, roca que el aliento de Cristo ha convertido en manantial de aguas cristalinas, de amor al prójimo y entrañable caridad. Dice así:

NAC. ¿Prestarme crédito

Dificultáis? ¡Ya! ¡Tenía

Yo tanto amor al dinero! -

Perdí esposa, hijos perdí;

Pero salvé un cofre lleno

De oro. Lloraba a mis hijos,

Pero encontraba consuelo

Abriendo el cofre. Pasaban

Los años, iba en aumento

Mi caudal; otro era el cofre,

No pudiera ya moverlo

Ni Sansón: el arca grande

Volvió mi dolor pequeño.

Miraba yo el oro, y él

Mirábame sonriendo;

Tocábale yo, y hablaba;

Quedito, eso sí, muy quedo.

«No hay mal que no cure yo,»

Decía, sonando a cielo:

Ya suena a cántaro frágil

Que tiran roto al estiércol. -

¡Esposa mía! ¡Hijos míos!

Pronto necesito veros!

¡Avaro fui, ya soy hombre!

Si tuviésemos que trasladar todas las tiradas de bellísimos versos que esmaltan y enriquecen el drama del Sr. Hartzenbusch, no acabaríamos nunca esta informe y desaliñada revista. No podemos, sin embargo, resistir al deseo de citar las sublimes estrofas en que Procla describe al asombrado Poncio el sueño con que Dios le ha manifestado el futuro y glorioso triunfo de la cruz y los ya célebres versos con que Dimas relata el acto más meritorio de su vida:

SUEÑO DE PROCLA. (Prócula)

PROC. Escucha. Tarde me dormí, con pena

La prisión del Ungido recordando.

Por él temía, y a la par temblaba

Por ti, sin acertar a separaros.

Audaz mi pensamiento el velo rompe

De los siglos futuros y lejanos,

Y miro alzar y derruir ciudades,

Y virgen tierra de la mar brotando.

Sobre varas de cónsules partidas

Y púrpura imperial rota en harapos,

Hundiendo en lodo sanguinosas aras

Y efigies de metales y de mármol;

Despedazadas Juno y Citerea,

Sin bidente Pluton, Júpiter manco;

Rico de oro y marfil, con lenta marcha,

Entre pompa triunfal rodaba un carro.

De pie matrona de sin par belleza

Descollaba en el plinto levantado,

Y en vez de águila de oro vencedora,

(¿Quién pudiera jamás imaginarlo?)

¡Tremolaba una cruz!
PIL. ¡Una cruz! ¡Ese

Instrumento cruel, patibulario,

Lecho de muerte para el crimen, sólo

De verdugos y víctimas tocado!

PROC. Ese adoraban, la rodilla en suelo,

Generaciones por venir, de rasgos

Que Roma nunca vio: cruz en su trage,

La cruz de sus pendones era ornato;

Puesta la vi sobre real corona,

Y henchir las plazas y poblar los campos,

Y en altísimas torres empinada,

La región de los vientos dominando.

Y en recia voz unísono decía

De tantas gentes el concurso vario:

«Creo en un solo Ser Omnipotente,

Dios Padre que crió cuanto hay criado;

Y en Jesús, unigénito del Padre,

Dios que hombre fue para su gloria darnos;

Que padeció bajo el poder de Poncio...»

¿Qué Poncio es ese? pregunté. - «Pilatos,»

Pontífices y reyes me dijeron,

Mercader y pastor, niño y anciano.

PIL. ¡Poncio Pilatos! ¡Yo!

PROC. Tú, esposo mío.

Válete del anuncio: yo he soñado

Para que tú no yerres: mira, Poncio,

Que añadieron después los que me hablaron:

«Borrará el tiempo la memoria y nombre

De Codro y Belo, César y Alejandro;

La del cobarde juez del Nazareno

Durará lo que el sol en el espacio.»
El trozo en que Dimas cuenta a Betsabé la manera como salvó al niño Jesús, que el público acoge siempre con tempestades de frenéticos aplausos, es sin duda uno de los mejores que han salido nunca de la musa castellana. Es como sigue:
DIM. La historia de niño halaga:

Oye una infantil historia.

Diez años contaba yo,

Y mi padre mercader

Un viaje tuvo que hacer,

Saliendo de Jericó.

Marchar a Egipto debió:

Y yo, que en pueril estilo

Manifestaba intranquilo

De errante vida el antojo,

Ver quise el piélago Rojo,

Las pirámides y el Nilo.

Caminamos por jarales

Y hondonadas y laderas;

Bramidos oí de fieras,

Bramidos de vendavales.

Movedizos arenales
Embazaron al camello.
Ya de vuelta su resuello
Noche barruntó lluviosa:
Negra vino y espantosa
Que en pie nos puso el cabello.
De una peña cobijados,
En mantas nos envolvimos,
Cuando pisadas oímos
Y voces de hombres armados.
«Cruzarán los tres cuitados
(Habló una voz) por acá;
El rey niño morirá.
- Matar al niño es tu encargo
(Dijo otro); no descuidarse,
Que pudieran escaparse
Por el torrente a lo largo.»
Yo temblaba; sin embargo,
Ya ideaba algo atrevido.
Cesó de pasos el ruido...
«Padre (dije) ya no llueve:
Cenemos. ¡Al vino! ¡Bebe!»
Bebió; se quedó dormido.
Mi padre, al amanecer,
Aún reposaba; ¡yo en vela!
Corro como una gacela,
Y en alto me pongo a ver.
«¡Tres! ¡Ellos! ¡Él! Ha de ser
Disfraz su modesto aliño.»
Canto, me miran, les guiño,
Y grito en llegando en frente:
«¡Señora, por el torrente;
Que si no, matan al niño!»

Esto sí que es manejar primorosamente esa lengua pura como el oro, sonora como la plata, flexible como el acero, que Carlos I consideraba hecha para hablar con Dios.

El mal apóstol y el buen ladrón es una obra trascendental y profunda en su intención simbólica, admirable por la verdad magistral con que sus caracteres se hallan trazados, por la variedad de las situaciones que el variado juego de los mismos produce, por la grandiosidad de sus proporciones, y por la incomparable riqueza de su versificación. Uno de los méritos que más la avaloran es que la sagrada figura de Cristo no aparece nunca en escena, y que el público sabe la historia de su pasión y muerte por boca de los demás personajes, causando un terror sublime y un interés extraordinario, sin exponer los misterios de la agonía de un Dios a los ojos profanos de una sociedad que nunca podría poner sus corazones, profanados por tanta multitud de mezquinos sentimientos, al diapasón del dolor más profundo e insondable y del más alto misterio que han asombrado a los cielos y a la tierra.

El Sr. Hartzenbusch, insigne autor de dramas inestimables, ha añadido una joya más de gran valor a su diadema de gloria. Cíñala con legítimo orgullo, pues la posteridad la colocará también, enriquecida sin duda por otras preseas de no menos estimación, encima de su nombre glorioso, que es ya una estrella fija en el brillante cielo de nuestras glorias nacionales!
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